Breve historia sobre el «alguilando»

La verdad es que he escuchado esta expresión de varias formas diferentes: “alguilando”, “arguilando”, “aguinaldo” e incluso “estrenas”. Pero lo bien cierto es que todas hacen referencia a lo mismo. A ese dinerito que te llega durante la Navidad, de tus padres, abuelos, tíos, padrinos…y que te hace incluso más ilusión que los regalos, porque al fin y al cabo, cuando eres niño es tu primer dinero (aunque luego se lo quedasen tus padres).

Yo siempre lo he llamado “aguinaldo”, aunque la expresión proveniente del latín es “aguilando”, –hoc in anno–, que significa «en este año». Así que, muchos de mis amigos que lo pronuncian así, lo estaban diciendo bien. El caso es que el “aguinaldo” es patrimonio de la Navidad.

Ya los antiguos romanos llamaban strenae –de ahí la palabra estrenas– a los regalos que se intercambiaban los amigos en honor de los dioses y como señal de feliz augurio. Una tradición romana atribuía el origen de los aguinaldos del 1º de enero –Kalendariae strenae– al rey Tito Tacio, de quien nació la costumbre de ir ese día a coger verbena al bosque sagrado de Strenua, diosa del año nuevo –palabra relacionada etimológicamente con estrenar– con el fin de obtener la divina protección durante el año siguiente.

En la Edad Media, los reyes, príncipes y magnates continuaron celebrando la fiesta de la entrada del año, especialmente en Navidad y en Pascua, pues este día fue hasta el siglo XVI el primer día del año, con cuyo motivo y ocasión se intercambiaban regalos. Pero esta costumbre, cuando realmente surgió con igual fuerza que en la antigüedad, fue en el Renacimiento.

En Francia, desde entonces, estos regalos llamados étrennes, han constituido una costumbre entre las gentes de alto nivel, aunque verdaderamente no se generalizaron hasta la época de Luis XIV. En 1.793 se dictó una orden suprimiendo los étrennes, pero la protesta fue general, ya que entonces ya era costumbre darlos a los mozos de cafés, peluqueros, cocheros, etc.

De hecho, en nuestro país también existía la costumbre, por parte de carteros, barrenderos, serenos y otros oficios semejantes, de pasar por las casas de los vecinos de la zona donde habitualmente prestaban sus servicios a felicitar la Navidad (entregando a veces una estampita), para recibir un aguinaldo. 

Y es aquí donde me quiero detener. Mi padre, que ha sido durante más de 40 años cartero, me hablaba precisamente de esa tradición. Él se encargaba de repartir la zona del Barrio de San Rafael, Barrio “La Bota”, Cuesta Roya, Ernesto Jiménez, etc. Y el procedimiento era el siguiente. Cuando se acercaban las fechas navideñas, la propia central de Correos expedía una serie de estampitas. Estas venían con un dibujo del cartero, con su uniforme y su cartera. Alrededor de él, una serie de elementos que hacían alusión a las fechas navideñas: una campana, una paloma, bolas del árbol de Navidad…Y una leyenda que rezaba: “El cartero les desea felices Pascuas y próspero año nuevo”. Pero lo curioso estaba por llegar. Detrás de esta tarjeta solía venir una poesía o en algunos casos las tarifas de los envíos postales correspondientes al año que entraba. Sin duda, estas estampitas no se dejaban ningún detalle. 

Pero esto, como he comentado, no se daba solamente en el gremio de los carteros. Los basureros también tenían su estampita, con su correspondiente camión y cubos acompañándolos. El sereno  iba acompañado de su manojo de llaves y de su candil. E incluso los barberos de la época, aparecían en la tarjeta con su hoja de afeitar y su brocha felicitaban las fiestas a las vecinas y vecinos.

Una vez, en este caso mi padre, tenía las tarjetas en sus manos. Como una semana antes de la Navidad, las iba repartiendo casa por casa de su barriada, acompañado del correo diario. Y podían pasar dos cosas, que el mismo día que dejaba la tarjeta ya se llevara algún “dinerillo” o que los dueños de la casa se lo dieran en los días posteriores. 

Mi cartero me cuenta que la mayoría de los vecinos siempre le daban dinero –de hecho, me ha contado que era uno de los carteros que más sacaba en esas fechas gracias a la generosidad de los buñoleros y buñoleras–. No obstante, también era habitual que si la familia en cuestión en ese momento no disponía de dinero suficiente o simplemente no había suelto en el monedero, le entregaban alguna caja de bombones, polvorones o dulces típicos navideños. El caso es que esa tradición, no escrita, se mantuvo, como me cuenta mi padre, hasta sus últimos días como cartero. Cuando me lo contaba lo recordaba con especial cariño, porque no se trataba de dinero, sino de reconocimiento y de cariño, de los vecinos hacia él y viceversa. Siempre que recuerda a “sus barrieras” como él las llama, se le ilumina la cara. Sin duda, estar cada día compartiendo experiencias, “charraicas”, algún “cafetico” que otro y muchas cosas más, le llenaba el alma. Y todo a pesar del trabajo que tuviese. Porque al final lo que a uno le queda es el cariño y las personas.

Al mejor cartero del mundo, Pedro Vallés Morán, mi padre.

Luis Vallés Cusí
Periodista

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