Buñol también tuvo su movida en los 90s

Todos los lugares viven algún momento en el que confluyen circunstancias (históricas, sociales, políticas, culturales…) que hacen que durante un tiempo florezca un imaginario en el que las pasiones, cierta sensación de libertad y una cultura ligada al hedonismo, al disfrute y a la liberación personal se desaten y finalmente permanezcan en el recuerdo de quienes lo vivieron.

Pasó en Madrid en los 80s con la «Movida madrileña» tras esa abrupta y dirigida transición/transacción del franquismo a la democracia, como pasó en otros lugares no tan idealizados y glamorosos, más periféricos y menos estudiados, pero sin duda con más contenido crítico y social en sus propuestas artísticas y culturales. Quizá por ello no hayan trascendido en la historia oficial. 

Aquí, en Buñol, tuvimos nuestra propia versión de una particular «movida» –más cercana (no en lo cultural pero sí en sus objetivos) a la madrileña que a las periféricas– que llegó una década más tarde y que vino arrastrada e influenciada por aquel fenómeno ligado a la música techno y a las discotecas valencianas propio de estas tierras, más conocido por «La Ruta Bakalao». No quiero decir con esto que aquí no coexistiera paralelamente otra cultura ligada al rock y al pop, pero digamos que «La Ruta» fue el fenómeno hegemónico levantino en aquella década. 

En todo caso, me gustaría dejar claro que esto es sólo una visión parcial y personal de una persona que vivió aquella época que no pretende ni mucho menos idealizar un espacio de tiempo en que políticamente, mientras la mayoría de adolescentes y jóvenes del momento nos pegábamos la fiesta padre cada semana, esa España que en los 80s se acostó franquista y se levantó demócrata se vendía a trozos empezando en los 90s su andadura hacia la pesadilla neoliberal actual. A pesar de ello, creo que merece la pena repasar otro pedacito de la historia de nuestro pueblo que puede ayudar a conocer con algo más de profundidad cómo éramos los jóvenes y adolescentes de aquel momento y especialmente qué lugares de nuestro pueblo frecuentábamos –la mayoría ya para el recuerdo– durante aquellos años. Habrá, seguro, tantos 90s como adolescentes y jóvenes que lo vivieron y cada uno de ellos tendrá una visión personal. Esta es sólo la mía. 

Recuerdo aquellos primeros 90s en los que transitaba desde la adolescencia a la juventud como algo casi de otro planeta si los comparo con la distopía pandémica que vivimos hoy. Insto a los y las lectoras a que vuelvan a los textos que escribí en esta publicación sobre las Pascuas de entonces, los chiringuitos noventeros y las carreras de carretones para que se hagan una foto de lo diferentes que fueron aquellos años; años en los que no existían teléfonos móviles, ni ordenadores portátiles, ¡ni internet! Años en los que para quedar con los colegas, o llamabas por el teléfono fijo, o directamente ibas a su casa a tocar al timbre para –si había suerte– encontrarlos y salir a la calle. Porque esa era nuestra Red Social: LA CALLE. Unas calles de un pueblo con menos coches, menos prisas, más huertas, menos cemento en las calles, y menos casas vacías. Y, sobre todo, una cosa: mucho más ambiente y más alegría. Siento contáoslo de esta manera, pero así era. 

Al no haber espacios virtuales, nuestro refugio eran las calles y sus garitos. Prácticamente no había terrazas de bares, porque se podía fumar dentro y porque la calle era todavía territorio público ocupado por la chavalería y la juventud de entonces. En este sentido recuerdo mis primeros compases de todo aquello siendo todavía un chaval de 15-16 años, cuando nos juntábamos en la baranda que había frente al Paff (ahora heladería del Win’s) o en «las escalericas» de los Recreativos Bola 8, donde veíamos pasar las horas de los viernes, sábados y domingos por la tarde. En esas mismas escaleras, en lo que ahora es el casal de la Falla Nuevo Buñol, estaba el Pub Safema, junto al Paff, uno de los primeros garitos en los que recuerdo haber entrado de chaval y donde pasábamos mucho tiempo, especialmente por las tardes, cuando todavía no habíamos descubierto –o no nos dejaban descubrir– los encantos de la noche.

Los fines de semana casi había una rutina preestablecida. Primero a tomar café a Patrón (ahora cafetería Win’s), ese legendario e histórico bar intergeneracional con más de 40 años de historia y punto de encuentro de toda la fauna buñolera, en el que podías entrar y colocarte con sólo hacer 4 o 5 respiraciones profundas. Recuerdo las tardes interminables de sábado con mis colegas en las que parecía que se paraba el tiempo y donde todo era posible. Allí en Patrón se daban cita los personajes más curiosos y estrafalarios de nuestro pueblo en aquella época. Hoy ya no están algunos de ellos, pero aquel espacio guarda en su memoria momentos, situaciones y fotos que hoy serían impensables. Recuerdo que también frecuentábamos, tanto por la tarde como alguna noche de los sábados, otro garito que molaba: el Tubar 30, junto a lo que ahora es el tanatorio del pueblo; un garito donde se podía cenar, pero que a la vez te ofrecía en su semisótano un rincón furtivo y tranquilo cuyas ventanas daban al barranco de Borrunes y donde por las tardes de sábado podías gozar entre amigos de buena música pop-rock ochentera. En lo referente a ambientes musicales, Tubar 30 era, junto a Cubita’s y el Fuera de Juego, la alternativa rockera a los garitos donde predominaba la música bakalao. 

La segunda parada del fin de semana era El Punto, sin duda el garito que más marcó mi juventud y donde pasé más horas en aquellos años de libertinaje y desenfreno. El garito que llevaba Chamaco tenía todo para atraer a los chavales que vivimos aquella época donde la edad de oro de la música techno lo acaparaba todo: una distribución de la barra en una «U» con dos entradas a cada lado, un fondo con unas pequeñas mesas insertadas en las paredes y una iluminación justa y bien elegida que permitía casi el anonimato por la noche y le daba ese aire de discoteca sin serlo con una música magistralmente pinchada habitualmente por Diego «el Moreno», que hacía las delicias de los parroquianos de aquel histórico garito de la calle Garcés Vericat. Las noches de los viernes y sobre todo las de los sábados, alternábamos entre El Punto y el Chapí 9, otro de los locales históricos de Buñol. Yo conocí el Chapí en la etapa de la gerencia de Suso, que duró muchos años. Era un garito diferente. Con poca iluminación y un aspecto muy underground, destacaba el mural guapísimo con viñetas del comic de Ram Xerox que decoraba las paredes de la zona donde está el escenario y que brillaba de forma psicodélica con las luces ultravioleta; una auténtica obra de arte que pintó Aldás, y que los que sucedieron a Suso en la gerencia del garito se encargaron torpemente de borrar para siempre. El Chapí de entonces era un local donde coexistían varias generaciones y cuyo atractivo era la mezcla de música disco-rock que ya venía de los 80s con los nuevos ritmos y tendencias que llegaban con los 90s. 

Justo al lado de la fuente de «las cuatro esquinas» y más alejado de lo que llamábamos La zona –donde se aglutinaba la mayoría de la movida– existió otro de los garitos históricos de Buñol, La Tasca, refugio y enclave de fiestas de un nutrido grupo de jóvenes de aquella época y, seguro que para muchos todavía a día de hoy, lugar de tremendos recuerdos. No puedo hablar demasiado de ella porque no la frecuentaba mucho y porque seguro que hay otr@s que pueden hablar mucho más de ella, pero os aseguro que allí se pasaron momentos memorables. Igualmente bonita fue la breve pero intensa experiencia del garito La Kontra, sito en la Calle Reyes Católicos, que nos dio noches para el recuerdo con la mejor música techno del momento y sonido marca de la casa. 

Por último, y aunque tuviera una importancia menor, me gustaría hablar de las experiencias –no demasiado afortunadas– que han tenido las discotecas en nuestro pueblo. Al margen de La Cima, que me pilló muy niño y de la que no puedo hablar, Buñol ha tenido mala suerte con las salas de baile, porque en los 90s (casi) siempre hubo una cultura de terminar la fiesta –una vez cerraban los garitos en Buñol– yendo al vecino pueblo de Chiva (en los primeros 90s a la Spellbinder, y en los albores del nuevo mileno a la Dune/Morocha) o más allá de la comarca a las discotecas punteras del momento. No obstante, siempre hubo una que resistió, aunque sólo fuera de forma intermitente y, sobre todo, en las fechas señaladas (ferias, navidades, etc.): era la disco Átomo. Situada en los sótanos de lo que ahora es una peluquería y al lado del mítico salón de bodas «Sala Edma», que más tarde se convertiría en el Salón «La Cartuja», era un tugurio de los guapos. De aquellos que tienen un encanto especial. De esas discotecas que ya no hay ahora. Durante los muchos años que duró cambió de nombre varias veces: Átomo/Hipnosis/Ñu/Nicotina y de nuevo Átomo, hasta su definitiva desaparición. Recuerdo esas escaleras que llevaban al sótano donde estaba la entrada que muchas veces resultaban peligrosas según la hora de la noche –o de la mañana– en que las bajaras. Recuerdo la salida de emergencias que abríamos cuando amanecía y que daba a un descampado que ahora se llama Avda de la Hoya. ¡Tantos recuerdos! 

También a principios de los noventa se montó una discoteca-sala de conciertos en lo que ahora es el taller mecánico del Dimas –junto al «abrevaor»– que tenía muy buena pinta. Esta sala se llamó al principio K2-Kway, llegando a albergar conciertos de grupazos como Flesh for Lulu o Sex Museum –cuyas entradas aun conservo–. Sin embargo, como discoteca fue otra víctima más de «La Ruta», cuyo camino no pasaba por Buñol. Pienso que de haber existido este tipo de salas en épocas más recientes podrían haber tenido más recorrido. Poco después el K2 cambió de gerencia y pasó a llamarse The Killer House, aunque acabo corriendo la misma suerte que su antecesora. Fue solo durante el segundo lustro de los 90s cuando bajo el nombre de El Laurel aquel espacio obtuvo sorprendentemente un éxito nada visto anteriormente en salas de baile. Cada sábado por la noche, cuando los garitos cerraban, El Laurel se llenaba y cumplía una demanda que los y las buñoleras le pedían a la noche local: un sitio al que acudir a bailar hasta el amanecer. Como entonces no existía la expresión «aforo limitado», cuando ya no cabía ni un alfiler, nos agolpábamos en los alrededores. Supongo que las molestias al vecindario y alguna denuncia por ruido hicieron que aquella exitosa experiencia discotequera no durara más que un par de años. 

Con el amanecer del nuevo milenio, la aparición de los teléfonos móviles, el Euro y la era de Internet nacieron otros garitos –algunos de ellos ubicados en el mismo lugar que los que he comentado–, como El Golpe (antes Tahití), El Pájaro Loco (antes El Punto), o el Win’s (ahora Salseando) y el RamaLuna…, muchos de ellos también de grato recuerdo. No obstante, con los 2000s se iniciaba una época diferente que iba a cambiar la forma de relacionarnos y por ende, de divertirnos. Antes de acabarse la primera década de los 2000s llegaron otros ritmos, otras músicas, las redes sociales y los smartphones y se consumó la desaparición del garito como lugar de encuentro y socializacion; enclaves de otro tiempo que han sido tragados por el sumidero de la historia y sustituidos por los fríos y superficiales espacios virtuales, las videollamadas y la tecnología ligada a esas pantallas que han acabado por alejar tanto a las personas unas de otras para acabar viviendo vidas solitarias. Nada que ver con aquellos 90s donde todo era calle, disfrute, abrazos, ternura y contacto. No es que uno esté orgulloso de aquella época, no fueron años idílicos, perdimos buenos y grandes amigos, cometimos muchos errores y a veces desfasamos. Sin embargo, añoro aquella sensación que me invadía cuando llegaba el fin de semana: todo tenía un sentido, teníamos nuestros lugares a los que acudir y momentos que compartir juntos, no sólo la cuadrilla de amigos, sino toda una generación. 

Ahora en nuestro pueblo hay menos garitos, hay dos malditas casas de apuestas y no existe sensación de pertenencia a ningún lugar más allá de tu perfil de Facebook o Instagram que «disfrutas» en soledad. Cuando pienso en aquellos 90s en los que disfrutábamos de aquellas interminables fiestas mientras nos estaban robando el futuro –ese que ya no existe–, me invade la sensación de haber tirado aquellos años. Pero luego me sale la vena nostálgica y me digo: «que nos quiten lo bailao!» (nunca mejor dicho).

Jose Guerrero Moliner
Cronista Boomer

Share This Post

2 Comments - Write a Comment

  1. Muchas gracias por este artículo tan bonito, por hacer un repaso a toda mi memoria y haber tenido el detalle incluso de añadir el bar que tuve el placer de regentar, el Ramaluna.
    Hasta has puesto una foto!!
    Cuánta nostalgia por esa adolescencia llena de libertad!!!
    Yo ahora vivo en Valderrobres Teruel, aquí sigo en la hostelería, tengo un espacio que se llama Inspira Street Food, una isla donde se respira lo que soy, lo que fui…
    Invitado estás Jose, cuando gustes😘

    Reply
  2. Muchas gracias José Guerrero, yo también quiero agradecerte este repaso por lo que fue el mundo de la noche al principio de los 90, yo soy Félix DJ y no se si habremos coincidido alguna vez, fui el dj titular de. Nicotina del 93 al 97 más menos y desde el grupo NMT estamos intentando hacer como tu, resurgir del alma de Buñol lo que fue esa época, organizando eventos en Buñol y rescatando la buena música que marcó nuestro estilo en nicotina.
    También deseo invitarte a escuchar nuestro programa de Radio, en Radio Buñol tv 107.9 todos los sábados de 1700 a 1900, escuchando la buena música de los 90 y 2000.
    Espero nos conozcamos en algún próximo evento.
    Un saludo.

    Reply

Post Comment

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.