Buñoleros ilustres: Vicente Furriol Ibáñez

Vicente Furriol, el tío «Furriol», fue ese tipo de político íntegro, justo, honesto e irrepetible, cuya huella permanece en la mente de todos. Un alcalde legendario y ejemplar, entregado al servicio de su pueblo y, lo que es más importante, de las personas al margen de sus ideologías o creencias.

Vicente nace en el seno de una familia de clase trabajadora y es el segundo de seis hermanos (dos varones y cuatro hembras). Su padre, José, trabaja en la agricultura por cuenta ajena y su madre, Trinidad, la «Morena», lo hace en casa, según costumbre de la época. 

Cuando Vicente es llamado al servicio militar, es destinado a un regimiento de caballería de Barcelona. Llevaría unos seis meses de «mili» cuando fallece su padre, razón por la cual es licenciado para poder atender las necesidades de su casa.

En 1926 se casa Vicente con Elena Tamarít Carrascosa, de cuya unión nacen cuatro hijos (dos varones y dos hembras). 

Pero vayamos con su trayectoria política. Era militante del PCE y se confesaba ateo. Apenas sabía leer y escribir y algo de números, pero estaba dotado de una inteligencia natural y un sentido del equilibrio y de lo justo que compensaban sobradamente su falta de formación. Todo ello le confería un carisma y una autoridad moral ante sus correligionarios, por lo que, tras el triunfo del Frente Popular, lo propusieron como alcalde, siendo elegido en 1935. Para ello tuvieron que presionarle, ya que Vicente no tenía vocación ni aspiraciones de político.

Eran tiempos convulsos y de escasez. Así que, como su principal objetivo eran las personas, puso en marcha un operativo de trueque, intercambiando con otras comarcas cemento –que era lo único que nos sobraba– por cereales, legumbres y otros productos de primera necesidad. 

No contento con eso, intentó aliviar el comercio local dándole fluidez mediante la creación de papel moneda, válido solo en el término municipal. Fue así como nacieron los famosos «Furrioles», que circularon –no sabemos por cuánto tiempo– con valores de una peseta y veinticinco céntimos.

Enterado Vicente de que alguien iba propagando por el pueblo que el alcalde era un inculto lo llamó y le dijo: «es cierto que soy un inculto, porque casi no pude ir a la escuela, pero sé lo que está bien y lo que está mal, y me limito a hacer lo que está bien, cosa que tú no sabes hacer».

Durante su mandato como alcalde, en plena guerra civil, Vicente establece como prioridad, casi obsesiva, que no se produzcan desmanes contra personas y bienes, ni delitos de sangre. En ese sentido, nuestro pueblo fue todo un ejemplo, al no haberse registrado durante toda la guerra ningún delito de sangre entre buñoleros. Al enterarse de que unos radicales planean quemar la iglesia, aborta sus planes convirtiéndola en almacén de abastecimientos. Previamente, y para evitar cualquier desmán de grupos incontrolados, invita a los fieles a que trasladen las imágenes y objetos sagrados a sus viviendas. Asímismo, el párroco Francisco Martínez y su vicario Salvador Domingo salvan sus vidas al refugiarlos Vicente en su propio domicilio. Luego les facilita vehículo y chófer –el coche del el Dr. Garcés, conducido por el tío «Rómulo»– para que marchen a sus localidades de origen con sus familias, hasta que cese la persecución religiosa. Al día siguiente, unos milicianos del comité local de Llíria detienen a Salvador Domingo en su domicilio de esa localidad. Su hermano telefonea e informa a Furriol y este, a su vez, llama a Valencia exigiendo la libertad de Salvador: –Si le pasa algo, os haré responsables a vosotros –les dijo muy airado. 

A los del comité provincial de Valencia les faltó tiempo para llamar al comité de Llíria: «soltarlo, que no queremos problemas con Furriol». Cuando sacan de prisión a Salvador diciéndole que lo llevaban de nuevo a su casa, este pensó que era un pretexto para «liquidarlo» en algún descampado. Tras dejarlo con su familia le dijeron que no se le ocurriese salir de casa o no respondían de su seguridad.

Por esa misma época se da el caso de las monjas asesinadas por desconocidos en la carretera de Buñol a Godelleta, concretamente en la partida de «La Fuente de la Virgen». Enterado Vicente, acude presto al lugar de los hechos en compañía del tío «Rómulo», el chófer, y allí se encuentran con dos mujeres muertas y una tercera herida grave, que dice ser sor Gregoria. A preguntas de Furriol, la mujer herida identifica a las fallecidas como sor Josefa y sor Dolores, añadiendo que son de la Congregación de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados del Asilo de Requena. Recogen a las tres en el coche, depositando a las fallecidas en el cementerio y trasladando a la herida al Hospital Provincial de Valencia. 

Al siguiente día acude Vicente al hospital a interesarse por el estado de sor Gregoria y viendo que aún no había sido atendida, protesta airadamente, pidiendo explicaciones al primer médico que encuentra. Como quiera que se iba elevando el tono de la protesta, acude el Dr. Beltrán Báguena, que estaba en una dependencia próxima y, al verse ambos, se reconocen y se saludan. Beltrán desconocía el asunto y Vicente, ya algo más calmado, le expone los hechos. La religiosa es inmediatamente atendida. Durante las semanas siguientes, Vicente le hace algunas visitas más, hasta verla fuera de peligro. En una última visita, ya más espaciada, no estaba sor Gregoria. Le dicen que ya estaba muy recuperada y le dieron el alta, porque deseaba incorporarse cuanto antes a sus tareas religiosas. 

En 2001 las hermanas sor Josefa y sor Dolores serían declaradas mártires de la Iglesia y beatificadas por Juan Pablo II, junto con otros 231 mártires españoles. 

Vicente, como responsable del orden público, monta un dispositivo de control en todas las entradas y salidas del pueblo. Con este filtro, todo forastero tiene que identificarse y justificar su entrada. Furriol quiere evitar a toda costa casos como el de las monjas por parte de incontrolados foráneos o miembros de otros comités, dispuestos a cualquier desmán. De este modo también evitó la destrucción o quema de los archivos parroquiales, como ocurrió en muchos lugares de España, que perdieron para siempre esa valiosísima fuente de datos, de su gente y su historia. Así pues, gracias a Vicente, hemos podido documentar, con datos fidedignos, algunos personajes de este libro que, de otro modo, habrían quedado incompletos.

Se da la curiosa circunstancia que en Buñol sólo había cuatro coches, cuyos propietarios eran los médicos Pompeyo Criado, Facundo Tomás, Francisco Garcés y Aurelio Silvestre –parece ser que este último era farmacéutico–. Ocurrió que vino un escrito de Valencia ordenando requisar estos vehículos para el comité de la capital. Entonces Vicente contesta adjuntando un documento según el cual ya los había requisado para el comité local. De ahí que sus propietarios, agradecidos, ponían sus coches a disposición del alcalde. Cada vez que necesitaba uno, se lo ponían en la puerta del ayuntamiento y, en ocasiones, hasta con chófer.

Una de sus famosas actuaciones ocurre un día cuando un miembro del comité local se presenta ante él con cuatro vecinos simpatizantes de la derecha y le entrega un escrito que autoriza la detención y ejecución de los cuatro. Vicente, al mirar el escrito y reconocer la letra, le dice al emisario: «está bien, mañana reúnes al pueblo en la plaza y tú, personalmente, te vas a encargar de fusilarlos uno por uno». El otro palidece y se niega, pero viendo que Vicente no cede, se come (sic) el escrito.     

Al finalizar la contienda, el gobierno de la dictadura instruye causa contra el alcalde de Buñol, condenándolo a muerte. Es entonces cuando Salvador Domingo, respaldado por el pueblo entero, interviene y testifica en su favor, declarando deberle la vida a Vicente quien, al término del proceso, es absuelto. También sor Gregoria defendió a Vicente, avalándole y testificando en su favor, declarando que le salvó la vida. La situación y los papeles se habían invertido. El sacerdote y la monja cuyas vidas estuvieron en peligro sólo por el hecho de ser religiosos y fueron salvados por Vicente, son ahora quienes salen en defensa de este, cuando su vida está en riesgo sólo por el hecho de ser comunista. ¡Qué grandeza la de estas personas, ante la sinrazón de tanto radicalismo ciego! 

El mandato de Vicente fue ejemplar. Sin pretenderlo, estaba haciendo pedagogía de lo que todo ser humano, político o no, debe asumir como principio inviolable: que la vida humana, la dignidad de la persona y el respeto a su libertad y creencias deben primar sobre cualquier credo o ideología. ¡Qué ejemplo, el de Vicente, para la mayoría de los políticos de entonces y de ahora!

El Ayuntamiento de Buñol, como no podía ser de otro modo, dedicó una calle a este ejemplar alcalde tan querido y respetado por todos.

Del libro «La villa de Buñol en el tiempo»
–2ª edición– (Con permiso del autor).

Fuente de imágenes y datos: 

– José Furriol Tamarit (hijo del personaje).
– Colaboradores y hemeroteca.

Juan Simón Lahuerta
Buñolerómano

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