Cuentos del Castillo de Buñol. El bandolero.

Con estos cuentos y relatos quiero hacer homenaje y valorar la gran joya que tenemos en este pueblo, un castillo medieval con toda su fuerza e historia. También a  aquellas personas que con la «Asociación amigos del Castillo de Buñol», en la cual se encontraba Facundo Tomás y otros integrantes, supieron apreciar esta fortaleza y darle la importancia que se merece. Como dijo el poeta: «Cuántos castillos hay en el país, pero yo tengo éste y es único». 

Cuando Juan, acabando de huir de una tropa de realistas por el Camino hacia Madrid, se topó con una escuadra de soldados franceses, se le ocurrió que era más resbaladizo que una serpiente. Los primeros llegaron a dispararle mientras asaltaba a dos jinetes a la altura de Siete Aguas pero él, con su viejo trabuco, le abrió el pecho a uno de ellos. El otro, sable en mano, fue tras él. Juan le esperó en la pared caída de la vieja posada, allí le lanzó una jabalina, con tan buena puntería que caballo y jinete cayeron al río, ahogando el caballo al soldado y viceversa.

La mala suerte hizo que una avanzadilla de rastreadores del General Moncey le viesen correr a la altura del Monte Jorge. Creyendo los gabachos que era otro rastreador que estaba espiando los movimientos  de la Gran Armée, se lanzaron al ataque como perros furiosos sobre Juan. Se dividieron en dos grupos, comandados por un cabo una, y por un suboficial otros. En total, cuatro contra uno.  Juan «el bandolero», así le llamaban, que los vio, no tuvo miedo, incluso les saludó con la mano antes de correr como una liebre entre aliagas y algarrobos. Allí tendrían su fin los pobres franceses, entre algarrobos y romero.

A la altura del citado Monte, y escondido sobre una roca que entorpecía el camino para acceder a la parte oeste de la villa, les esperó. Su armamento era poco pero eficaz, el viejo trabuco ya cargado, un sable que había quitado a los realistas y dos cuchillos de grandes dimensiones, además de un saco de pólvora que llevaba bien enrollada en la mochila, que también había quitado al soldado machacado en Siete Aguas.

Merde. –dijo el francés, al no poder avanzar por el camino debido a la piedra que estaba en medio. Pero fue su última palabra en este mundo, pues Juan, sin dudarlo, se abalanzó sobre él dando un gran salto y le rebanó el cuello. El otro, mientras sacaba el fusil de la cabalgadura, recibía un fuerte disparo en la cabeza que le propinó Juan desde cuerpo a tierra.

Juan, sabiendo que los otros dos gabachos estarían cerca, no dudó en huir y esperar mejor ocasión, no sin antes robar fusiles y balas de los soldados franceses.

Cuando estaba bajando hacia el rio de la villa, les vio cómo le señalaban desde Carcalín, y empezaron a dispararle. Los caballos no se atrevieron a bajar por aquella pendiente tan abrupta, cosa que aprovechó Juan exitosamente. 

Juan les gritó desde abajo:

–¡Si no queréis morir, volver a vuestro país, gabachos!

Los franceses, al ver que iba a ser muy difícil atraparle o matarle, dieron la vuelta por un camino que llevaba a una vieja ermita derruida. Juan se lo imaginó y subido a un viejo algarrobo les esperó mientras se comía una hogaza de pan con chorizo.

Al poco, estaban a unos metros. El cabo y el soldado, sus caballos, imponían, pero Juan «el bandolero» no pensó en eso mientras saltó de la gruesa rama del árbol, y antes de llegar al suelo disparaba con el fusil del realista. El cabo cayó al suelo malherido, pero el caballo le aplastó la cabeza en el alboroto de la huida. El otro francés logró disparar pero no acertó. El cuchillo de Juan ya había salido hacia su pecho bordado de intensos colores. La sangre brotó como un manantial y caballo y soldado salieron de allí, el francés ya muerto y el caballo asustado por tanta barbarie y gritos.

Pero Juan «el bandolero» no se imaginaba que tras esa escuadra de cuatro hombres venía un fuerte ejército de más de un millar, y no podía avisar a nadie, pues lo encarcelarían por sus diversas fechorías en el Camino Real.

Decidió que lo mejor sería irse al Castillo y allí esperar a tanto gabacho. Tenía la certeza de que se alojarían allí camino de Valencia. Esperó que anocheciese para buscar un escondite y hacer todo el mal posible a esos invasores, aunque le costase la vida.

Pero cual fue su sorpresa que, cuando llegó a la cuesta, ya vio soldados entre las murallas. Estaban quemando casas y se escuchaban gritos de vecinos. Estaba la tarde cayendo ya y la luz desapareciendo, así que se dio prisa y subió a la torre mayor como pudo. Desde allí se divisaba toda la plaza de armas, y además el palacio, donde seguramente estarían los peces gordos. Esa era su plan, cargarse a los generales y a los que se pusieran por medio.

Vio demasiado gabacho para él solo, incluso llevaban piezas de artillería, diez cañones y mucha munición, caballos y tropa.

Bajó y se escondió a las afueras de la plaza, entre balas de paja para las mulas. Dio la casualidad de que se sentaron dos soldados allí, y se encontraban de espaldas a Juan, lo que le vino muy bien para asestarle dos puñaladas en el cuello a cada uno. Los puso detrás de las balas de paja mientras desnudaba a uno de ellos. Se puso el uniforme rápidamente, pero no pudo evitar la sangre que manchaba todo el uniforme azul. No importaba, lo cubriría con una capa. Se puso el gorro y cogió fusil y sable y se fue calle adentro hasta el palacio de los Condes. 

Como estaban todos de juerga, comiendo y bebiendo, la guardia era mínima, en la puerta de palacio solo había un cabo, al cual le metió la bayoneta mientras le sonreía e insultaba en español, cabreado. 

Dedujo que estarían en primera planta debido al gran alboroto que se escuchaba. No tuvo miedo, entró y disparó a ciegas. El primer tiro atravesó a dos capitanes que estaban abrazándose cantando la Marsellesa. Dos machetes volaron enseguida hacia Moncey y su mayordomo, cayendo ambos con el cuchillo en el abdomen. Los tres restantes, que sacaron sus sables, fueron cayendo uno a uno por la ventana que daba a la vieja bóveda. Como ya no quedaba nadie allí y la mesa estaba llena de carnes variadas, se sentó y comió embutidos y carne de cordero regado por vino, que no dudó que era de su pueblo, todo robado y saqueado.

–Malditos gabachos. –dijo, y se puso a disparar por la ventana alcanzando a varios soldados que no sabían si era broma o verdad, de borrachos que estaban. Un disparo alcanzó a un caballo y provocó el pánico entre mulas y caballos que estaban en la iglesia guardados, lo que aún mató a más gabachos que huían por todas las calles, resbalando y rompiéndose piernas y brazos por doquier. No satisfecho, bajó a la plaza de armas tan cabreado que metió plomo a todo lo que se movía. 

Los franceses, creyendo que era un asalto de españoles que habían venido desde Valencia, empezaron a disparara como locos, y se mataban entre ellos, provocando una gran humareda que se divisaba desde el Alto Jorge. Los vecinos del pueblo, viendo tal situación y creyendo que el Rey Fernando había venido en su ayuda, cogieron lo que pudieron de sus casas, desde hoces hasta hachas y viejas escopetas, incluso arcos, y subieron en estampida por la cuesta entrando como vikingos en la plaza, golpeando y disparando a todo lo que se movía. 

Los franceses, viendo aquella magnitud de locura, saltaban muchos de ellos por las murallas creyendo que estaban bajas, lo que les causó más muertes todavía, cayendo unos encima de otros, y además les esperaban vecinos en retaguardia, en cualquier calle que salía desde el castillo.

Juan, ante tal disparate, se asustó tanto que puso pies en polvorosa, pues sabía que si le veían lo matarían también, pero viendo a tanto héroe en aquella plaza en la que de niño jugaba al escondite y ahora a sangre y fuego, no tardó en gritar desde la Torre: –¡Viva España! Viva el Rey! 

Y todos miraron arriba y le reconocieron, y quedaron asombrados porque no dudaron que todo había sido obra de ese, de Juan «el bandolero». Los pocos franceses que lograron huir no duraron mucho entre las montañas valencianas y sus bandoleros. En realidad, Juan sería perdonado por sus fechorías, pero él nunca lo supo y se fue hacia Castilla a matar gabachos.

En el Castillo hay una placa que así dice:

«A Juan Velázquez «el Bandolero», que liberó a su pueblo del invasor francés aquella noche de uno de julio de MDCCCIX, matando a Moncey, par de Francia y General de Napoleón».

Esta placa, que está muy deteriorada, se encuentra en una de las paredes de la Torreta, la que da  al portón.

Rafael Ferrús Iranzo
Buñol literario

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