Cuentos y leyendas de Buñol: El desaparecido.

Jamás podré decir que nunca me perdería en un lugar boscoso, de pinos y matorrales, de aliagas. Todo sucedió una tarde de noviembre, cuando la bruma y la niebla, en la tarde gris, invadió todo el bosque.  Aquella tarde salía del cementerio sobre las cuatro y decidí visitar a un amigo que vive en la zona llamada Las Partidas cerca de La Condesa. 

Este amigo estaba atravesando una fuerte depresión y su afición a viejos libros del Nigromante y otros le habían trastornado hasta casi la locura. Aún recuerdo sus atrevidos cuadros expresionistas y sus colgantes telares en las ventanas góticas de sus casa. El mensaje que había recibido me había dejado muy preocupado. Decidí ponerme en marcha y atravesé Carcalín y la fuente la Teja; después, a paso ligero, a toda marcha, La Condesa y la Rambla ya casi anocheciendo.

Allí estaba su casa, en tenues colores dorados, al atardecer. La ciénaga que la rodeaba exhalaba una verdosa neblina que dejaba atónito a cualquier espíritu mortal. Las paredes, de un blanquecino estado, su negro tejado, sus columnas no eran columnas, eran como brazos soportando el peso de esa mansión. Las ventanas no eran ventanas, ojos en fuego y brasas parecían asustar al pobre viajero que allí llegaba. El ambiente en general era de un cuento de Graham. Toqué a la puerta barroca y oscura. Al instante se presentó mi viejo amigo. Su aspecto era cerúleo y desolador, sólo sus ojos eran dos focos de linterna encendida y brillante.

Lo que sucedió en aquella casa en la maldita tarde de noviembre no es de interés, sólo quería salir de allí cuanto antes. Me despedí con prisa y dejé en un total abatimiento a mi amigo de la infancia. La ciénaga me saludó con un olor a muerte que sólo hizo que apresurase el paso hacia el camino de La Condesa y despareceriera. La noche se había echado encima y sólo llevaba una linterna. El frío era intenso y el viento recordaba al cortarme la cara que no tenía que haberme quedado hasta tan tarde, pero toda reflexión era ya en vano. Mi objetivo era encontrar la carretera que me dirigiese hacia la villa. Pero cuál fue mi sorpresa al dar la vuelta al pedregoso camino al encontrarme de nuevo con la vieja mansión. Cómo podía ser si había caminado sobre media hora. Sólo había una explicación, estaba dando vueltas en círculo y estaba perdido, perdido y desaparecido.

La concepción fantasmagórica de la casa, con los farolillos dorados en la lejanía, las ventanas como ojos inquietantes y rojizos observándote, me hizo caer en una profunda desesperación y terror. Escuché unos gritos desde la casa, unas llamadas o alaridos. Mi desdichado amigo me llamaba desde el portal. Su voz, mejor dicho, sus sonidos eran como de auxilio más que de aviso. 

Cuando estuve frente a él, me dijo 

–Entra, corre, entra y te cuento.

Con voz jadeante me relató la siguiente historia. El viento afuera empezaba a ulular y emitir sonidos cada vez más definidos, como voces de personas. 

–Como sabes querido amigo –empezó a contarme–, mi hermana falleció hace unas semanas, ya sé, ya sé que no pudiste acudir al funeral, pues estabas de viaje. Pues sí, hice construir una galería y en ella un panteón donde enterrarla. En este magnifico mausoleo se encuentra, bueno, eso creo. 

En ese instante un crujido paralizó el silencio de la estancia. Mis temores sobre la locura de mi amigo iban aumentando, mientras su rostro palidecía y sus ojos se fijaban todo el tiempo en la puerta que daba al jardín.

–Con todos los permisos necesarios –prosiguió– logré que estuviese a mi lado para siempre, en el sepulcro que ahora te ensenaré. 

Yo sabía que estaba muy unido a su hermana y que su muerte le había afectado notablemente, pero mis temores sobre que algo grave iba a ocurrir aumentaban.

–Vivíamos holgadamente los dos de la herencia familiar. A ella le gustaba pintar, como sabes, mira sus cuadros.

En las paredes, con cortinas oscuras y velas, candelabros e instrumentos musicales, se veían grandes cuadros, que ya en la penumbra clamaban obras siniestras. Sólo pude alcanzar a ver la cabeza de un caballo blanco y un jinete enlutado.

–Ella enfermó –seguía contandome mientras su voz ya temblaba– y no hubo nada que hacer. Bueno sí, antes de morir escribió una serie de normas u obligaciones que yo tendría que hacer. Entre ellas, construir el panteón antes nombrado, que sería su tumba y, bueno, lo peor.

En ese instante los ojos de mi atormentado amigo se quedaron mirando la puerta de nuevo, pues un nuevo crujido, esta vez más fuerte, se escuchó. Yo me levanté acelerado dispuesto a ir hacia esa puerta que conducía al jardín. 

–Detrás del jardín está el panteón, amigo. No vayas.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Él anadió: 

–Sí, su útlimo deseo fue hacer una especie de laberinto, en el cual tú te has perdido esta noche. Tú y muchos –y rió frenéticamente.

En ese instante supe que mi suerte estaba echada y que tenía que salir cuanto antes de aquella locura. Pero era tarde, un nuevo golpe, como si rompiesen con un hacha una muralla, me dejó sin latidos. Mi amigo cayó en colapso mientras, señalando la puerta, decía: 

–¡Es ella que vuelve, es ella que vuelve! –y cayó entre risas y coágulos de sangre en la boca.

No me dio tiempo más que a salir corriendo. Mi amigo, ya medio muerto, gritaba:

–¡Al laberinto no vayas, no, no!

Salí de estampida, pero puede ver en la puerta de la casa a la hermana como un ser alto y a su vez hermoso, con sus cabellos al viento y amortajada, gritando mi nombre al viento y a la noche, quieta, inmóvil, como esperandome.

Corrí, corrí y dejé la casa de Las Partidas tras de mí, con sus dos ventanas como dos ojos de sangre y dorados que me perseguían. Los setos a mi derecha e izquierda situados en el camino de entrada a la casa oscilaban sobre ellos mismos como movidos por una fuerza sobrenatural e invisible. Corrí, corrí. Dos perros negros me seguían a gran velocidad. Era tarde, ya estaba adentrándome en el laberinto. Los perros tras de mí. 

Después de varios caminos recorridos y ya jadeando, vi la luz de la casa, y allí estaba la hermana esperándome con los dos perros a ambos lados. Huí de nuevo y siempre el resultado era el mismo, ella esperándome al final del laberinto. 

Así espero mi fin, igual que cientos de infelices como yo que cayeron en tan siniestra trampa. Damos vueltas perdidos en un mundo sin fin, hasta dar con ella. Y los que ya no pueden más, sin aliento caen ante sus pies y bajan al panteón o al infierno, no sé. 

Creo que me quedan unas horas, ya no resisto más y no hay salida. Estoy en el laberinto de la casa de Las Partidas. Que Dios se apiade de mi alma.

Veo en el cielo oscuro una claridad rojiza, una luna roja. Mi última visión antes de la muerte.

Ya ella se va acercando, noto un frío intenso. Los ladridos de los perros me van a hacer desmayar. Mientras, ya crujen las puertas del panteón, se abren para todos nosotros, en esta fría noche de diciembre.

Rafael Ferrús Iranzo
Buñol histórico

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