Cuentos y leyendas de Buñol. La verdadera historia de Michael Myers

Aquella tarde de octubre nunca la olvidaré. Caminando hacia el cementerio, el fuego abrasador del crepúsculo absorbía todo mi ser, las espesas nubes rojas y lilas me mareaban, llegué a pensar que padecía el síndrome de Stendhal.  El cielo  rodeaba amenazante y un fuerte olor a jazmín perduraba. Tanta belleza y melancolía a la vez hacía palpitar mi corazón bruscamente mientras ya aceleraba el paso hacia la puerta oxidada del campo santo. 

Sobre mí una bandada de estorninos se machacaban en los cipreses para coger un sitio donde dormir. Absorto de nuevo ante ya el cielo gris y amenazante de tormenta y los pájaros negros rompiendo la tarde brumosa decidí apoyarme en un banco de la entrada. A lo lejos las nubes formaban monstruos y dioses desconocidos en formas cambiantes y amenazantes, los azules pasaron a negros y otros colores que la acuarela celeste ya no tenía.

Crudas gotas frías empezaron a caer. Un trueno lejano se escuchaba a la altura del Monte Jorge, los coches pasaban a gran velocidad huyendo, quizás de la tormenta, o de ellos mismos. Bajo el ciprés centenario y hueco esperé a que descargase la furia de los cielos sobre la ciudad. Pero no me dio tiempo a pensar más ni a recitar algún poema de Bécquer ante tal espectáculo propio del romanticismo caduco y a la vez glorioso. Un coche se acercó hacia el cementerio. Sus potentes luces amarillas me cegaron por unos segundos. Debajo del ciprés, ya con lluvia fina cayendo sobre todo, observaba aquella escena. El auto fúnebre aparcó. Salieron dos hombres con trajes grises difuminados en el paisaje y abrieron sus paraguas. El coche se quedó con el motor en marcha. A través de los cristales se veía la figura del conductor mirándome. Salió el encargado del cementerio y habló con ellos. Comprendí enseguida que se trataba de personas extranjeras. La matrícula no era blanca, era amarilla, pero no podía ver sus números ni la banderita que llevaban. Los dos hombres entraron, el operario del camposanto se quedó en la puerta también mirándome, quizás aguardando como yo una respuesta. Me acerqué al operario:

–Hola, va a descargar bien… me ha cogido paseando. Creo que voy adentro a resguardarme.

–Sí, pasa, que está muy oscuro ya.

–¿Hay entierro ahora o ha pasado algo? –dije yo mientras miraba de reojo al Ángel del Silencio entre la lluvia intermitente.

–Son extranjeros, americanos, creo. Hay uno español, el del coche. Traen el féretro desde Estados Unidos y no sé qué me han explicado… de enterrarlo aquí. No me digas el porqué.

–Qué raro. Mira, ahora sacan el ataúd del auto. Y va como cubierto de acero o plomo. 

El americano se encargó de sacarlo, pues el conductor seguía como agazapado entre el cristal y el volante, mirándonos, sin apagar el motor. El féretro lo depositó en una camilla que también sacó del maletero, pues era un auto muy grande… Con bastante esfuerzo entró al camposanto, seguido del encargado, el cual me miró con rostro mas bien de temor que de sorpresa. En la entrada se detuvieron y sacaron una carpeta con papeles, que entregaron al encargado, que los llevó a su pequeña oficina. Al alejarse con el muerto pregunté al operario del cementerio quien era el cadáver. Él, ya más nervioso que yo, me entregó el papel. El corazón me dio un vuelco. ¿Cómo podía ser? En el papel se leía: «Corpse: Michael Myers. 1962-2000. Haddonfield».

Vaya –pensé–, se llama como el asesino misterioso de Halloween. 

No cabía duda que era una coincidencia. Ese nombre con esos apellidos sería bastante común en su país, pero en la otra cuartilla había una foto, la foto de la película, de Michael Myers con su blanca máscara de latex, con máscara y sin ella, y un informe policial que decía Confidential. Mi primera corazonada había sido certera, estaba ante el cadáver más famoso del cine, pero real. ¿Pero qué hacía aquí en Buñol semejante ser? Entonces, existió de verdad y ahora lo ocultan lejos de su país, me preguntaba sin cesar. Y ya, como un flan, traté de averiguar donde estaba el operario del cementerio, quería explicaciones y rápidas.

La tarde caía lenta y acuosa, yo me encontraba escondido entre una cruz marmórea y un panteón familiar esperando quizás una respuesta a aquella situación propia de un relato de Poe. Quise asomarme pero la verdad es que me daba miedo el tío del coche, el cual me seguía viendo desde el auto en marcha a través de la entrada.Ya mojándome y con el crepúsculo apagándose, se escuchó un ruido sordo y metálico, como si algo pesado hubiese caído al suelo. Después, gritos desgarradores y carreras. El auto fúnebre dio marcha atrás y dando una brusca curva allí mismo salió a toda velocidad del aparcamiento del cementerio. Pude ver las letras amarillas sin numeros de la matricula y la bandera americana en medio. Y una I mayúscula, Illinois.

Los gritos cesaron y escuché a alguien que se acercaba a toda velocidad hacia mí. Jadeando, su cara manchada de sangre, ví al encargado del cementerio salir como alma que lleva el diablo hacia la salida. Subí las escaleritas hacia la siguiente calle. Había un silencio espeso que olía a sangre. Pasé la tercera calle, la cuarta.

–Dios mío –grité para mi interior. Un escalofrío me sacudió–. ¿Qué pasa aquí? –grité.

La escena que al final de la calle se veía era digna de película, sí, de película de Halloween. Allí estaba Michael Myers, mirándome, y apuñalando al americano. El ataúd forrado de plomo estaba quemado, el americano yacía en el suelo en un charco de sangre y Michael Myers ahora me observaba. Su careta blanca brillaba entre la sangre y fuego del final del la calle de fosas. ¿Pero qué hacía aquí en Buñol semejante asesino, existía de verdad? Mi cerebro recapituló la película de John Carpenter y su música que tanto admiré en el film. Ahora, la realidad superaba la ficción, y estaba en peligro.

La famosa música se empezó a escuchar por todo el cementerio mientras él se me acercaba con cuchillo en mano. No corría, andaba rápido hacia mí, impasible, tétrico, como en el maldito film del cual era yo protagonista. No había suficiente carretera para mi larga huída. Corrí, corrí hasta el parque de la Violeta y paré para poder esconderme, no podía más. La lluvia había cesado pero la oscuridad era total, las farolas de la carretera estaban apagadas y no había tráfico. Daba igual, pues me esperaba cerca, había atajado y no sé cómo. Myers se alzaba sobre la colina del cementerio viejo. De entre los pinos y algarrobos pude ver su siniestra figura mirándome, esperándome, quieto y seguro de sí mismo.

Yo le grité desde abajo: –¿Cómo puede ser qué seas real, quién eres?, ¡quítate la máscara!

Él no se inmutó, seguía mirando, en la última noche de octubre. Caí que era víspera de Todos los Santos y mi sangre se heló. Elevó el cuchillo que llevaba y comenzó a bajar donde yo estaba.  La calma era total, sólo se escuchaba el crujido de sus pasos al pisar la leña seca. Ahora el camino era inverso, tenía que volver de nuevo hacia el cementerio y comprobar si el americano estaba muerto y por qué estaba aquí Michael Myers. Cuando traspasé la puerta el silencio me paralizó, pero pude llegar hasta el cuerpo del americano, el cual aún se movía. Me acerqué y, arrodillado junto a él, le pregunté qué era todo esto.

El americano balbuceó: –Venimos desde Haddonfield, Illinois,. Michael murió en un centro médico de la ciudad de algo del corazón, después de haber estado ingresado en un hospital, altamente custodiado. Un día señaló con el dedo una cuartilla y un lápiz que había sobre la mesa de su habitación, él no habló nunca. En esa nota apuntó que quería ser enterrado en Buñol, España. Nadie conocía su pueblo… -En ese momento, mientras hablaba en un torpe español, el americano escupía sangre– …Al enseñarle la nota al doctor Loomis se quedó mudo y dijo –Sí, conoce ese pueblo de España, es la unica vez que le he visto sonreir a este monstruo, fue hace un año cuando la Universidad de Illinois trajo el documental para distraer a los internados, el documental sobre una fiesta extraña, sí, un experimento de esta Universidad que sólo trajo problemas para estos locos, la fiesta se llamaba La Tomatina… –El americano ya no podía tragar más su propia sangre, y expiró.

–¡Dios mío, qué absurdo! El personaje era real, siempre existió, y es… es inmortal… nunca murió de verdad, ni siquiera en la ficción.

La noche, como cuchilla lacerante, se me atragantaba, no entendía nada, pero como ya dije antes, la realidad supera la ficción. Myers ya estaba aguardando al final de las fosas, en la última calle. Su careta blanca brillaba con la lluvia, que de nuevo se deslizaba sobre el camposanto. Avanzaba lentamente hacia mí, con cuchillo en mano. ¿Quién podría detenerlo? Ni siquiera los directores de sus películas podrían,  habían creado un mito, un mito terrible, un demonio, y varios morirán esta noche, noche de Halloween. Noche de Ánimas, noche de muertos, a Michael Myers le da lo mismo como la llamemos.

Nota del biógrafo de Myers.

Michael Myers existió en la realidad, pero en su infancia no mató a nadie. Fue un asesino en serie de la localidad de Haddonfield y otras ciudades del Estado de Illinois. El director John Carpenter  le conoció en el sanatorio de Georgetown, lo que le inspiró la primera película de la serie. Michael Myers escapó varias veces de los sanatorios y asesinó a varias  personas en Haddonfield, hasta que fue apresado. Falleció debido a complicaciones del corazón. Su cuerpo fue trasladado a la ciudad española de Buñol, donde está sepultado en su cementerio local al día de hoy… 

…Pero no estamos seguros.

Rafael Ferrús Iranzo
Buñol literario

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