Cuentos y relatos de Buñol: El lector.

Como era de esperar el tiempo pasa y para la revista asíesbuñol magazine, también. Ahora cinco años después y en la tarde ventosa de diciembre escribo estas líneas para el merecido homenaje de esta nuestra revista que, ante todo, ama a su pueblo, más allá de ideas o impresiones. Ama, así de sencillo, a su pueblo, su historia, sus costumbres, sus fiestas y sus gentes, y con autores de la villa que les aporta ilusión y fuerza.  Ver una foto antigua, un personaje fallecido, un paisaje triste o una calle engalanada, una escena de caza, un río en ebullición por la gota fría, una simple foto de naturaleza propia… en fin Así es Buñol. Y aquí os dejo, una vez más, un relato de misterio, siempre con Buñol como fondo.

Le ví en la vieja biblioteca una tarde ocre de otoño frío. Su abrigo largo y negro, su cabello oscuro y su tez amarillenta, sus ojos, mejor no nombrarlos.

Sentado en la vieja silla, frente a la gran ventana, donde aun parpadeaban los últimos rayos del ocaso, me preguntaba que libro estaría leyendo. Me hice una apuesta y nombré varios autores que a mi también me pesaban. Descarté la poesía, pues el libro era grueso. 

Niebla, de Miguel de Unamuno, o quizás Relatos, de Jorge Luis Borges. No, parecía por su tonos azules ser un libro de filosofía. ¿Sería Kant o Hegel?  Me levanté sigiloso de donde estaba y por atrás traté de visualizar algo. Vi sus largos cabellos, su sombrero sobre la mesa. Su cruz, sobre su pecho, metálica y plateada, se movía cada vez que pasaba la hoja del misterioso libro.  Un perfume denso y violáceo me inundó y tuve que agarrarme a la silla de al lado, y las lágrimas corrieron sobre mi mejilla al poder distinguir  el título de aquella obra. 

La tarde caía lenta y los pájaros tropezaban contra los pinos de la calle, los estorninos daban sus últimos cantos del día que ya no volvería. A lo lejos, la torre de la Iglesia apuntaba al cielo. A su lado, varios ejemplares de antiguos numeros de Voces de Buñol. Cerca de la ventana, el viejo bibliotecario revisando antiguas revistas de terror.   

Al verme, se levantó de su silla en un brusco movimiento, pero enseguida siguió leyendo y yo disimulé mi curiosidad. Al asomarme al ventanal y ver la tarde morir, no pude más que dar gracias por sentir todo el peso de aquellos libros y revistas sobre mi mente, desde comics de la infancia hasta poesía, desde aventuras hasta libros de viajes y de museos, de obras de arte y grandes enciclopedias. 

Las nubes se evaporaban en cúmulos y espasmos naranjas, ya no volvería ese día de diciembre jamás, pues ya dejamos de ser eternos, y caducos miramos nuestro devenir. Con gran melancolía y ante aquella belleza de villa, orgulloso de mi pueblo y recordando la infancia perdida, noté su mano sobre mi espalda. El frío en forma de latigazos sacudió mi cuerpo, un perfume de santo gigante y poderoso, olor a rosas y violetas, me mareó.

Y dijo con voz potente:

–Yo soy El Lector, recorro pueblos y villas, ciudades y puentes, me anticipo a un fuerte brazo que pronto conocerás, donde los libros desaparecerán, y todo se condensará en un pequeña caja metálica. Mira la mitad que este libro.

Yo no entendía nada, pero su perfume y su fuerza me cautivaban, sus ojos eran huecos y sin color, su boca ovalada emitía un sonido silbante y misterioso. A veces levitaba sobre el suelo y tenía que mirarle hacia el techo. Y siguió diciendo: 

–Desde el principio sabía que me observabas, soy El Gran Lector, y sé lo que piensas y lo que te mueve. Debes procurar, amigo mío, –en ese momento desapareció  y volvió a aparecer pero de otro color como mas oscuro– Debes procurar seguir con los autores y sus obras, protegerles del gran brazo que vendrá. La suerte está echada y el futuro no se puede detener. El espacio está rugiente y es finito. Nos vigilan desde siempre y quiere que su tecnología nos impere y pronto.

Y cogió el libro azulado y me lo dio. Mi cuerpo tambaleó al tenerlo en mis manos, que temblaron al son de la muerte y la vida, al son de las voces de los seres queridos que ya no están, de los santos y ángeles que custodian nuestras vidas, y de demonios que ahora se entrelazaban entre las viejas paredes de la biblioteca de aquel castillo abandonado. 

–Lee, lee. –me vociferó– Lee su título si no quieres morir aquí mismo.

Sus ojos negros y huecos me quemaban, y su boca gutural y vacía de todo me gritaba sin cesar. –Lee, lee, lee… su título, dímelo, ¡dímelo!

Pasó una nube de imágenes ante mí como un relámpago en la tormenta que ilumina la llanura y se puede ver la figura espectral en segundos. Así lo ví yo. Pude ver y sentir el devenir de hermosos y famosos poemas, tramas e historias de novelas históricas, caras de autores en su vida cotidiana, escribiendo o luchando en guerras… todo fue veloz y me dejó sin fuerzas.

–Te diré el titulo, Gran lector.

Y entre lágrimas y sabiendo conocer el último día, el canto del pájaro, y ver la gota caer de la fuente olvidada del monte amado, el juego del niño alegre en la calle querida, la mujer amada mirando la nube del ocaso, el río de los años y sus mensajes sin descifrar…

–Los Cien Crepúsculos de la Villa –le dije–, pero no sé el año en que se escribió ni su contenido.

–Así es, búscalo y entiéndelo, esa es tu misión vital. 

La noche ya había caído y el ente desparecido, el Gran Lector había dejado su obra y su orden.

Ahora había que cumplirla. Todo estaba en aquel libro que todavía no he encontrado, y por otra parte ya está llegando su profecía, el brazo metálico y técnico que aun no sé qué es.  Empieza a llover en el brumario ocre y en las calles de la villa al bajar el castillo olvidado aún puedo sentir su perfume violeta y denso. Nunca olvidaré al Gran Lector.

Rafael Ferrús Iranzo
Buñol histórico

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