Cuentos y relatos de Buñol: La endemoniada.

*Nota del autor: este relato es ficticio e inventado por mí, cualquier coincidencia con alguna realidad es meramente casual. Con estos relatos y cuentos quiero ensalzar y reconstruir una historia olvidada pero viva de mi amada villa de Buñol. Porque queramos o no Buñol ha tenido su historia, sus incidentes, sus vidas…

Cada vez que sonaba el reloj de la sacristía mi pulso se aceleraba, mis piernas temblaban y el miedo, mejor dicho, el terror, se apoderaba de mí. Ya eran las 6 de la tarde, ya era la hora del horror. Había que visitar a aquella chica de la calle de cuyo nombre no quiero acordarme, pues al hacerlo mis pelos se erizaban y un escalofrío recorría todo mi ser. 

–Vamos, vamos, Sebastián, ya sabes lo que toca ahora. Deja esos libros aburridos, ya tendrás tiempo de estudiarlos cuando seas sacerdote y los tengas día a día delante de tus narices.

–Pero, Don Joseph, no diga eso, son escritos de Santo Tomás sobre el alma –dije yo azorado y casi temblando por la repetida misión de todos los días. No me acostumbraba a las visitas.

Me llamo Sebastián y procedo de Castilla La Vieja, estudié en Tarancón después de cumplir los diceiseis años, el seminario se me quedó pequeño y quiero ejercer de sacerdote cuanto antes, y ahondar en temas filosóficos y desconocidos, como son el estudio del alma y las ánimas del purgatorio.

Mi paso por Salamanca y Avila dejaron una huella mística y renombrada debido a mis constantes viajes a lugares santos y perdidos donde quería encontrar la esencia de las ánimas.

Mis escritos fueron tirados a la papelera y quemados por la Inquisicion, por eso estoy ahora en esta villa perdida de Buñol, donde quiero acabar el exilio al que me han enviado, después espero ser sacerdote. Estamos en el año de nuestro señor de 1785 y esta iglesia está recién, su patrón es San Pedro y yo estoy de secretario de Don Joseph, el párroco.

No para de reñirme todo el día y de mandarme pero en el fondo es un buen hombre. Su larga melena gris y su gorro negro le dan un aire misterioso, e impone.

Se hacía tarde, iban a dar las seis y teníamos que correr.

Salimos de la sacristía a toda velocidad, después cerramos el portón de la parroquia y nos dirigimos hacia la parte antigua o casco viejo del castillo, allí estaba la casa, allí estaba el terror. La calle empinada, la Torre del Homenaje vigilándonos, el viento de marzo casi tirándonos, el estornino planeando sobre nuestras cabezas. El cielo rosáceo que se iba y ya no volvería. Ya en el crepúsculo, se distinguía la luz naranja de la ventana donde se encontraba la joven. Dios, no quería entrar, sus padres vivian abajo y estaban consumidos por el miedo, pero era su hija y eran ateos. Era una enfermedad,  decían…, pero los médicos no hicieron nada.

Cuando llegamos a la puerta, el viento cesó de golpe, se hizo de noche al instante, el estornino emitió un graznido que nos heló los huesos. 

–Sé valiente, hijo. Si morimos ante Él, iremos al paraíso, tú lo sabes, ¿no?. Habrá que vencerle hoy.

Lo sabía, pero creo que no estaba preparado para el martirio. Al entrar, un olor a putrefacción nos barrió, al instante una carcajada metálica se escuchó en toda la casa…

–¡Ya están aquí los de las seis! –y otra vez la carcajada y los gruñidos– Subid, subid, que os estoy esperando – dijo la chica o el ser que la poseía.

Al entrar en la habitación, la vela sobre la mesita, ella reclinada y su melena que le cubría el rostro. La ventana cerrada a cal y canto. Sus padres abajo, lloraban como todos los días.

–Saca las oraciones, Sebastián, hoy creo que va a ser disitinto.

Se me heló el corazón y mis vísceras de golpe.

–Pero, Don Joseph, ¿por qué dice eso? –dije yo.

–¿No te has dado cuenta que el crucifijo está normal, no está en el suelo y que ella está dormida? Creo, hijo mío, que mi misión acabará hoy. Acuérdate de no ceder en ningún momento, ni de mirarle a sus ojos. En caso de peligro, huye y refúgiate. Hoy me quiere destruir y lo sé. ¿Sabes?, al diablo también le gusta divertirse, pero llegó el final, hijo.

Tragué saliva y me ofrecí a San Miguel Arcángel, recé su oración sin parar. Pero debo decir que no hizo ningún efecto. Hubo un instante, quizás unos segundos, que el mundo se paró en aquella habitación. Vi mi vida pasearse por todo el recinto, ante mí. Mi creación, mis padres, mi Cuenca natal, un ángel que me miraba, un fuego rojo que me abrasaba, un niño mirando por la ventana… Fue tan rápido que acabé mareándome.

La chica, que se llamaba Micaela, se fue moviendo lentamente en la cama, se quitó el pelo de su cara y nos miró. Estaba normal, diría bella. Sus cabellos castaños eran ondulados y hermosos, su tez blanca, pero sus ojos… 

–¡No mires, no mires Sebastián!

Don Joseph sacó el librito de oraciones y su cruz de plata, y comenzó a gritar los versos.

Micaela nos miraba sin hablar. Su mirada era de otro mundo, sus ojos eran dos tizones que nos abrasaban. Me cogí del brazo de mi párroco, pero ya era tarde. Ella estaba sobre nosotros, en el techo, riéndose y hablando en arameo. Don Joseph, para defenderse, le clavó la cruz plateada en el pecho. La sangre le inundó el rostro y cayó desmayado.

Yo traté de huir pero la puerta estaba bloqueada. Don Joseph, en el suelo, exhalaba sus últimas palabras implorando a la Pasión de Jesús. Ella le pisó el cráneo y, como un espíritu transparente, se dirigía hacia mí.

Instintivamente oré la novena de San Miguel Arcángel, de forma compulsiva. Clavé mis ojos en los suyos y vi el horror, el infierno, mis pecados a flor de piel, figuras horrendas que no conocíamos… Mis ojos me quemaban y cuando ya sentí sus palabras huecas y su boca ovalada, que me iba a morder, vi una imagen de mí mismo saltando por un balcón antes de morir. En breves segundos vi un ser luminoso que me incitaba a actuar rápido. 

–Dios mío –grité. Y me lancé sobre Micaela, arrastrándola al balcón. Con enorme fuerza la empujé hacia la ventana y, desplazándola, salimos despedidos hacia la calle. 

Ya sobre el suelo empedrado, miré la Torre del Homenaje y pude tragar la sangre que me cubría la cara y todo el cuerpo, y sonreir al ángel que me había salvado el alma y ahora partía con mi ánima en una bandeja dorada.

Micaela estaba sobre mí. Lla hermosa muchacha, muerta y reventada del golpe, me miraba como perdonándome. Su rostro, aún bello y joven, me hizo llorar y aún pude rezar por su alma poseída, ahora ya libre y en el purgatorio. Pude arrastrame aún antes de expirar y ver como un ser o animal horrendo trepaba por la orre del Homenaje ululando y blasfemando en la fría noche de marzo. Se detuvo y me miró desafiante antes de desaparecer.

Y ya en mis últimos instantes, me sentí recogido y feliz e imploré por don Joseph y por Micaela y sus almas al ángel que ahora me abrazaba para trasladarme junto a la bandejita llameante.

Se comenta que esa noche de marzo, un extraño terremoto o movimiento de tierra partió en dos la Torre del Castillo. Y que durante varios días un grito metálico sobrecogió a sus vecinos. Y que gatos, perros y otros animales jamás tuvieron crías, y coincidió con varios fallecimientos por extraña enfermedad.

En la Villa de Buñol, a marzo de 1785.

Rafael Ferrús Iranzo
Buñol histórico

 

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