A la aparición de los primeros anuncios de tampax en la tele, le acompañaba un chiste muy malo: una madre le preguntaba a su hijo nacido varón qué es lo que quiere para Reyes y éste, con lengua de trapo propia de su corta edad, afirma con rotundidad que se pide una sola cosa: un tampón. «¿Pero qué dices hijo? ¿Sabes lo que es eso?» El niño confesaba que no tenía ni idea, pero que llevándolo podías hacer de todo: viajar, , montar en bici, nadar, bailar, subir en globo…
Este es el claro ejemplo de cómo el mundo audiovisual ha pintado la regla de un azul celeste limpio, puro y tremendamente antagónico a lo que supone la menstruación. Pero es que aparentar es lo que históricamente se le ha pedido a la mujer y el séptimo arte no ha estado ajeno a ello. Por eso se llama ficción.
Es curioso cómo fingir ha creado mitos y leyendas. Por ejemplo, en los años 30 del pasado siglo, una actriz rubia y voluptuosa llenaba portadas de revistas y periódicos con frases deslenguadas («El sexo es como una partida de poker: si no tienes una buena pareja, más vale que tengas una buena mano») y episodios escandalosos (llegó a ser encarcelada por inmoral). Sin embargo, Mae West, en su vida privada era muy familiar y tranquila. No bebía alcohol, no fumaba, no alternaba fiestas… y cuidaba de su familia, incluidos padre y hermanos. Vendía una imagen con la que le llovían papeles. Puso en jaque a la censura sin ni siquiera tener que desnudarse. Su inteligencia para crearse una marca la llevo a manejar muy bien cada escándalo que ella misma provocaba, con la consiguiente repercusión mediática que se traducía en publicidad gratis. En su época jugó el rol que más le convino, midiendo con qué tacón golpear cada peldaño. Y para eso, no podían ser de cristal.
En las antípodas y ya entrados los 50, otra rubia acuñó el calificativo de «novia de América», símbolo de dulzura, mesura, comedimiento y en la época de Eisenhower, sobre todo, de virginidad (ya sabéis… ¿¿Cómo va la novia?? ¡¡Pura, blanca y radiante!!) Doris no practicaba lo que representaba, ni mucho menos: se casó cuatro veces (la primera con 19 años y ya había festejado mucho antes los placeres de lo carnal) y su tercer marido la explotó a trabajar para comerse todos sus ahorros. Sin embargo, muchas de sus películas tenían como denominador común un mensaje fundamental: aquí no se folla sin pasar por el altar. No he visto guiones más ridículos que esos en los que ella sí quiere (porque son hombres atractivos y cotizados) pero no puede (porque si les das lo que buscan no se casan con una) y se pasa todo el metraje teniendo que convencer al galán de que lo mejor es esperar (aspiran desde que nacieron a poder darles hijos legítimos y hornear suflé). Ya, si después de la noche de autos no vemos que aquello funcione, parafraseamos a la West y listas.
Las dos fueron actrices reconocidas y las dos supieron labrarse una vida autónoma. Pero, para conseguirlo, tuvieron que fingir; jugar un papel, construir un rol. Dejar de mostrar para demostrar.
Así, en el cine nos han definido como perfectas mentirosas que saben decir sí cuando quieren decir no y viceversa: sabemos fingir amor (El caso de la viuda negra, 1987 con Debra Winger vs Theresa Russell), fingir decencia (Las amistades peligrosas, 1988 con Glenn Close vs Michelle Pfeiffer), fingir enemistad (Diabólicas, 1996, Sharon Stone vs Isabelle Adjani), fingir un puesto de trabajo (Armas de mujer, 1988 con Melanie Griffith vs Sigourney Weaver), fingir ser feliz (Desayuno con diamantes, 1961) o, mi preferida, fingir un orgasmo (Cuando Harry encontró a Sally, 1989).
Todo fruto de un sistema patriarcal que alimenta una dualidad clasificándonos en buenas o malas, listas o guapas, estrechas o fáciles, princesas o madrastras. Esa malintencionada oposición que logra excluirnos de lo que las reglas de nuestro rol nunca nos permitirán ser. Estamos tan inmersas en ceñirnos al guión que se nos olvida que la decisión de pertenencia a un bando nos ha venido impuesta y que propicia el enfrentamiento. Vamos encontrándonos por las aceras y nos reconocemos como Jets o como Sharks (West Side Story, 2021), casadas o solteras, ricas o pobres, madres o sin hijos, jóvenes o viejas. No debemos consentirlo, porque si creemos que el sitio donde nos colocamos es de un solo sentido, corremos el riesgo de tener que comportarnos siempre de la misma manera. No saber negarse a algo que en un principio te parecía bien. No poder cambiar de opinión. No tener derecho a rectificar.
Este marzo se celebra la 94 edición de los premios Oscar, la fiesta más importante del cine. Las cinco nominadas (Jessica Chastain, Kristen Stewart, Nicole Kidman, Olivia Colman y nuestra Penélope Cruz) son actrices que decidieron crecer y no encasillarse. La evolución de sus primeros papeles hacia los actuales es notoria. Como cinéfila, me fascinan. Como mujer, me inspiran. Cuatro de ellas, además, pasan de los 40 en una industria donde la selección de las actrices va ligada a la belleza, y la belleza (femenina) está despiadadamente unida a la juventud.
Algo está cambiando, el movimiento Me Too fue el detonante y sacó a la luz injustas relaciones de poder del fuerte frente a la débil, las mujeres tenemos más visibilidad en muchos campos en los que hasta hace dos generaciones ni se nos invitaba a mirar. Estamos más preparadas, ocupamos más puestos de calidad y decidimos acerca de nuestra maternidad, solas o acompañadas.
Pero no finjamos que no hay que seguir luchando. No finjamos porque si en el mundo occidental hay recorrido, fuera de él falta asfaltar carreteras. No finjamos que por estar mejor, estamos bien.
En marzo también tenemos otra cita. Esta mucho más importante. Cada ocho de marzo hay que salir a la calle, a lo grande, parando el tráfico. Como en la intro de La La Land (Damiaen Chazelle, 2017). Alzando la voz todas las que aunque nos apasione el cine, no queremos que nos cuenten películas.
Que si somos buenas, somos muy buenas. Pero si somos malas, somos mejor. Palabra de Mae.
Las gafas de Sthendal
Cinéfila y bloguera