Diario de un viajero: casas de monte

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Nota del autor: este relato es ficticio y sólo quiere proponer una visión literaria de la historia de Buñol.

Yo, Henry Fanklin Carrascosa, rector y presidente de la Universidad de Arizona, y fundador de la Biblioteca Bodley  de Phoenix, Exsenador por el estado de Oregon y otros títulos más, visité Buñol en Julio de 1969.

Tardé una semana desde que salí de mi hermosa ciudad de San Luis (Arizona). Había dejado allí la sensación de inmensidad de pertenecer a un país como EEUU.

Me crié con mis tíos paternos. Al fallecer mis padres tempranamente, ellos nunca supieron explicarme bien de donde procedía el apellido español de mi madre. Años más tarde pude averiguar que procedía de una población española dentro de un estado o región llamada Valencia, y el pueblo era Buñol.

Sólo sabía esos pobres datos, relatados por mi tío. Me dijo que mi padre estuvo en España como corresponsal del periódico The New Journal de Oregon cuando se produjo el alzamiento de los generales en la república española. Sólo eso.  Allí conoció a mi madre y se vinieron huyendo de la guerra a EEUU, pasando por New york y otras ciudades, hasta fijarse como profesor en Phoenix (Arizona).

En el viejo y amarillo autobús de línea que me trajo desde la ciudad del Turia, y de Sorolla y su luz, al cual sí conocía de sus exposiciones en New York, llegué a Buñol, la suiza valenciana, me dijeron en el autobús.

Lo primero que me sorprendió al llegar a la ciudad fue el castillo fortaleza sobre el peñasco, de árabe construcción. Era emblemático y añoré que en mi país no tuviésemos tanta historia como en estas tierras. Así mismo, me percaté de la cristalina luz azul la cual me recordaba, con su fuerza blanca, la de mi querida San Luis (Arizona). En el autobús tan ruidoso y envejecido se escuchaba una canción de un tal Nino Bravo, America, América, lo que me alegró muchísimo y me hizo sonreir.

Yo conocía bien el español, pues estuve de profesor adjunto de español en Nuevo Mexico y en el departamento de Historia Colonial a los 21 años, y tuve varias veces la sensación de que estaba en mi ciudad, en mi casa… pero, como buen americano, pronto pensé en otra cosa y me dije, lo mio es la investigación y lo demás son tonterías, vengo a buscar mi apellido.

Mi indumentaria enseguida llamó la atención, no era lo mismo los 60 en este país que en el mío. Aquí las calles eran como de un progreso incipiente y allí en mi San Louis el progreso ya estaba establecido. Los coches, los buses, los trenes, las ropas… nada tenía que ver con mi ciudad americana. Además, ufano de mí, pensé, este mes los americanos hemos ido y pisado la Luna. Pero qué equivocado estaba, mi mente analítica y materialista iba a dar un giro de 180 grados.

Me alojé en una Venta, en la zona alta del pueblo,  cerca de la cual pasaba un tren de mercancías y de pasajeros hacia las ciudades de Requena y Utiel.  Cuando paseé los primeros días por sus calles noté que parte de mí estaba aquí, que era de aquí, las personas eran nobles y agradables, muy lejanas al ajetreo industrial y económico de mi país, les cogí afecto. Ellos me llamaban el americano, y les llamaba la atención mi sombrero del Oeste americano, que ellos habían visto en las películas sobre este tema.

Ya estaba dos días y gracias a los profesores del colegio pude visitar el Castillo, el río de la zona, y sus montes calizos, así como sus innumerables fuentes y arroyos, pero todo era difuso y extraño, nadie sabía nada de mi madre ni les sonaba. Sí el apellido, que era muy común en el pueblo. Tuve que ir a los archivos del ayuntamiento y a los parroquiales, pero nada. Alguien me apuntó creyendo yo que sería lo más acertado, que antes de la guerra muchos jóvenes huyeron a diversas ciudades españolas e incluso al extranjero por miedo a lo que se avecinaba, podría ser que en este grupo estuviese mi madre.

Desanimado, una tarde de julio, apoyado en la barandilla que rodeaba el llamado Charco de San Luis, donde también había una ermita en honor a este santo valenciano, viendo el crepúsculo entre las rocas y unas velas a lo lejos, cerca de la ermita,  las hojas de los arboles centenarios empezaron a moverse y un viento extraordinario los movía. Mis cabellos se mecían al son de ellos, cerré los ojos y alguien susurró mi nombre. Era una voz de mujer, dulce y hermosa, casi podía oler su timbres, a rosas, y se me heló el alma, y supe que era mi madre que me había encontrado.

San Luis (Arizona), de allí venía y aquí en San Luis (Buñol) encontré el alma de mi segundo apellido.

Antes de partir al viejo Oeste americano visité de nuevo los pequeños cañones de roca caliza y sus parajes, desde el Monte Jorge y después de Carcalín pude experimentar mi segunda patria al recordarme sin cesar estos peñascos los grandes cañones de mi tierra Arizona, así como sus crepúsculos rojos y naranjas. A la izquierda, las casas de monte como pequeñas granjas, y a lo lejos, un jinete solitario con sombrero de granjero y pistola en mano me saluda, la pequeña guitarra suena en el seco aire de Buñol, mi segunda patria.

Ya de vuelta hacia Valencia, en el mismo autobús, suena America America, de Nino Bravo.

Nota de autor: Henry Franklin Carrascosa volvió varios veranos después hasta que se instaló definitivamente en 1975. Siempre decía bromeando:  “De San Luis a San Luis”.

Henry Franklin Carrascosa nunca encontró rastro alguno de su madre en Buñol, aunque siempre supo que estuvo en ese pueblo antes de viajar a EEUU junto a su padre.

Rafael Ferrús Iranzo
Buñol histórico

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