Diario de un viajero, leyendas de Buñol: la dama de la torre

En esta tarde de abril frente al pelotón de fusilamiento carlista, y a punto de morir, aún me pregunto como he llegado hasta aquí, hasta este final tan letal.

Mientras el aire tibio de la primavera, y el sol amarillo me rozan la cara, contaré mi historia.

Llegué a la villa de Buñol en enero de 1836, cuando la población se incorpora a la Corona. Aún sabiendo de los peligros de estas comarcas tomadas por el Tigre del Maestrazgo, el caudillo carlista Cabrera, decidí trasladarme en comisión de funcionario de la Corona para hacer inventario y tasar los bienes inmuebles y su historia de los monumentos religiosos,  oficiales  y militares de esta zona; en resumen, era un historiador aventurero y muchas cosas más.

Temiendo mi funcionariado cristino y real, no dudé de hacer frente, si se diese, a las partidas carlistas de Vizcano y Forcadell, las cuales estaban acampadas en Chiva y Lliria. Llegué, pues, como mi juventud delataba, con valor y sed de aventura. Me alojé en el Castillo de la Villa, en el cual existía una guarnición de 15 soldados reales comandados por un alférez. Me asentaron en lo que llamaban antiguo palacio de los condes o lo que quedaba de él. Única dependencia que se ha conservado del siglo XIV, era una sala rectangular con un piso, adosada por una de sus paredes a la cara oeste de la Torre de Homenaje del Castillo. Dicha torre, de unos 25 metros de altura, de forma caudrangular, estaba sobre mis aposentos, y cabe decir que desde el primer día noté algo extraño y peculiar. Pasé los primeros días visitando la villa. Desde el casco antiguo con orígenes moriscos, me dirigía a la Iglesia, de la cual hice un inventario exhaustivo de sus tallas y obras de santos, además de dibujar sobre el papel sus gráficos y fechas. En ello me ayudó el cura de esta parroquia. Me llamó la atención la belleza de la Capilla de la Comunion con esplendidas pinturas y frescos de Luis Planes.

Una tarde de marzo, cuando el cielo de tonos rosas invadía todo lo visible y me retiraba a mi habitación, ví una figura de mujer en lo alto de la Torre, pero al verme se ocultó. Esa misma noche tornase ventosa y entre un cúmulo de ruidos siniestros e incluso susurros por toda la estancia, me asomé a la ventana desde donde divisaba la Torre del Homenaje. En ese instante sonaban las campanadas de la iglesa de El Salvador cercana al palacio. Miré por la ventana y allí estaba ella de nuevo, quieta, inmóvil, fría como la noche, con sus cabellos al viento, mirándome desafiante y con una belleza desigual. Un escalofrío  atravesó todo mi ser y supe en ese instante que mi fin llegaría pronto. Abrí las compuertas de la ventana y vociferé un grito absurdo en la noche, pero cuando el sonido de mis palabras esparcidas  e inútiles le llegaron a sus oídos,  antes incluso de oírlas, se lanzó al vacío. Bajé corriendo y como pude al patio de la plaza de Armas. El viento apenas me dejaba caminar, pero allí no había ningún cadáver ni guardias a los que preguntar. Asustado, volvi a mi estancia y allí estuve despierto hasta el alba.  A la mañana siguiente, casi de noche, fui a preguntar al Alferez. – Mire, sr. Funcionario, déjese de historias románticas, bastante haremos si no nos fríen los carlistas – y diciendo esto se marchó. Notando mucha inquietud por la respuesta y oliendo el terror de aquel lugar, marché a la Iglesia del pueblo en un abrir y cerrar de ojos.

El cura era un hombre delgado, muy alto, y desde el primer día que lo conocí me dio confianza; además muy culto y conocedor de todas las obras de la parroquia. Cuando me vio llegar me dijo:

– ¿Qué le ha pasa?, está blanco, parece que ha visto un fantasma.
– Necesito contarle algo. La figura, la mujer de la Torre…
– ¿Así que la ha visto?  Vaya… no es el único, ¿sabe? Y es un larga historia. Lo único que le aconsejo es que coja el Camino Real y se vaya a Madrid hoy mismo.
– Pero, ¿qué dice?  ¿Y mi trabajo? – le argumenté.
– Se comenta en la Villa que al verla la primera vez la persona no dura lo que queda hasta la próxima fecha – dijo mirándome a los ojos. Es decir, que le queda menos de un año de vida.
– ¿Quien es ella, Padre? ¿A qué fecha se refiere?
– Dicen que es la esposa del antiguo alcaide de la fortaleza y que en una fecha de marzo perdió a su esposo, muy joven como ella, frente a las tropas de asalto francesas. Se suicidó desde la Torre a principios de siglo.

Vino la noche y ansioso miraba la Torre, quizás enamorado de aquel espectro, tan hermoso, no volvería a Madrid sin verla de nuevo. Y noche tras noche, desde mi ventana, observaba las almenas por si aparecía, pero ya nunca la ví, tendría que esperar a otro marzo, a otro año, aniversario de su muerte.

Y llegó abril, y llegó el fin, llegaron las tropas de el Tigre y con poco esfuerzo tomaron este bastión cristino y realista, quemaron sus banderas y nos hicieron prisioneros. Ondeó su  estandarte con la Cruz de Borgoña, cruz roja sobre blanco en la tarde azul. Ahora, frente al sargento con su boina roja, suenan los fusiles, brilla la espada del cabo y detrás de ese soldado está ella mirándome fijamente. Sus ojos no son ojos, cuencas vacias me miran, ha logrado otra víctima mucho antes de la fecha, mucho antes de verla de nuevo. Banderas negras ondean en la Torre. Antes de caer atravesado por tres balas, vi su traje, oscuro, de luto.

Abril 1836

Rafael Ferrús Iranzo
Buñol histórico

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