Relato finalista en el «Concurso de Microrrelatos de Puebla Vieja de Laredo», seleccionado entre 320 obras.
Juan pasaba como cada mañana por la puerta del instituto donde había sido bedel durante más de treinta años. Al parar, siempre se quedaba mirando la puerta de entrada, de estilo neoclásico y con aires de ultramar. Después, su mirada se perdía en el mar. Esos segundos para él eran como años comprimidos que habían pasado muy rápido, casi sin enterarse. También a esa especie de melancolía se le sumaba la pérdida de su mujer. Esa pérdida, junto con su jubilación, le había transformado la vida por completo. La ilusión muerta del día a día, los hijos en otros lugares, la soledad que como una ola oscura de ese mar que tanto amaba le engullía. Pero él, cada mañana al pasar por la puerta, se paraba, se asomaba y veía los chopos que un día plantó.
Ese día, una ligera brisa le sorprendió al pasar por la Puerta de Bilbao, pero no hizo caso. Seguía recordando sus riñas con los chicos del colegio, sus pequeñas obras de remodelación que él mismo realizaba. Ya cerca de la Rúa Mayor, también esa brisa que le helaba los huesos en aquel día tan primaveral le estaba asustando.
Sintió un ligero mareo y se sentó. La vieja muralla se divisaba como un reflejo de lo que había sido su vida, extensa y vieja, quizás a punto de romperse, pero allí estaba, añorando el pasado, como él.
Decidió volver sobre sus pasos, y acercarse al instituto, algo le llamaba desde su interior.
–Juan, sigue la vieja muralla y vuelve a tu origen. A tu tiempo perdido.
Tocó las piedras de la Puerta, olió el mar y aspiró con fuerza.
Ya en las verjas del Instituto, de nuevo, los chopos cimbrearon al verlo, él sonrió y entró, para ya no salir más.
Rafael Ferrús Iranzo
Buñol histórico