El día de Todos los Santos

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Esta fiesta cristiana, la conmemoración de los fieles difuntos, es una festividad que cada dos de noviembre y complementando al día de Todos los Santos tiene un origen un tanto legendario y desconocido.

Por una parte, según la tradición celta, el invierno estaba asociado a la “muerte de la Naturaleza” que se iniciaba 40 días después del equinoccio de otoño (23 de septiembre) y daba lugar a la celebración de fiestas y banquetes en honor a los espíritus de la Tierra en pago a su protección. Algunas tribus tenían por costumbre dejar un hueco entre los comensales para los fallecidos que quisieran unirse a él.

Por otra parte la antigua iglesia cristiana loaba ya a los mártires en el lugar de su muerte y al ser ya imposible esta celebración por el número de difuntos, el Papa Urbano VI resolvió que fuera el domingo de Pentecostés. Sin embargo fue Gregorio IV en 835 quien instituyó la fiesta de Todos los Santos y el día de difuntos en las fechas que actualmente conocemos, para reemplazar de ese modo todos los ritos paganos que, de algún modo, aún seguían vigentes. (Resúmenes de diversos artículos de Google)

Estas fechas se han prestado siempre a una realidad presente: llevar flores y limpiar lápidas o tumbas en los cementerios, acompañar a los difuntos en este día especial, escuchar la misa en los propios cementerios… Pero también ha habido otras realidades, fantasías o leyendas en torno a la Muerte como fantasma de la Vida.

No hace ni siquiera un siglo y en las tierras del interior de España era costumbre encender lamparillas de aceite alrededor de los sepulcros y sobre el alféizar de los nichos, para dar luz a las almas de quienes allí se encontraban. Las flores eran crisantemos de todos los colores por ser las únicas que en esta época se cultivaban.

Asimismo y en cada casa se prendían dichas lamparillas una por cada miembro de la familia que ya no estaba y durante “los días de los Muertos” se rezaban rosarios y más rosarios a fin de purificar el espíritu de aquellos seres queridos.

Otra costumbre inolvidable por lo luctuoso y lúgubre era escuchar el tañido de las campanas durante la noche del 1 al 2 de noviembre; toda, toda la noche aquel campaneo era un sonido triste y sobrecogedor que no invitaba precisamente al sueño.

Las personas mayores contaban además que a las doce en punto del día 1 los esqueletos salían en procesión por las calles de los pueblos, penando su Purgatorio y arrastrando las cadenas que cada una de las almas se merecía por su pena…

Miedo a la Muerte por las fantasías, las leyendas, las fábulas…

Pero esto no es el Interior sino el Mediterráneo y esto es Buñol, donde la Muerte ha convivido de manera más suave con la Vida. No hay sino darse una vuelta por el Cementerio y ver cómo desde las más antiguas lápidas a las más actuales, los símbolos, epitafios e incluso apodos se pueden leer y admirar dándonos a conocer de una forma sosegada, suave y nada sombría a las personas que ya no están.
Cuidar el cementerio de Buñol es una obligación de todo el pueblo, tanto de las personas que acuden en fechas señaladas a llevar flores y o a visitarlo, como de las Instituciones correspondientes para que no se degrade, que no se permita cambiar lápidas antiguas llenas de simbolismo por otras modernas y anodinas, sino que se dignifique por la carga histórica que tiene.
Estos días previos al 1 de noviembre la gente que lo visite lo encontrará limpio y encalado: un primer paso muy importante para poder incluir este espacio dentro del Patrimonio Histórico y Turístico de Buñol.

Consuelo Trasobares Serrano
Autora del libro Cementerio de Buñol

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