El libro olvidado

Me llamo Hugo von Mercader y he vivido casi toda mi vida en Alemania, concretamente en Berlín. No tendría más que decir si no fuese porque estoy ligado a un lugar, es decir, a un pueblo, llamado Buñol. Desde la caída del Muro estuve entre España y en estas frías tierras del centro de Europa. También viajé a Rusia e Inglaterra. Nunca me ocupé de mis apellidos ni de ese pueblo de Valencia, mis deberes me lo impedían, pertenecía al cuerpo diplomático, qué decir al nombrar tus orígenes, tus antepasados, no te viene nada a la mente. Yo nací en tierras bárbaras y nosotros, me siento alemán, vencimos a Germánico y a Tiberio. 

El porqué estoy escribiendo esta historia es por un acontecimiento que me ocurrió en un viaje a Valencia. En abril de 1989 tenía que viajar a la ciudad del Turia y, por temas del destino, en los cuales no voy a entrar, tuve que asistir a una reunión en un palacio que se llamaba Condes de Buñol. Al principio no le dí importancia. Es cierto que mi abuelo si me habló, me contaba de niño, bajo las brumas del río Spree, afluente del Havel que atraviesa toda la ciudad, cuentos sobre un pueblo, que él llamaba ciudad, la Ciudad del Viento, mientras se reía de sus propios pensamientos, elevando los brazos y cantando sin cesar. Pero yo, de carácter alemán, pensaba en su demencia y en su débil personalidad española. Me habló de un castillo y de muchas fuentes diseminadas en un bello paisaje mediterráneo, sin playa, claro, que era lo que a mí me interesaba y, en cierta forma, insistía en que nuestros antepasados eran de ese lugar, cosa que a mí no me importaba lo más mínimo, yo solo miraba los barcos atravesar el río Spree entre grises colores y sonidos de sirenas, preguntándome el destino de aquellos enormes naves tan oscuros.

Pero recuerdo que en uno de esos paseos con mi abuelo, cerca del parque de la Puerta de Brandeburgo, relató un tema que se me quedó grabado. Decía más o menos lo siguiente: «Hugo, querido nieto, nuestro apellido Mercader, como sabes, es español, y a mucha honra. Desde la Edad Media tenemos este título nobiliario que ahora no sirve para nada, pues se ha perdido todo en el tiempo y en la historia. Se perdieron propiedades y señoríos, incluso el Castillo donde habitaron nuestros antepasados, pero todo eso es material y, ¿para qué sirve? Hugo, quiero que algún día vayas a ese lugar, Buñol, y visites el castillo, veas sus paisajes. Yo pasé veranos allí, entre montañas con pinos y mucho sol, pozas y charcos donde nos bañábamos, pero hay una cosa, su alma, el alma de ese pueblo, quiero que la sientas y la tengas en tu corazón para siempre, como yo la tengo…».

Unas lágrimas surcaron su rostro aún fino, casi sin arrugas , y prosiguió: «Es el viento, Hugo, el viento, que allí nace y vive, creando hermosos crepúsculos y rojas nubes en el azul celeste. Yo la llamaba la Ciudad del Viento…».

Como decía, tenía una cita con un embajador en ese palacio llamado Condes de Buñol, en Valencia, y no sé el motivo, pero allí ocurrió algo. Al subir el primer piso cerca de una galería eclética, como casi toda su decoración, y acercándome a una galería con dos escudos que, por cierto, llevaban mis apellidos, Mercader, tuve que parar. Algo me retenía y yo siempre con prisa. Era una foto tamaño cuadro, bastante grande, de un castillo, en blanco y negro. Me acerqué. Un escalofrío invadió mi cuerpo. Me apoyé en la pared, sentí un mareo y un trastorno de mi ser pasó liviano como una ráfaga, que me decía «para, para y mira». Atónito por este reflejo involuntario, y más en mí, un cabeza cuadrada, decidí sentarme y observar el cuadro. Todo lo demás despareció por unos segundos mientras observaba el cuadro. Era una foto antigua del Castillo de Buñol, su Torre de Homenaje, su viejas murallas, al fondo unos montes difuminados.

Una voz me llamó desde una puerta cercana. Era el secretario del embajador, y me estaban esperando. Avergonzado por lo sucedido, y presa de mi debilidad, me sonrojé entrando en la sala de la reunión.

Al día siguiente salí desde el hotel donde me alojaba pensando en dar un paseo por el casco antiguo de la ciudad, pero un fuerte viento lo hacía casi imposible. Aún así avancé bastante, y en pocos minutos estaba ya en la estación del Norte. Hacía tanto aire que me refugié en su interior. Me llamó la atención sus mosaicos y la decoración alegre de sus bóvedas y paredes, muy diferentes a las estaciones de Berlín, tan grises y funcionales. Un enorme reloj daba las nueve de la mañana, cuando una ráfaga de viento casi me lanza al suelo. Me preguntaba qué significaba aquello, últimamente todo era extraño, inusual, pero mi mente percibió que podía tratarse de algo que deseaba comunicárseme, como un aviso.

Estiré mi cuerpo como hacía todas las mañanas en mis ejercicios gimnásticos y pude ver frente a mí un pequeño cartel, «Buñol», y un horario desdibujado. Estaba claro que ese era el aviso, la certeza, el mensaje, tenía que ir a este pueblo y el tren salía en minutos, así que sin pensarlo saqué el billete y me dirigí hacia la vía tres, donde subí al vagón, nervioso y a la vez tenso, como si de una misión se tratase, quizá la más importante de mi vida. Durante el trayecto, y no pregunten el motivo, vino a mi mente otra conversación que tuve con mi abuelo en Berlín: «Mira, Hugo, sé que tu meta es ser alguien importante, lo veo en tus ojos, lo mismo que tu padre, pero él se fue pronto, desgraciadamente, hay otras cosas bellas en la vida. Mira, toma esta llave, por si vas el pueblo que te he dicho y del cual te he relatado cosas. Ve algún día, esta es la llave de una casa que aún es nuestra. Mira, aquí pone en la llave la dirección, en este cuadradito…» Y esa llave, quizás porque en el fondo quería a mi abuelo, la conservo y porto todos los días en mi cartera, de la cual nunca me desprendo.

También el viento azotaba Buñol, pero con más fuerza todavía. Preguntando, encontré la calle y la casa, y abrí la puerta. Las manos temblaban al cruzar el pasillo desierto y frío de la vieja mansión, un escozor en los ojos me hizo tambalear mientras fotos de mis queridos padres y mis abuelos llenaban las paredes, incluso de mis hermanos niños jugando con el Belén navideño. Enseguida, otra vez mi mente racional y alemana se disparó. ¿Cómo habían llegado hasta aquí? No hizo falta más preguntas, entre una nebulosa sombra al final de la escalera, blanca y etérea, como un flash de una cámara fotográfica, aparecía y desparecía. Era mi abuelo, que sonreía y me entregaba un viejo libro olvidado: «La Ciudad del Viento». Me acerqué y lo cogí. Salí al balcón, mis manos temblaban portando el viejo libro olvidado, la tarde caía entre aullidos del céfiro, las nubes moradas y el río al otro lado serpenteando, voces de niños, tiempo muerto, tiempo pasado. Ya nunca regresaría a otras ciudades y países, me quedaría en tierra propia, descubriendo ocaso en ocaso el alma del Viento.

«Querido Hugo, el alma del viento se esconde en un viejo libro olvidado que yo te daré algún día…»

Rafael Ferrús Iranzo
Buñol es misterio. La ciudad del viento.

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