El tío Ojo Tiro

Hay personas que viven y sin querer se convierten en pequeñas leyendas populares, ustedes conocerán varios casos. Es un resultado parecido al de la tradición oral, de cuentos e historias contadas de persona a persona, casi perdidos en nuestros días de pedagogía barata, logses, lodes y jodes: la ignorancia de la clase política.

Yo era un niño, un niño raro: no jugaba al fútbol y me soliviantaban las peleas y las brutales bromas o destrozos propios de la edad. Para los años setenta era raro, raro. Si además, tenemos en cuenta, que casi no hablaba, soy cojo, y solo me gustaba jugar a torico, a vaqueros y recorrer la comarca en bicicleta, entonces me convertía en un ser casi extraterrestre.

En esos años también tenía una tendencia casi imposible a frenar, me atraían las personas tan raras o más que yo. De hecho, mi mejor amigo hacía dos kilómetros en bicicleta para llegar a la hora exacta de su vaso de leche, prescrito, para un crecimiento sano, por su madre, justo a las seis, hora de la merienda y bebido de un solo trago, de nuevo corriendo otra vez, volvíamos al lugar de origen –otros dos kilómetros–. Fíjense si yo era raro que le acompañaba cada día en ese desplazamiento nos pillara donde nos pillara. Doy fe que hoy en día es de las personas más sanas, en todos los sentidos, que conozco.

Bien, pues en esos tiempos se hablaba de un guardia rural, en aquella época los había. Se trataba de una persona que se ocupaba de cuidar las huertas de hurtos y maleantes, iban en ciclomotor y llevaban un fusil cargado –decían– con balas de sal.

Los críos de la época crecíamos en la calle y en el monte y en el río, y por supuesto, en las huertas. De ellas extraíamos la merienda, ojeábamos algún cerezo, nisperero, albercoquero… y demás árboles frutales y no frutales… comíamos hasta garrofas y no digamos en la época de los lidones y los cañutos. Recuerdo muy bien como, muchas veces, al internarnos en las huertas en busca de nuestro botín, algún gracioso gritaba: “¡El tío Ojo Tiro!”. 

Y todos salíamos corriendo como posesos. Cuando, después de mucho rato corriendo, parábamos a descansar, el aire nos faltaba, el corazón volaba en una leve taquicardia, casi generacional, después, un par de insultos, multiplicados por todos al amigo que nos había engañado, un motón de gritos y risas y una aventura para contar. En el mejor de los casos el más valiente se había comido una cereza y había pisado el cebollino al entrar.

Pasados unos años me llegó uno de los mejores regalos que recuerdo. Un día mi padre me regaló un reloj, era precioso. Estaba tan contento que me pasé media noche en vela, mirando segundo a segundo como se movía la aguja más fina. Vi hasta cuando cambió de día con ese clic tan hermoso y luego me dormí. A la mañana siguiente salí corriendo y se lo enseñé a todos y cada uno de mis amigos, conocidos y vecinos. No me dejé ni uno. Estaba enamorado de ese reloj –por cierto, aún lo tengo–.

Pasados unos meses, jugando a vaqueros, me dispararon, y para que no me dieran, me tiré una alargada a lo Clint Eastwood, con la mala suerte que, al caer, rompí contra una piedra el cristal de aquel reloj, que se paró en el instante.

No andaba muy bien de fondos, dada mi pequeña paga semanal, y para que no se enterara mi padre le pregunté a mi madre dónde podía llevarlo a arreglar. Preguntó y me dijo que había un abuelo retirado que en su tiempo libre, para entretenerse, arreglaba relojes y cobraba muy poco. Curiosamente aquel hombre era el tío Ojo Tiro. Me indicó dónde vivía: en la cuesta que va a dar al Hotelano, en una casa pegada a la fábrica de papel de los Hermanos Pérez.

La verdad es que fui con miedo, la leyenda de aquel hombre rebotaba en mis pensamientos imaginándome a un ser maligno. Cuando llegué la puerta estaba de par en par, lo acompañaba un perro pequeño y silencioso, en su ojo derecho una lupa y en sus manos grandes, unas pequeñas herramientas. La verdad, no me pareció tan temible, más bien un ser apacible y tranquilo.

–Buenas tardes –le dije. -Y sin levantar la cabeza me dijo –Un momento por favor. 

Estaba terminando de montar una máquina de un pequeño reloj de oro. Yo observaba, curioso y pacientemente. Cuando terminó, me miró y le dije –Se me ha roto el cristal, ¿puede usted arreglármelo? 

Cogió el reloj y lo miró detenidamente y me dijo: –Sí, ven el jueves por la tarde a por él. Le dije: –¿Cuánto me costará…? Y contestó: –Unas trescientas pesetas. –De acuerdo, pues hasta el jueves. Y me marché. 

Pensé: tres semanas de paga, necesito un anticipo. Lo conseguí, se lo saqué a mi madre. Eso era lunes y el martes ya estaba otra vez allí. Cuando me vio llegar me dijo: –Te dije jueves… Yo le dije: –¿Le importa que venga a ver como lo va arreglando? Sonrió y me dijo –Siéntate ahí. 

Era una silla muy bajita, como la suya, vieja y cómoda y allí pasé con él casi todo el verano, viendo arreglar relojes, contándome historias de su vida, de la Guerra Civil y de la postguerra, de cómo llegó a Buñol… de su soledad, de péndulos y de tiempo… que su perro y yo escuchábamos atentamente.

Me duele no recordar su verdadero nombre y no saber qué fue de él. Le perdí la pista a lo largo de los años. Lo que sí les puedo decir es que mi recuerdo es el de un hombre entrañable, afable y tranquilo. Transmitía paz, no miedo. Como en muchas leyendas, la verdad pasa desapercibida. En mí quedó su calor, su compañía y su rostro sabio clavado en mi memoria, y como en la tradición oral, aquí queda contada.

Alejandro Agustina Cárcel
Buscador y aprendiz de todo

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