Mi caballo bramó ante la posibilidad de llegar antes del anochecer a la Villa de Buñol. Torciendo por la partida llamada la cabrera, entre laderas con monte bajo y mediterraneo, antes de llegar y ver el crepúsculo rojo y ameneazante, el cual se cernía sobre el pueblo casi hundido en la inmensa mole de piedra, pude ver el lugar donde el General francés Moncey casi es derrotado por un puñado de buñolenses.
Todavía algunas barracas, alguna pieza abandonada. Seguí el Camino Real y me impresionaron las altas rocas, como guardianes de los caminos, hacia la Villa. En el horizonte todavía se divisaba el fino azul del mar.
Con gran melancolía entré bajo arcos y bóvedas rotas, al Castillo fortaleza, que se cernía sobre un montículo dominando todo el valle, recordé en ese momento a mi viejo amigo G. A. Bécquer y nuestras tertulias en la capital, y pensé qué leyenda o cuento se le hubiese ocurrido sobre este lugar. Decidido a quedarme en este pueblo, alquilé una habitación en una posada céntrica bajo el castillo. Al entrar, miradas inciertas me atravesaron, se podía oler a vino y humedad.
Atrás quedaban recuerdos de alguna batalla carlista. Entre estos montes y este pueblo, el ocaso se apagaba entre las luces de las calles torcidas. Me disponía a dormir con pistola en mano, esperando en aquella tarde de Brumario, quizás la última, por la ventana, entre los cristales húmedos ya casi medianoche, escuché el tañido monótono de las campanas de alguna ermita perdida, recordé de nuevo a mi amigo Bécquer, cuando en Soria escribiese el Monte de las ánimas, inspirado en ese unisono y metálico sonido de la soledad, y la noche cayó. Al día siguiente, al amanecer, dispuesto a abandonar la población, pues me dirigía a Valencia, pude visitar el castillo a pie. Me impresionó la altura de su torre, aún se podían ver destrozos de anteriores contiendas. Banderas negras ondeaban en su torre de Homenaje. Una extraña música salía de esta torre, como perdida en el tiempo, en la gélida mañana de brumario me disponía a salir dela Villa, pero iluso de mí, esto no pasaría. Nunca llegaría a la ciudad de las Torres Grandes, del mar azul claro y de moros reconquistada. Cerca de la iglesia de El Salvador, varios hombres me acechaban. Sin duda ya sabían quien era, iban armados y vestidos de trajes militares, rojos y algunas boinas.
Las banderas negras, ondeaban en todas las torres de la fortaleza, no hay salida, las bolas de plomo silban en el viento, surcan la fría mañana. Me tenía que haber desviado de esta villa, no haber entrado jamás, pero alguien cercano a mí sí lo hizo y aquí perdió su vida.
Igual que yo, y mi amigo Bécquer, muero joven, mi misión había fracasado y ahora Valencia caería frente el enemigo.
Rafael Ferrús Iranzo
Buñol histórico