Historias pequeñicas

Es normal que en nuestras conversaciones y coloquios a veces solamos pronunciar algún que otro refrán o dicho. Algunos, por su ingenio, humor y gracia, suelen darle amenidad, y a veces cierta comicidad. Pero hay algún refrán que solemos usar que en cuanto a gracia e ingenio en puntuación no llega a un cuatro. Véase «Aburrirse como una ostra». Este refrán no tiene ninguna gracia ni sentido, puesto que estos moluscos bivaldos, llamados ostras, no se aburren en absoluto, pues se pasan la vida laborando. Las obreras dedican su actividad a producir ese caro manjar tan exquisito y que gusta tanto a los sibaritas. Otras, las de la clase alta, las de rango superior, las elegantes, tienen como misión, con un gusto excelente y una técnica inimitable, y tomándose el tiempo necesario, crear esa maravillosa joya llamada perla.

Pero, para justificar la poca gracia del refrán, diremos de donde procede. En la época del Rey francés Luis XV, siglo XVIII, en las fiestas palaciegas, para divertirse más optaron por crear un baile donde todos fueran disfrazados con trajes imitando a seres de la fauna marina. Y a la princesa, que tenía cuatro años, la vistieron de ostra. Y como la niña no participaba en los bailes y al ver el ridículo que hacían los mayores, se aburría muchísimo. Y de ahí viene el refrán de «Aburrirse como una ostra».

Y ya puestos en plan refranero, echemos un vistazo al siguiente. Algunas veces hemos oído a alguien, al referirse a otra persona que está un poco chalada, decir en el sentido más despectivo el refrán «Ese está más loco que una cabra». Así, sin más preámbulos, estudios, ni titulación de psiquiatría, sin valorar si está loco, medio loco, un cuarto de loco o un poquito nada más. Pero el diagnosticador, una vez soltada la parida, se siente una persona culta y con unos conocimientos que no están al alcance de cualquier mortal.

En cuanto a la locura de la cabra, dicho así de esa manera tan ambigua, no podemos saber de qué tipo, clase o raza de cabra se trata y que cantidad de neuronas le faltan para catalogarla en su justo término, para figurar en un refrán tan popular. Así que, ante tantos vilipendios y despropósitos, es bueno intentar dejar en buen lugar al género cabreril y elogiar las buenas cualidades de que son portadoras algunas congéneres. Por lo que aportamos un par de historias que justifican su bondad y entendimiento.

Hace muchos años, tantos que los científicos aún no se habían dedicado a inventar los juegos electrónicos Fornite, Pokémon, Super Mario, Just-dance, el móvil y las redes sociales Facebook, instagram y TikTok, como estos ingenios aún tardarían en llegar, y ante tal escasez de medios para divertirse, los niños, que éramos de pueblo pero muy espabilaos, nos las arreglábamos muy requetebién, teniendo la calle como polideportivo. Por la tarde, después de merendar pan con chocolate (Filiberto), nos hacíamos dueños de la calle y armábamos un partido de fútbol. A veces, si no estaba el dueño de la pelota, lo resolvíamos con una pelota de trapo. Sin más reglamento que el inapelable grito dado por algún jugador del partido: ¡¡¡Parad, que viene un carro!!!

Pero una tarde el partido se suspendió por el alegre sonido de una trompeta y la voz que anunciaba un magnífico espectáculo. Dicho espectáculo lo componían los siguientes intérpretes: el señor de la trompeta como músico y director, una niña de 6 o 7 años y la vedete o artista principal: la cabra. El montaje, decoración y mobiliario para la actuación se componía de una banqueta de unos setenta centímetros de altura con 6 o 7 peldaños acabada con una superficie como la palma de la mano.

una vez formado el corro de espectadores, sin más preámbulos comenzaba el espectáculo. Al compás de la música, entraba en escena la primera actriz, la cabra. Con un estilo practicado durante muchos años, realizaba con cierta gracia una inclinación de cabeza. Acto seguido, al ritmo de la música, a la orden del director empezaba a realizar el número más importante como primera actriz. Con una elegancia que sólo las cabras elegidas podían ejecutar iniciaba el acceso al taburete, poniendo sus pezuñas poco a poco en los pequeños peldaños, hasta llegar a lo más alto, donde juntaba sus cuatro patas y hacía una reverencia como pidiendo un aplauso. Y al compás de una música más relajante iniciaba el descenso. Al llegar abajo hacía otra reverencia, dando por terminada su actuación. Antes de terminar la actuación, entraba en escena la segunda actriz, la niña. Su actuación consistía en pasar el platillo y recoger las pocas «perras» que echaban, con lo que se daba por terminado el espectáculo.

Después de ensalzar a la cabra en el campo lúdico, es de justicia proceder del mismo modo con los congéneres que laboran en el campo doméstico. Y he aquí una pequeña historia de la vida real.

Antiguamente en los pueblos existía «la dula», una actividad que la ejercía un pastor que tenía un pequeño rebaño de cabras y para aumentar sus ingresos recogía las que aportaban los particulares, que llevaba a pastar durante todo el día.

Yo tenía una cabra a la que llamábamos Violeta y nos daba leche. Dicho animalico era de un entendimiento y una bondad digna de todo encomio. O sea, que se hacía querer por su buen comportamiento. Por la mañana, unos cien metros antes de llegar la dula a mi casa, Violeta ya estaba en la puerta para incorporarse con sus compañeras para pasar el día pastando. Por la tarde, al regreso, con una discreción y puntualidad admirable, unos treinta metros antes de llegar a casa, no sé si con un saludo, se separaba de sus compañeras y entraba en casa con un comportamiento correctísimo, con lo que se hacía acreedora de una caricia y un buen pienso.

Con estos ejemplos quiero demostrar que hay más Cabras dignas de elogio que la tan vituperada del Refrán. ¿O sí?

Arturo Sáez Perelló
De profesión persona mayor

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