Juegos pascueros. Cuando aún éramos humanos.

Hubo un tiempo, no muy lejano, en el que la vida y los afectos se vivían en la calle. Sin intermediarios electrónicos ni espacios artificiales. Sólo nosotras y nosotros, nuestros cuerpos y nuestras emociones compartidas en carne y hueso. Ese tiempo parece que ha pasado, pero no ha muerto. Quedan esas sensaciones y esa capacidad intrínseca, no sólo en nuestra memoria, sino en nuestro ADN como seres tremendamente sociales que somos por naturaleza. 

Y algún día habremos de recuperarla del largo letargo en el que la ha sumido esta hipertrofiada sociedad actual tecnológicamente alienante, si queremos tener alguna posibilidad de construir un mundo diferente desde las ruinas que deje el actual. 

Ese mundo existía, según recuerdo, en mi niñez y mi temprana adolescencia, a mediados de los 80’ y principios de los 90’. Podría hablar de muchos momentos, en muchos lugares, pero hoy, y dado que estamos en el mes donde se celebran las Pascuas, os hablaré de los juegos pascueros, una actividad más que estaba incluida en una de las fiestas más populares y esperadas por todas y todos nosotros cada año. 

En otra ocasión, también aquí, os hablé de aquellas Pascuas tan maravillosas que pudimos disfrutar cuando existían los locales de Pascua. Hoy os hablaré de otra cuestión que también forma parte de la historia de nuestras vidas y que tiene que ver con algo muy primario y que compartimos con el resto de animales del planeta: el juego. 

Como he dicho en otras ocasiones, cuando hablo de recuerdos, hago referencia a mi visión personal. Seguramente los más mayores tendrán más y mejores cosas que contar y mis coetáneos puede que recuerden incluso más cosas que yo. Pido disculpas si me dejo alguna cosa. Cuando te vas haciendo mayor, la memoria a veces juega malas pasadas. 

Recuerdo, eso sí, que el principal centro neurálgico de los juegos pascueros, una vez habíamos vuelto del lugar de peregrinaje pascueril (El Roquillo, la Cueva Turche o La Violeta –más tarde sustituida por El Planell–), era la Plaza del Pueblo. Y es que «la Plaza», como la hemos llamado siempre, era en los 80′ el lugar de reunión de todas las pandillas y donde más actividad social y comercial había. Ahora, tristemente, ha quedado prácticamente reducida a un lugar de paso y poco más. Por suerte, hay todavía algunos valientes que se han empeñado en revitalizarla. Bravo por ellas y ellos. 

En «la Plaza» nos reuníamos todas las cuadrillas desde muy temprana edad –porque claro, en aquella época podíamos ir solos por la calle con 7 y 8 años sin problema– tras haber pasturado la mona. Y desde el primer momento había siempre una actitud innata hacia el juego. 

Recuerdo las pelotas de goma que comprábamos en el quiosco de «La Pureta» o de «Luísico» para jugar al «arreplegón», unas pelotas que nos duraban sólo ese día y que servían para reventarnos a balonazos por la estrecha calle del Trinquete, donde vivían mis abuelos y donde me pasé los mejores años de mi niñez. El «arreplegón» era un juego para bruticos y, por tanto, era mayoritariamente para chicos. Consistía simple y llanamente en chutar lo más fuerte que podías para soltarle un balonazo al primero que veías. Allí descargábamos nuestra energía y nuestra mala leche, sin ánimo de hacer daño, puesto que las pelotas, como he dicho, eran de goma y apenas pesaban. Recuerdo también que «encalábamos» más de una en los balcones de los vecinos, y que muchas veces nos tocaba comprar más de una. Desde luego, no era el juego más edificante, pero era muy divertido. 

Otro de los juegos populares de las Pascuas era el «¡Churro va!», un juego por equipos en el que uno de ellos, el que pagaba, se colocaba en fila apoyados desde la pared al lado del pórtico de la iglesia, inclinados y con la cabeza metida entre las piernas del que iba antes de ti –en forma de cadena–, y el otro equipo tenía que ir saltando encima de la fila cogiendo carrerilla. Cada vez que saltaba un miembro del equipo contrario y caía encima de la fila decía lo siguiente; «churro, mediamanga y mangotero. Adivina lo que hay en el mortero». Si uno de lo miembros de la fila agachados, que no podía ver qué parte del cuerpo se estaba señalando el que había saltado, lo adivinaba, los roles de los equipos se invertían, y los que pagaban y se ponían abajo eran los que habían saltado, y viceversa. Si por el contrario iban saltando todos y ninguno adivinaba el acertijo, se iban apelotonando cada vez más personas encima de la fila, y al final se formaba una melé de tal peso, que la fila acababa derrumbándose y el equipo de la fila volvía a pagar. Era muy divertido, pero al igual que el arreplegón, muy exigente, y a veces alguno salía descalabrado. 

El siguiente juego del que os hablaré es quizá el único que a día de hoy sobrevive al paso de los tiempos. Por varias razones. Porque es el más popular, el que menos riesgos físicos comporta, el más inclusivo y el más amable de todos. Hablo de la comba, ese magnífico juego cuyo único objetivo es saltar una cuerda, y que seguro muchos de los que leen esto, niños, jóvenes y mayores, han hecho alguna vez en su vida. Recuerdo que al principio los chicos, mucho menos diestros en estas artes de saltar a la comba, nos tropezábamos torpemente sin conseguir dar tres saltos seguidos, mientras las chicas, más ágiles, entrenadas y acostumbradas a este arte, conseguían mantenerse mucho tiempo saltando. Había varios juegos. Algunos, como «el tocino», eran retos individuales en los que salía un chico o chica a saltar y los que daban iban acelerando cada vez más rápido la comba y el/la que saltaba tenía que aguantar lo más posible. Otros, de carácter colectivo, si la comba era lo suficientemente larga, consistían en ir entrando a la comba unos detrás de otras para ver cuántos éramos capaces de estar dentro saltando a la vez. Recuerdo que era el juego más chulo, pues era el que más y mejor permitía que todos, chicos y chicas, jugáramos juntos en aquellas jornadas pascueras. Además, la cuerda era un elemento que daba mucho «juego», ya que servía tanto para saltar como para jugar al «estirón». Un juego, diría que milenario, en el que dos grupos agarrados a la cuerda y confrontados entre sí tiraban con fuerza entre ellos, tratando de que el grupo oponente traspasara la línea que se había marcado. 

Finalmente, podíamos disfrutar en nuestra «Plaza» de otros juegos tan populares como «el pañuelo» o «un dos tres, pollito inglés» o la “Guerra de globos”, en la que nos poníamos de agua hasta arriba. Juegos que no hace falta ni describir porque son mundialmente conocidos. La cuestión es que en aquellos días de Pascua la Plaza hervía de alegría y de actividad lúdica, esa que nos es innata, aunque la hayamos perdido en favor de los adictivos videojuegos, las redes (in)sociales y demás aplicaciones tontas que nos aíslan cada vez más unos de otros. Estas Pascuas, me temo, habrán muchos niños y niñas que, en lugar de jugar juntos, los verás con el cuello agachado mirando la pantallita solos entre la muchedumbre. 

Ojalá podamos volver a ver a nuestros pequeños algún día de Pascua en la Plaza –o donde toque– llenando de vida y jugando juntos a juegos populares o a otros nuevos que estén por nacer. Porque si algo nos ha robado este sistema es la capacidad de imaginar formas de diversión fuera del alcance del Mercado que todo lo corrompe y todo lo monetiza. Ese día, si llega, estaremos un poco más lejos de la distopía que nos ha tocado vivir.  Volver a jugar juntos es la mejor manera de recuperar una vida social últimamente muy deteriorada, para afrontar de la mejor manera lo que esté por venir. ¿Nos vemos en la Plaza?

Jose Guerrero Moliner
Generación X

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