La silla rota

Eran las 7 de la mañana y, como todos los días, la cuidadora de la residencia entraba gritando. –Va, a levantarse, a la ducha. 

Paula dormía en una cama muy pequeña, con barrotes de hierro para no caerse. Apenas podía moverse. 

Tenía 85 años. Su compañera de habitación, María, era un poco más mayor y siempre estaba con ella. –Venga Doña María –dijo la cuidadora–, que estoy más que harta de oír sus quejidos.

Paula ya sabía todo lo que les venía encima cuando entraban en la ducha: empujones, apretones en el brazo y golpes que les producían varios moretones que, según los cuidadores, les salían con facilidad por ser tan mayores. 

Doña María llevaba paquete pero Paula, aún con su poca movilidad, podía levantarse, coger el andador e ir al baño ella sola. 

A ninguna de las 2 les importaba que el agua de la ducha estuviera tan fría pero sí la brutalidad de las cuidadoras. –Os creéis que tenemos toda la mañana. Aquí hay que cumplir un horario. Venimos a trabajar. -Y así una mañana tras otra. 

Paula solía recordar los años vividos junto al gran amor de su vida y sus hijos. Los mismos que ahora, como una silla rota, la habían dejado en aquel sitio. Todo su sacrificio, toda una vida de trabajo y esfuerzo por y para su familia reducido a aquel camastro de hierro en el que apenas podía moverse. Aún así, aprendió a callarse y no quejarse porque, de lo contrario, podía llevarse más de un zarandeo innecesario por parte de los cuidadores. 

Al principio de llevar a Paula al asilo o residencia, como se le llama hoy en día, sus hijos iban todas las semanas a visitarla, pero poco a poco fueron distanciándose. Paula no podía comprender ese abandono. Nunca se debe abandonar, ni siquiera a un gato o a un perro, pero ella era un ser humano y se sentía como una silla rota.

Pero lo que más le dolió a Paula fueron las palabras de sus hijos. –No veo a mis nietos –les dijo–, a lo que ellos respondieron –No querrás que traigamos aquí a los niños, ¿verdad?. En ese momento, Paula pensó, serán ellos los que os traigan a vosotros.

Un día llegó uno de sus hijos y le dijo –Mamá, con todo el año que hemos llevado de trabajo nos merecemos unas vacaciones, vamos a estar un tiempo sin venir a verte. -Por las mejillas de Paula resbalaron 2 lágrimas de incontenible dolor.

Al poco tiempo, los hijos recibieron una llamada. Al otro lado de la línea una voz les anunció el fallecimiento de su madre. Y la silla rota dejó de molestar.

Amelia Miguel Fayos
Aficionada a escribir relatos cortos

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