Las Escuelas Nacionales (por dentro)

El 27 de Noviembre (Festividad de San José de Calasanz), se cumplieron 45 años del último y creo que único homenaje (por lo menos que yo sepa) que se ha hecho a los llamados “Maestros Nacionales” en su conjunto, si bien es verdad que de forma individual se homenajeó mucho más tarde y ya en nuestra moderna Democracia con la rotulación de calles y plazas a alguno de ellos, pero fue en 1972 cuando el Ayuntamiento de Buñol, presidido por el alcalde Cesar Ferrer y por iniciativa de la publicación local “Voces de Buñol” dirigida por Eduardo Ruiz, se cobró una deuda que este pueblo tenía con los que habían hecho que cientos y cientos de niños convirtiesen este municipio pequeño y apartado de la capital en un pueblo laborioso, culto y soñador, como dice su himno.

En los actos que se llevaron a cabo, comidas de homenaje, entrega de pergaminos y medallas, discursos emotivos… los artículos escritos sobre esos, ya digo, merecidos homenajes, leídos 45 años más tarde, parecen muy profundos, sinceros, en los que se pueden apreciar cariño, devoción y admiración por esos hombres y mujeres que se dejaron la vida al frente de unos pupitres llenos de niños y niñas sabiendo que el futuro de ellos estaba en sus manos.

Se habló en esos homenajes solo de los maestros y maestras, pero no de como era la vida de los alumnos. He repasado hoja por hoja periódicos, boletines y revistas de nuestro entorno y no he localizado nada que nos pudiera describir como era la vida de los alumnos, y es una pena que esa parte de la escuela no se divulgue para que quede constancia histórica de aquella parte de nuestra vida, que desgraciadamente no aparece en ningún lugar, así que desde aquí os pido que las cosas que no se “ven” en Internet, las cosas que están en el recuerdo, en esa parte del cerebro humano que guarda las experiencias que cada uno tiene, creo que es un deber el darlas a conocer para que la generaciones venideras sepan como se vivía, como era el día a día de nuestros padres, cual era nuestro día a día.

En mi caso yo nací en la zona del castillo, me correspondía, al ser varón, las Escuelas Nacionales del entonces llamado Huerto del Castillo, el mismo edificio que hoy ocupa Radio Buñol. Las niñas, también de mi zona, por circunstancias del modo en que la escolarización estaba hecha, lo hacían en aulas solo para niñas. Sin importarle al “régimen” si estaban cerca o lejos de sus casas, iban a San Luis (al hoy desaparecido albergue), o a Las Ventas, en lo que hoy es el parvulario de la calle Facundo Tomás. Las niñas, también en Las Ventas, podían optar por escuelas dependientes de la Iglesia (Escuelas Parroquiales), o, en la zona del pueblo, en la congregación religiosa que estaba instalada en lo que hasta ahora ha sido el mercado del pueblo. También en esta zona existían unas Escuelas Parroquiales para niños situadas en la Casa del Cura, en la calle del Cid.

Como digo, yo fui a la del castillo. Mi maestra era Doña Mari y, después, por poco tiempo, Doña Teresita.

Doña Mari era una mujer guapísima, muy avanzada a su época y que no sé si por ella o porque cayeron por casualidad, nos sentábamos en pupitres de forma hexagonal (en casi todas las escuelas eran de dos alumnos), dando lugar a un tipo de enseñanza que era la manera de juntar a seis niños para resolver cuestiones que por separado seguro que serían más complicadas. Aprendimos pronto a leer y escribir. Tenía Doña Mari palomos, era muy aficionada a la columbicultura. Los niños recuerdo le llevábamos maíz, y a veces el aula se nos llenaba de palomos y algún que otro bicho raro.

Terminada mi faceta de párvulo, con cinco o seis años (no recuerdo bien) pasé a la escuela de al lado, la de Don Alfonso. Don Alfonso Rojas era un maestro originario de Alginet. Tuvimos mucha suerte la gente que fuimos alumnos suyos, el hombre era un maestro de izquierdas, de un partido republicano de izquierdas, quizás socialista. Comentaron que lo sacaron de su pueblo para exiliarlo y afortunadamente nos lo enviaron aquí.

El día a día de la escuela era entrar a las nueve de la mañana, echarnos al cuerpo un par de Padrenuestros y alguna que otra Ave María, eso sí, bajo la atenta mirada de un crucifijo flanqueado a derecha e izquierda por una fotografía de Franco y otra de José Antonio colgados en la pared detrás de la mesa del maestro, para más tarde salir a las doce del mediodía, volver a las tres de la tarde y salir a las cinco. En medio de esos horarios, aprendiendo con la enciclopedia Álvarez delante. Por cierto, una enciclopedia en la que, paradojas de la vida, en la sección de gramática decía textualmente entre muchísimas otras cosas: “Idioma es la manera de hablar de cada pueblo o nación”. ”Dialecto es la manera particular de hablar el idioma oficial de un país en determinadas regiones del mismo”. ”Los dialectos carecen de tradición literaria, es decir no poseen obras importantes escritas en ellos. En España podemos considerar como tales el bable asturiano, el extremeño y el andaluz. El catalán, el gallego y el vasco tienen en cambio categoría de idiomas y el valenciano es una variedad dialectal del catalán”. Nadie entonces echaba el grito al cielo, el valenciano era lo que era. También, para adoctrinar a los niños, era muy frecuente en sus páginas el ver el campanario de una iglesia derribado por una hoz y un martillo, o iglesias donde las llamas salían por las ventanas y en la últimas páginas las proclamas victoriosas de la “guerra de liberación”. Don Alfonso intentaba que aprendiésemos aritmética, geometría, geografía, religión católica, historia y, sobre todo, buenas costumbres y sentimientos libres. Nunca nos pidió que le justificásemos el ir a misa los domingos, por lo que eran pocos los de la escuela que asistían. Cuando cada 20 de noviembre y tal como la jefatura del gobierno y el Movimiento (por cierto, un movimiento que estuvo parado 40 años) ordenaba a todos los pueblos de España rendir homenaje al fundador de la falange, José Antonio Primo de Rivera, Don Alfonso nos colocaba en fila de dos, él se ponía delante y, sin mirar nunca hacia detrás, emprendía el recorrido desde la escuela hasta la fachada de la iglesia del pueblo, que es donde estaba la cruz de los caídos (del régimen). Como es de suponer, cuando llegaba iba él solo, como mucho alguno que se situaba a su lado y que andando de forma marcial Cuesta del Castillo “pabajo” también se tragaba el evento. Los pupitres aquí eran para dos alumnos, inclinados, con ranuras en la parte de arriba para los lápices y palilleros, y con dos agujeros también en la parte de arriba para meter los tinteros que Don Alfonso recargaba con tinta que él mismo fabricaba a partir de unos polvos mezclados con agua y que con la pluma (y con las manos) íbamos consumiendo poco a poco.

El Plan Marshal llegó poco a España. Por supuesto, a Buñol ni se asomó. Lo máximo que pudimos tocar de los americanos en aquellos tiempos fue la leche en polvo y el queso amarillo, que a los niños nos gustaba una barbaridad, pero esto fue gracias a las Congregaciones de la Iglesia Católica Norteamericana, que en vista de la desnutrición de los niños españoles, a través de Cáritas, se hacían campañas de reparto de leche y queso. En algunas partes la leche la diluían en agua y la servían en los propios colegios. En el caso de mi escuela, íbamos al colegio del albergue de San Luis y allí nos llenaban unas “ferrás” que previamente alguno de los niños había llevado de su casa, y con ellas llenas y con los botes de queso, “pal Castillo”.Ni que decir tiene que desde San Luis a la Escuela la “ferrá” disminuía considerablemente. Una vez en la escuela, Don Alfonso repartía el queso en trozos y la leche llenando los “sacos de merienda” que habíamos llevado. Esto se hacía una vez, como mucho dos veces al año. La semana escolar era larga, de lunes a sábado inclusive. El sábado era especial, Don Alfonso nos dibujaba en la pizarra (por cierto, era buen dibujante) el motivo del Nuevo Testamento que por esas fechas estuviese en el calendario: Navidad, Belén, Reyes Magos, Epifanía, Semana Santa…

Digo que era el sábado un día especial porque por la tarde no había escuela y el día siguiente, como ahora, era domingo, pero también porque nos visitaba el cura de la iglesia de San Pedro, Salvador Domingo Salvador, que a cincuenta metros (ese era su error) de cualquier persona, sobre todo niños, ya iba con la mano vuelta para que se la besasen. Le teníamos miedo, no era (aunque él lo pretendía) una persona que te inspirase confianza, posiblemente por su manera fina y prolongada de hablar, por su vestimenta o ve tú a saber, porque con la edad que teníamos no podíamos analizar actitudes que seguramente nos hubiesen gustado menos. Una charla, unos cuantos rezos y a casa, en fin…

Corría el año 1960 o 1961 cuando dejé la escuela de Don Alfonso y pasé a la de Don Salvador Díaz Martínez, situada en la segunda planta del Ayuntamiento de Buñol. De las tres plantas y el bajo que tenía el edificio, la primera planta y el bajo se destinaban a las tareas propias del Ayuntamiento y en las plantas segunda y tercera estaban ubicadas cuatro aulas (dos por planta) de las Escuelas Nacionales (aquí se denominaban del Ayuntamiento). Se entraba por la parte de detrás del edificio. También tuvimos una grandísima suerte los que, como yo, estuvimos bajo su tutela. Don Salvador era inteligente, sabía tratar a los niños, era paisano de todos nosotros, nos conocía por nuestras familias, por nuestras raíces, sabía con quién trataba y, por supuesto, cómo tenía que tratarlos. Era también de izquierdas, socialista seguro. Al término de la guerra lo enviaron, o más bien lo exiliaron, a Galicia. Tras algunos años fue acercándose a su tierra, primero lo llevaron a Ibiza y más tarde, y por bastantes años, fue maestro en Utiel, para por fin trasladarlo a Buñol, donde estuvo impartiendo clases hasta su jubilación.

Digo que tuvimos suerte porque en esos años el adoctrinamiento que imponía el régimen era bestial y mientras nosotros nos dedicábamos a las clases habituales y a lo que hoy se denomina bricolaje (tenía incluso una sierra en la escuela, hicimos una réplica en escayola del campo de fútbol del Real Madrid), otros en la escuela de al lado cantaban el Cara al sol. Habló con el “Tío Chimo Masmano” y logró que nos entrenara a los que nos gustaba el fútbol una vez a la semana. Eso que hoy parece una chorrada, no podéis ni imaginar lo que representaba para nosotros. Tampoco, como Don Alfonso, nos pedía el lunes el justificante de la misa, tampoco miraba hacia detrás.
Para terminar, dos anécdotas que me ocurrieron en ese tiempo. Un día nos dicen que van a traer un obsequio para los niños. Total, que llegan unos señores y nos reparten a cada niño una botella con un líquido obscuro. Cuando la bebí noté una sensación que todavía recuerdo, no había bebido una cosa tan agradable como aquello. A alguno no le gustará, pero aquella Coca-Cola fue la mejor de mi vida.

La otra anécdota fue que el arzobispo de Valencia, Marcelino Olaechea, vino a Buñol a impartir la confirmación a los niños y niñas que habían tomado por primera vez la comunión por esas fechas. Aprovechando la estancia visitó alguna escuela, entre ellas la de Don Salvador. El hombre estuvo amable y, después de dirigirnos unas palabras, quiso hablar con algún alumno. Total, que mis compañeros me eligieron a mí como representación de todos. Yo, al verme al lado de aquel hombre, sabiendo lo que representaba, su vestimenta, un anillo precioso (me tenía cogido por el hombro) que era más grande que mi cabeza, le comenté que Gregorio Galarza también podía estar allí conmigo. Así que cuando Gregorio salió, nos preguntó a ambos si habíamos confirmado. Al decirle que no lo habíamos hecho y preguntarnos por qué, le respondimos que no lo habíamos hecho porque no habíamos comulgado, con lo que el hombre nos comentó que no debíamos de dejar de hacerlo. Asentimos con la cabeza, pero lo que no imaginaba él, es que no podíamos comulgar porque estábamos sin bautizar, así que menudos representantes eligieron nuestros compañeros para hablar con el clero.

Manuel Roca Vallés
Recordando otras cosas del 68

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