Las maestras

La primera vez que entré como maestra en una escuela, además de ser muy joven, no había hecho prácticas en ningún colegio y, por lo tanto, no tenía ni idea de qué iba a hacer con aquellas criaturas que me miraban expectantes y curiosas y a las que de un momento a otro tendría que dirigirme.

Después de las presentaciones pertinentes, se me ocurrió ponerlas en corro para ver cómo iban con la tabla de multiplicar –era un tercero de E.G.B.– y me di cuenta de que eran muy pocas las que sabían contestar correctamente. Me había comprado una libreta de apuntes y en ella anoté lo que había ocurrido, así que, como deber de casa, les dije que se estudiaran la tabla del 2 para el día siguiente.

Y, ¿ahora qué? Me pregunté yo. Pues nada: un dictado de su libro y así luego lo corregimos en la pizarra.

Así se hizo. Una vez corregido por ellas me lo entregaron, no solo para ver la corrección, sino también para reparar en aquellas faltas que habían pasado desapercibidas. Mientras revisaba los dictados les mandé dibujar a sus familias a fin de establecer qué grado de importancia daban a los miembros de cada casa.

En los dictados me encontré faltas de todo tipo: corregidas, pasadas por alto, frases inacabadas, palabras que no entendía… un galimatías absoluto. Y es que me he olvidado decir que aquel colegio estaba ubicado en un pueblo de la Ribera y su habla cotidiana era el valenciano. Esto fue en septiembre. En navidad ya entendía casi por completo lo que se me decía. No me quedó otro remedio.

Mi segundo destino fue un pueblecito minúsculo y agrícola de la Serranía lindando con Teruel en el que todavía estaban a principios del siglo XX: mujeres con pañuelos en la cabeza y dedicadas, no solo a sus casas, sino también al cultivo, principalmente de patatas, pastoreo y cereal. Allí las fuerzas vivas del pueblo éramos las maestras, el médico, los curas y el panadero, que todas las noches nos reuníamos en casa del médico para poder dejar el aburrimiento junto al frío, fuera de la casa. Aprendí mucho de política que aún estaba prohibido.

Me adjudicaron parvulitos, primero y segundo cursos en un cuarto oscuro, sin apenas patio y con una estufa de leña que yo no sabía encender. Cada niño traía su tarugo de casa para la estufa y, el día que el viento venía de cara, nos calentábamos porque por suerte se encendía, pero cuando venía del revés, nos congelábamos de frío en aquel agujero. El alcalde se apiadó y mandó leña y personal para que pudiéramos pasar el crudo, crudo invierno.

Yo no sabía enseñar a leer a los pequeños, no lo había hecho nunca, pero a fuerza de leer y preguntar y probar un método y otro, conseguí que los de cinco años tuvieran un nivel de lectoescritura… aceptable. ¡Mis apuros me costó!

La gente hablaba mucho de nosotras las maestras por las reuniones en casa del médico. No podían comprender el porqué de aquellas reuniones diarias, de aquellos cánticos con la guitarra; de los curas (había dos para todas las aldeas) mezclados allí en orgías imaginarias. ¡Una locura! Pero nos dio igual. Cada persona hacía su trabajo cotidiano y después de cenar, la costumbre nos llevaba a aquella reunión tan criticada.

Han pasado muchos años, muchos desde aquellas primeras veces y he de decir que para mí supuso el verdadero aprendizaje de mi profesión, porque no hay nada más eficaz que el ir caminando a la par que lo hacen quienes tú enseñas.

Como Maestra (y lo pongo con mayúscula porque no hay profesión más difícil que la nuestra) he procurado meterme en la mente de mi alumnado y conocer sus carencias, sus problemas dentro y fuera de clase. Me he reído con ellos. He llorado. Me he enorgullecido cuando han alcanzado sus metas. También me he enfadado, claro.

He intentado –intentado– enseñarles a pensar por sí mismos, a ser mejores personas, a creer en ellos y todos, creo que todos, guardan un buen recuerdo de su paso por el colegio Cervantes, que fue el último de mi andadura.

Mi problema principal ha sido la permanente duda de si lo que enseñaba era lo correcto, si mi alumnado era capaz de entenderme, si poco a poco iban subiendo las escaleras del aprendizaje y si en la diversidad podía yo ayudar a crear confianza en ellos para que ninguno se sintiera mal.

Otro problema fuerte fue el paso de una ley de Educación a otra. Estudiar y estudiar para que esas leyes, hechas la mayoría por personas ajenas a la escuela, pudiera el alumnado adaptarse a aquello que ley y colegio pretendían. No siempre fue fácil.

Cierto que nunca estuve sola. El trabajo en común fue una máxima respetada y enseñada tal y como los departamentos dirigían. Luego…”cada maestrico tenía su librico”.

Cierto que, como he dicho al principio, mi aprendizaje fue siempre parejo al de los adolescentes y que sus dudas personales, sus quejas, sus razonamientos en las clases de tutoría, me servían para ir más allá, siempre un poco más allá. Y no dudo de que habrá personas que piensen que no fue tal y como lo escribo, que este escrito es demasiado complaciente, pero he de decir que yo me siento tranquila con lo que fue mi profesión porque hasta en los enfrentamientos del claustro por las diferentes formas de ver las cosas, éramos capaces de dejar aparte aquellos enfados, pasarlos por el tamiz de la razón y elegir aquello que nuestro grupo necesitaba.

Anécdotas hay muy buenas:

– Una tarde soporífera de calor, en clase de francés y explicando yo en la pizarra los artículos, escucho risitas detrás de mí. Me vuelvo a ver el motivo y…veo a una mosca volar bajito con las alas desplegadas por un papel en el que ponía: “Rebajas en el Corte Inglés.”

– Otro día en una excursión a Nuria, en el Pirineo catalán, teníamos que coger el tren cremallera para poder subir. Era un poco caro para la época: 50 pesetas por persona y protestaban porque no querían gastarse ese dinero para ver no sabían qué. Les dijimos: “Bueno, hay otra solución: podéis subir arrastrados por solo 10 pesetas. Pensadlo”. Al minuto viene una fila de chicos y chicas y me dicen: Maestra, nosotros queremos subir arrastrados. Aquí tienes el dinero…

– En otra excursión a Andalucía fuimos a Puerto Banús a ver el oro y el moro de los ricachones. Les habíamos dicho que podíamos ver por dentro el yate de Gunilla von Bismarck siempre que se mudaran como si fueran a una fiesta. Lo único que había que hacer era buscar la embarcación y presentarse como alumnos del Cervantes de Buñol, que ella ya sabía. Pasa el rato. Pasa más rato. Tiendas de ostentación por todos los lados, embarcaciones exageradamente lujosas… Al final vienen los y las curiosas muy pero que muy enfadados diciéndonos que allí no estaba ningún yate de la tal Gunilla y que no les parecía bien lo que había pasado. Nos llamaron troleras, se molestaron por el rato que perdieron y todo quedó en un chapuzón en la playa.

Hubo más bromas, más viajes, más pasarlo bien y mal. Como cuando se nos perdió un alumno en Ordesa y estuvimos esperándolo una hora de reloj y apareció tan feliz, sin percatarse del tiempo que era ni de que estábamos medio llorando de angustia (por supuesto que no había móviles).

Y siempre he pensado y ahora más todavía con mis nietos: ¡Son tan inocentes los niños! ¡Tan vulnerables! ¡Son tan nobles, aún los más traviesos! ¡Es tan maravillosa la capacidad de ver cómo van poco a poco subiendo esas escaleras! Por eso, si volviera a nacer, si volviera a elegir la profesión que yo quisiera… sin dudarlo, sin ningún titubeo diría bien alto:

Quiero ser maestra para subsanar los fallos que sin duda tuve la anterior vez.

Para fijarme más en aquello que se me pasó por alto.

Para darle al alumnado la oportunidad de ser lo que quiera sin que se pierda nadie en el camino.

Para ser yo misma mejor persona porque una maestra o es una buena persona (que no tonta) o no es maestra.

Y en esta fecha 8 de marzo de 2018 felicito a todas las mujeres que siguen luchando en pie de guerra por una educación digna, comprometida e involucrada en los problemas de esta sociedad tan barata que nos están imponiendo. Tal vez como utopía estaría bien que las maestras participáramos en las futuras leyes educativas. Por suerte, Buñol lo está intentando.

Consuelo Trasobares Serrano
Eterna maestra del Cervantes

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