Nuestros mayores: Maruja Carrascosa Manzano

Los recuerdos de nuestros mayores nos pueden ayudar a sentirnos enraizados, entender mejor el porqué de muchas cosas, enriquecernos con las relaciones intergeneracionales, reforzar nuestros vínculos con la comunidad, admirarnos de su coraje para salir adelante en circunstancias, a veces muy difíciles. Conocemos las versiones de la historia normalmente desde la perspectiva de los que deciden, de los que tiene poder. Si contaran con un mínimo de empatía sentirían el sufrimiento que causan sus decisiones, y las cosas seguramente serían de otra manera. Recoger su testimonio , asumir nuestras propias responsabilidades en el presente, hacer lo que nos sea posible por mejorar, es una gran oportunidad.

n6-el foco

Cuéntenos cómo recuerda cuándo era niña.

Uy, jugábamos con avaricia. Lo que he jugado yo no lo jugarán ahora los niños. Tenía un nidico de pajaricos al lado del Castillo, donde trillaba el trigo mi abuelo, y no hacía más que hacer viajes a ver el nido. Jugábamos mucho. Me acuerdo de una murga en la que estaba mi padre que se llamaba Ricarda de la U que decía: Tienes una mina con eso que marcha tan bien El Gurugú, tu gorda que estás, y yo cuando cobro el saco vacío me toca bajar. Por dios ten pasión de tu maridito que es el que trabaja y no puede sumar , no seas así tú, no seas así tú, porque el mejor día yo cojo un hombre y me apartaré de tú. Se ellos hacían los instrumentos.

 

Cuando empezó la guerra tenía ocho años ¿Qué recuerda de la guerra?

Durante la guerra no vivimos tan mal como en la posguerra. Cuando el bombardeo, iba a la Cabrera con mi amiga Encarna, madre de la Ague, a llevarle la comida como todos los días a mi padre, que estaba trabajando, y por Talleres Espejo, que le llamaban “La Pava”, a la salida de Buñol por la calle Pérez Galdós, nos pilló. Un soldado nos salvó porque allí cayó una bomba, nos escondió debajo de la carretera.

En casa de mis padres, en el Castillo, la gente se refugió en la Torreta. Se habían dejado la comida en la mesa. Cuando volvieron, el perrico que vivía con nosotros, estaba apoyado encima de la mesa, mirando los platos llenos, con hambre, pero sin tocar nada de nada.

Durante la guerra, ocurrió el suceso de las monjas. Atacaron a tres monjas que iban de camino a Godelleta . Tu padre Urbano y el Alcalde Vicente Furriol, fueron quienes acudieron a socorrerlas. ¿Qué recuerdas de aquello?

Les dispararon perdigones. Iba la superiora, alguien dió el aviso y acudieron los dos a socorrerlas. Cuando llegaron allí aún estaban vivas. Ellas pidieron que las mataran para acabar con lo que estaban sufriendo. El tío Furriol se negó. Una de ellas murió allí, otra murió en el hospital, y la que sobrevivió, salvó después al tío Furriol cuando lo iban a fusilar al acabar la guerra.

 

En la guerra se hacían los paseíllos en los pueblos. Grupos de voluntarios iban a otro pueblo a matar a gente. Cuando desde Requena se lo propusieron al Alcalde comunista Furriol, convocó a los voluntarios que estuvieran dispuestos a hacer el paseíllo en Requena y luego, devolverían la visita los voluntarios de allí. Pero entonces lo que hizo fue responsabilizar a este grupo de voluntarios de todas las muertes que ocurrieran en Buñol. Así, gente que pudo llegar a ser asesinos justicieros fueron protectores de la gente de su pueblo, sin distinción. Furriol fue un buen hombre. Puede ser que por eso, ya en la posguerra y a pesar de que a Buñol se le conocía como la pequeña Rusia, por la fama de gente de izquierdas que había, parece que era un pueblo respetado y no hubo una represión tan brutal como en otros lugares, porque hubo gente de izquierdas de otros pueblos a la que aconsejaron venirse a Buñol, para evitar persecución, palizas o algo peor. ¿Qué crees tú, Maruja?

El cura Don Salvador era de Liria y vinieron a darle el paseo. Cuando llegaron, el tío Furriol les dijo que no había aquí ningún cura y lo escondió. Le salvó la vida. Cuando acabó la guerra el calabozo estuvo donde estaba antiguo Litro (al lado de la iglesia) y allí había palizas a gogó. Contaba la tía Fallas que un hombre murió de las palizas que le daban. D. Manuel Villa era maestro, ya era mayor y por la edad no se permitía fusilarlo, pero le hicieron el juicio y allí estaba la tía Pepa la de Masmano. Él estaba sordo , la tía Pepa le explicaba lo que ocurría, y cuando dijeron la sentencia de pena de muerte, la tía Pepa le dijo cadena perpetua, pero él había leído en los labios.

Vaya, de los más peligrosos para el régimen, los maestros, qué cosas. ¿Qué recuerdo tiene de la posguerra?

Muy mal. En la guerra no llegamos a padecer, pero en la posguerra nos obligaban a trabajar mucho y cobrar poco. Si tenías dos talegas de trigo una la tenías que dar. Habían cartillas de racionamiento. Mi padre entraba a trabajar a las seis de la mañana. Cuando salía de trabajar de la fábrica de cementos iba directo a regar la Huerta Arriba. Era el regaor. Allí le llevábamos la comida mi madre y yo. Mi abuelo le dejaba el carro para llevar leña a Manises para las fábricas de cerámica. En todos los años que estuvo en la fábrica no llegó a cobrar ni cinco, porque como no tenían bastante iban comprando a cuenta del sueldo. Hambre, hambre, no llegamos a pasar, pero ganas sí. Mi padre tenía las garrofas arriba de la casa cuando vivíamos en el Castillo, y venían mis amigas y me decían, Maruja vamos a tu casa a comer garrofas. Nuestras garrofas eran muy sanas, y mi hermana y yo nos despertábamos muchas veces con garrofines en las manos. Un día mi tía me dijo, Maruja, tenemos arroz con pollo para comer, y le contesté ¿arroz con pollo?. Sí, el pollo estaba pintado en la fuente donde sirvió el arroz.

Como todos los de su generación ha trabajado mucho Maruja, cuéntenos.

Había mucha faena pero poca paga. Desde los doce años trabajé en “amo”, como se llamaba entonces al servicio doméstico. Con dieciocho años empecé a trabajar en la papelera. Éramos muchas “papeleras”(las trabajadoras de las fábricas de papel). Yo era saquera. Nos pagaban a diez pesetas los cuatro mil sacos, nunca llegué a dos mil, pero los que yo hacía no me retiraban ninguno, porque todos estaban bien hechos. Estuve tres años en la fábrica de Corrons, bajábamos a cobrar todos los sábados, luego fue a menos. Después entré en la de Máñez, que era un molíno pequeño y viejo, frente al hogar de niñas.

Me salí para casarme con veinticinco años. A los treinta y tres me quedé viuda con los dos chiquillos y una paga muy ruín. Entonces me fui a trabajar a Ginebra, otros se iban a Alemania, había un convenio. Mis hijos se quedaron con mis padres. Una prima me dijo que Carmen la de Gila y la de Malea iban buscado gente para limpiar allí. Había un cura, el padre Miguel. Mi prima se volvió al poco, no cayó bien en la casa que estaba. Primero estuve en el Consulado, y allí se comía mal. Luego estuve en una casa muy buena, lloraba mucho y los dueños no sabían que hacer para alegrarme. Me preguntaban qué me pasaba que estaba tan triste y respondía “el solete, no hay solete”. Así que si algún día salía el sol, venía corriendo a decirme “Mauca, el solete, ha salido el solete”. Un día se enteró que había una obra de teatro española y llamó a Carmen que sabía francés para que fuéramos juntas, por alegrarme. Aún la recuerdo como si la acabara de ver. Trataba de un hombre español que iba a emigrar y la mujer, de un faldón le hizo el cuello de la camisa. Éramos lo menos veinte personas de Buñol en Ginebra. Libraba los sábados que me iba a casa de mi amiga, un matrimonio de Buñol, y nos íbamos pasear. A veces íbamos a un bar que se llamaba Don Quijote al que iban otros españoles. Allí aprendí el himno de Buñol.

Estuve allí un año más o menos y me volví por mis hijos. Lloraba mucho por ellos, y mi amiga también lloraba, también, porque como yo había dejado a sus dos hijas en Buñol.

Al volver estuve trabajando entonces en la fábrica La Milocha durante tres años. Después me volví a casar y vinieron años mejores, hice lo mejor, Venancio era un buen hombre.

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