Requiem por una buñolera

Este mes de marzo, en el que se celebra el Día de la Mujer, me ha parecido oportuno evocar y honrar la memoria de Fina Luján, una buñolera admirable e icónica como pocas, mediante la inserción de un artículo que le dediqué cuando falleció, hace casi cuarenta años. Era una buena amiga a la que admiraba y, en aquel momento, me salió del alma lo que sigue a continuación.  

 Fina Luján ha muerto y, con su desaparición, todos los buñoleros hemos perdido algo muy entrañable, muy nuestro. Quien fue un ejemplo de vida, quien fue la comunicación hecha alegría, quien quiso –y supo– ejercer de buñolera con una espontaneidad y categoría envidiables, también ha sido un ejemplo a la hora de enfrentarse con la enfermedad y con la muerte.

Días antes del fatal desenlace, que todos temíamos pero no queríamos admitir, fui a visitarla a la clínica. Saludé a Eduardo, su marido, que estaba derrumbado en un sillón, y me acerqué a la cama. Al inclinarme para besarla, advertí en su mirada la resignación e impotencia de quien sospecha la gravedad de su estado e intuye su fin próximo. Su aspecto físico me alarmó e impresionó. Extremadamente delgada, mal color, vientre muy abultado… Si, la terrible enfermedad, el cáncer maldito, la estaba devorando. Por primera vez en mi vida la encontré abatida y preocupada, pero sin quejarse, ni hablar de ella misma, ni de sus males. Con voz débil me preguntó por mi mujer y mi hijo, y también por el estado de salud de mis padres. Esta era Fina, negación de sí misma, generosidad y amor al prójimo, incluso en los umbrales de la muerte. Al concluir mi visita nos despedimos con otro beso. Cerré la puerta tras de mí y no pude contenerlas lágrimas. Sabía que acababa de verla por última vez y, desgraciadamente así fue. Pocos días después, el mismo día del entierro, fuimos avisados por mis padres de la triste noticia, e inmediatamente nos pusimos en camino hacia Buñol.

Previendo la masiva asistencia a la misa de corpore insepulto entramos en la  Iglesia de San Pedro con media hora de antelación y ya estaba casi llena. Diez minutos después ya no cabía nadie ni de pié, y muchos tuvieron que quedarse en la calle. Había dolor y asombro en el ambiente, así como un murmullo inusual para un templo, que cesó bruscamente a la entrada del féretro. Fue entonces cuando la emoción estalló en forma de sollozos aislados, mal contenidos unos, abiertos y desgarrados otros. Los familiares, visiblemente rotos, mostraban sin embargo una aparente entereza. Ellos habían agotado ya sus lágrimas aunque la huella del dolor surcaba sus rostros. Creo que nunca me he emocionado tanto en un funeral.

La homilía del joven párroco de San Pedro, fue muy sentida y vibrante, de las que te llegan. La centró, obviamente, en la figura de la difunta a la que, por haber sido básicamente creyente y practicante, conocía muy bien. Dijo, entre otras cosas, que era el símbolo de la mujer buñolera y resaltó su generosidad, su humanidad, su amor al prójimo y, especialmente su entereza y serenidad ante la muerte, a la que quiso enfrentarse en gracia de acuerdo con sus creencias y su fe. “Me pidió la bendición del Padre antes del final”. Y como seguía escuchándose algún sollozo y veía lágrimas en muchos rostros, trató de levantar los ánimos, apelando a la entereza y fe cristiana ante el misterio de la muerte. “Hay que estar alegres porque ahora Fina inicia la verdadera vida, la eterna”. Pero también a él, humano al fin, se le quebró la voz en un par de ocasiones.

La salida del templo fue también impresionante. La gente impidió que se depositara el féretro en el furgón para llevada a hombros. Se sucedieron los relevos y en uno de ellos tuve la oportunidad y el honor de llevarla durante unos minutos hacia su última morada. Me extrañó que faltara el acompañamiento de la música, esa música que ella sentía, vivía y amaba, como todo lo de su pueblo. Quiero suponer que esta ausencia fue debida a premuras de tiempo o imponderables de última hora.

Buñol se ha quedado sin su Fina. Reflexionando esto durante el trecho que la porté a hombros, se me antojaba absurdo, injusto y hasta grotesco, que aquella explosión de vida y alegría hecha mujer, yaciese en ese momento inerte, sin vida, sin voz, dentro de aquella caja, callada para siempre…

Como creyente creo, o al menos quiero creer, que todo no termina aquí abajo, que hay otra vida y que ojalá cuando yo entre en ella, me encuentre con Fina. Seguro que estará en el mejor sitio de la gloria, pero es que, además, estando ella, será el sitio más alegre.

Uno, a pesar de estas convicciones, es esencialmente un débil ser humano y se desmorona ante pérdidas tan sensibles y aparentemente absurdas. Entonces surge la duda y las interrogantes. ¿Por qué ella? ¿Es que Dios ha querido darle más alegría al cielo? Si es así, no cabe duda que ha elegido lo mejor, dando prueba de su sabiduría infinita. Claro que los buñoleros hemos pagado un alto precio por esa elección. Pero mirándolo de otro modo, conforta pensar que teniendo a Fina de embajadora nuestra en el cielo, tenemos más posibilidades de acceso. Su amor, que antes sentíamos y ahora intuimos, sigue ahí, desnudo ahora de ropajes terrenos, más puro, más sublime. Si esto es así, y yo así lo creo, ¡qué no hará Fina por su pueblo y sus paisanos!

También pienso mucho en su familia, especialmente en su marido, el bueno de Eduardo, que casi ciego, tenía en ella sus pies y sus manos, la compañera, la esposa, la amiga… Son ellos quienes realmente han perdido más, lo se. Lo que ocurre es que las personas populares y queridas son, por así decirlo, patrimonio del pueblo. Tenéis que aceptarlo así, Eduardo. Sabéis que os quiero y comparto vuestro dolor como propio pero es que Fina, además de colmaros de amor a vosotros, le sobraba tanto que se le quedaba pequeño el ámbito familiar y repartía por doquier. Por eso era tan vuestra como nuestra. Pero a vosotros os cabe el orgullo y la satisfacción de haber compartido vuestra vida con ella y haberla sentido más cerca.

Pero Fina no ha muerto del todo. Su espíritu, siempre joven y fresco, nos acompaña. Con nosotros queda para siempre el recuerdo de su risa fácil y contagiosa, su dinamismo y vitalidad, su capacidad de trabajo y, como no, su participación activa en las fiestas del pueblo que, con ella, eran más fiestas. También queda su obra pictórica, que ella cultivaba con ese entusiasmo que ponía en todo. Muchos de sus óleos y oros cuelgan de infinidad de hogares de Buñol y de fuera, incluido el mío. Pero muy por encima de su obra plástica están su obra humana, polarizada en ese amor al prójimo, que ella prodigaba con generosa naturalidad, sin importarle si eran de izquierda o derecha, Litros o Feos, ricos o pobres… Y es que vivía en clave de amor, muy por encima de ideologías, filiaciones musicales, o estratos sociales.

Llegados a este punto se me ocurre pensar: ¿Por qué no una calle a su nombre? Dicho queda e insto a las autoridades locales a que consideren esta sugerencia, que estoy seguro respaldaría todo el pueblo. Sería una forma bonita de perpetuar su memoria y pagarle de algún modo lo mucho que ella, con su amor y alegría hizo por todos y cada uno de nosotros, por Buñol en suma. Quizá esto pueda parecer excesivo y hasta yo reconozco que al hablar o escribir sobre Fina pierdo la objetividad, pero reconozcamos también que hay ciudadanos de a pie, que sin ser políticos, científicos o artistas notables, merecen sobradamente este homenaje de sus paisanos, a quienes han dado en todo momento lo mejor de sí mismos sin condiciones ni regateos. Son ciudadanos cuya obra se basa en una actitud espiritual, un saber ser y estar y un talante de entrega constante a los demás. Una obra intangible pero que cala hasta el fondo del alma de la gente, esa gente que aunque pase de muchas cosas, nunca pasa de que le quieran. Y creo que no hay buñolero o buñolera que no se sintiera querido por Fina.

Ciertamente esta mujer era un bálsamo, un oasis relajante en medio de este mundo donde priva el codazo, el pisotón, la indiferencia… Este mundo cuyo síndrome de tristeza e incomunicación interpersonal, hace que personas como Fina sean un lujo, una especie al borde de la extinción, que hay que proteger y fomentar a cualquier precio, para que la convivencia ciudadana no se deshumanice del todo. Yo creo que todo el secreto de Fina era que aún no había dejado de ser niña en la intención y en la sinceridad. Así de fácil y así de difícil. Tenía el candor y la inocencia de quien, libre de resabios, piensa que todo el mundo es bueno. Y es que con ella, todos nos sentíamos obligados a serlo o, al menos, a intentarlo. Tal vez su pintura, mejor que mis palabras, expresa ese mundo interior de niña, a través de sus pinceladas coloristas y expresivas. La variada temática de sus lienzos y tablas, que ella plasmaba con atrevida inocencia, mostraba su alma ingenua e imaginativa.

Descansa en paz querida amiga y desde donde te encuentres haz todo lo que puedas para que cada día nos parezcamos todos un poco más a ti. Acepta este modesto artículo mío, que me gustaría viese la luz pública en el pueblo, a través de nuestro periódico local, como un pequeño homenaje a tu memoria. Solo he pretendido expresar mis sentimientos, esbozando unas pinceladas de tu perfil humano. Me habría gustado ser escritor o poeta para cantar de forma más certera y bella la grandeza de tu alma, aunque entre buñoleros nos entendemos bien en lenguaje liso y llano, sin grandes retóricas. Pero seguro que habrá otras plumas más cultas que la mía, que te homenajearán a título póstumo, superándome en la prosa y la sintaxis. En lo que difícilmente me superarán, es en los sentimientos. Te lo aseguro.

Fina Luján ha muerto. ¡Viva Fina Luján!

Juan Simón Lahuerta

Buñol, 20-Septiembre-1983           

 

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