Siéntate a mi lado

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Nos acercamos a la Navidad, fecha en la que cada año nos reunimos con familia, parientes y amigos para festejar los diferentes actos que este período nos propone.

Para reunirnos nada mejor que una “gran comilona” a la que es imposible faltar. Así, vino y  champán para brindar, pavo, pollo, jamón, canapés, salmón y gambas para acompañar, turrones y pasteles como capricho y licores para “ayudar a la digestión”.  Todo esto intensifica el color de la mesa y sin duda llena nuestros estómagos hasta la saciedad.

Y yo me pregunto, ¿acaso estamos creando reservas en nuestros organismos para combatir una posible guerra nuclear, escondidos dentro de un agujero? Sin embargo, la respuesta a esta irónica pregunta pierde peso en su desarrollo. Entonces, ¿qué sentido tiene esta necesidad de reunirse para engullir?

A lo largo de la historia, incluso remontándose a la prehistoria, alimentarse constituía la actividad social y familiar por excelencia de la especie humana. Podría decirse que fue el modo primario de estar juntos y compartir, la manera principal de generar lazo social.

Sin embargo, la intensa aceleración del ritmo del cambio, dirigida por un sistema capitalista  que no deja de ofrecernos objetos de “usar y tirar” para satisfacer nuestro deseo inmediato, nos ha calado hondo. Esta rapidez en la vida cotidiana, estos excesos, generan un fuerte golpe al psiquismo que no consigue adaptarse. La familia ha entrado en crisis, los medios de comunicación intentan hacernos a todos iguales (nada más lejos de la igualdad), se prioriza la medicalización a la escucha… “El tiempo es oro señor@s”, no vamos a gastarlo hablando con nuestra familia, amigos, profesores, ni con nadie, y el día que toca hacerlo, ¿acaso sabemos cómo? Preparamos una comilona y que no haga falta levantar la cabeza del plato, o… llenamos ese vacío consumiendo alguna sustancia. Ya tenemos la excusa perfecta para ocupar el miedo a enfrentarnos a la relación. Al margen de esta situación que consideramos “normal”, están los que se “hacen de notar” (ninguno de nosotros por supuesto) y se convierten en enfermos. Este campo lo ocupa, la anorexia, la bulimia, la obesidad y la adicción.

Alimentarse es una función fisiológica y los trastornos de esta función no son consecuencia directa de las dietas, de las top-models, de la talla de ropa, de los productos adelgazantes, ni de la comida basura. Es probable que el origen de estas tan divulgadas teorías estén evitando la confrontación que todos hemos de hacernos con respecto a castigos, llantos, malos tratos tanto psíquicos como físicos, que se producen durante la infancia en la mesa como consecuencia de un “hoy no quiero comer más” del niño. El comentario “es que mi niño no me come”, a lo que no hay otra respuesta que “dé usted gracias de que no lo haga”, le sigue una obsesión generalizada por alimentar sin atender a la necesidad.

Con esto quiero dejar vislumbrar el sentido común que parece estar cubierto de excusas diseñadas para reducir el malestar. Esto no es una cuestión de señalar al culpable, ya que no tiene valor a la hora de encontrar respuestas. Pero sí que hemos de sentirnos responsables.

La mesa, el encuentro con el otro, debe ser un lugar de diversidad, compañía y alegría. Así que, en la medida en que tomemos consciencia de que las soluciones no tiene que venir a ponerlas el “hada madrina” o la “pastilla mágica”, sino que la responsabilidad está en cada uno de nosotros, el cambio será posible.

Si es necesario un consejo para estas fiestas, dile a aquellos que más te importan que se sienten a tu lado y comparte con ellos algo más que comida. Saca tus palabras, tu entendimiento, tu razón, tu alegría, pero siempre en la medida que sea posible, porque como dice el dicho “se coge antes a un mentiroso que a un cojo” cuando están en juego los secretos de familia.

Francisco Hernández Pallás.
Psicólogo y Psicoanalista.

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