Son las 16h. Acabamos de comer después de estar toda la mañana en la tienda de mi madre (en la Conchín) cortando vales de lejía y marcando el género que ha llegado. Y a pesar de que mi madre y mi abuela Concha me siguen dando la «turra» con eso de que no me bañe en la piscina o en «La Jarra» hasta que no haga la digestión (esto daría para otro texto), yo, toalla en mano, bañador colocado, riñonera del Valencia C.F. y chanclas de Kelme azules y blancas, me marcho a la piscina municipal.
Voy por mi calle (la de los Carboneros) y bajo por la calle Goya y las míticas escaleras que llevan hasta el recinto. A la izquierda se me queda Viachén, desde donde sale ese olor a jazmín tan característico de los días de verano. De cara, la puerta roja de metal, que solamente se abre para las cenas por la noche. Y a mi derecha, la pequeña puerta roja también de metal que da acceso a un pequeño pasillo que parece la entrada de un laberinto. Una vez accedo, frente a mí está el vestuario de las mujeres, a la derecha el de los hombres y en medio las taquillas. Yo, como llevo el bañador de casa, no necesito cambiarme ni dejar la mochila. Pero hay otras y otros que vienen con más bultos y los dejan en el vestuario. A cambio, una especie de llavero, que unos guardan en su mochila o bolso, y otros se colocan atado en las diferentes pulseras que llevaban en la mano. Cuando giro a la izquierda, la taquillera o taquillero de turno. Saco de mi riñonera los pases, que previamente y tras una cola descomunal, mi madre ha sacado en el Ayuntamiento. Un cartón verde con el sello del consistorio y con 30 números que tienes que cortar para poder acceder. Lo que decía la teoría es que esto te salía más barato que si comprabas la entrada en la taquilla todos los días. El caso es que después de entregar el diminuto «cuadradico», entro en el recinto.
A mi derecha una valla negra con una puerta que da acceso a la piscina pequeña y a un pequeño parque en el que hay: balancín, columpios y una especie de palo rodeado de un aro gigante que se enrolla con unas cadenas a la parte superior de ese palo y sobre el que los niños se cogen y dan vueltas (muchos hacíamos el «borregonsico»). Una vez paso la zona de la piscina pequeña, hay un enorme seto a la derecha que hace de separación de los dos espacios, la piscina pequeña y la grande. A mi izquierda se abre la amplia zona del bar, con una terraza enorme, con grandes toldos donde se colocan los más afortunados o los que han ido más temprano a coger sitio. A la izquierda al fondo, el bar. Con sus persianas rojas subidas y con gente en la barra o en las mesas de la sombra tomándose un «cafetico» del tiempo. Detrás de mí, el escenario de las verbenas. Ahí, muchas noches de verano –cuando los del Club Balonmano Buñol llevábamos el bar– vi actuar a orquestas míticas, como «Nuevo Amanecer».
Llego al bordillo que hay antes de una especie de acera más baja que discurre alrededor de la piscina. Miro a la derecha, a una especie de grada con escalones grandes –donde se ponía la gente guay de la época– y veo a mi cuadrilla. Como siempre, llego tarde. Voy subiendo los gigantescos escalones, paso la baranda blanca que rodeaba como una especie de balconcillo y llego a donde están mis amigos y me siento en una «esquinica» ya que somos muchas y muchos. Aquí voy a hacer un inciso. Había como una regla no escrita de que en esas escaleras nos poníamos la gente joven, unos a festear y otros a fumar. Seguimos.
Día de poniente en Buñol y lo que más nos apetece es bañarnos. Bajo a las duchas que dan a la pared de los vestuarios del «Poli» –ahí el agua está más fresca que en las duchas de lo hondo porque no da tanto el sol a lo largo del día–. Una vez remojado, al agua. Y comienza la tarde de juegos. Primero y recién comido a «torico», luego a la palanca, a «peleicas» subidos encima de los hombros de los amigos más fuertes. Esos mismos amigos también nos lanzan a los que pesamos menos hacia arriba y caemos de cabeza. Ahora hay que descansar. Me salgo del agua y nos sentamos con las piernas estiradas en ese bordillo del que os hablaba hace un rato. Cuando ya llevo un rato, busco a la chica que me gusta, la localizo y me lanzo al agua a hacerle un poco la puñeta. La meto debajo del agua, la salpico y le digo cuatro tonterías –la verdad es que las formas de aquellos años no eran muy ortodoxas, pero nadie nos había enseñado–. Salimos del agua, ella se va con mis amigas y yo me voy con los chicos que están en lo hondo jugando. Primero nos impulsamos hacia abajo en el borde de la piscina para tocar el fondo. Aunque el final de la piscina –que acababa en cuesta– era más fácil tocar. Nos cronometramos para ver quién es el más rápido. Luego jugamos a tirarnos de cabeza. Y mientras lo hacemos en el suelo veo las marcas de algo que en su día estuvo allí puesto y que ya no está. Os hablo del trampolín. Y aquí hago otro inciso.
Mi padre –que en su día fue socorrista de la piscina– me ha contado que la colocación del trampolín fue todo un hito en la localidad. Fue construido por los «Catalanes». Se instaló a principios de los 70 y se retiró a mediados de los 80. Tenía una altura máxima de 5 metros. Aunque entre medias había dos plataformas más y de menos altura. Muy pocos se atrevían a tirarse desde tan alto e incluso hubo algún accidente sin consecuencias fatales, afortunadamente. Los más atrevidos se tiraban de cabeza, de carpa, de espaldas y tenían abajo a su público expectante y vitoreándolos a cada salto. En este artículo incluyo una foto de uno de esos atrevidos, que como no podía ser de otra manera, era mi padre.
Hecho el inciso, seguimos. En una de esas que estamos jugando en lo hondo –porque esto no lo he explicado, pero a la parte más profunda de la piscina la llamábamos así– sentí algo en el pie. Justo. Me he cortado. Las baldosas que recubren la piscina no están en perfecto estado y lo que me ha pasado a mí, le pasa a diario a multitud de gente. Voy al socorrista –José Enrique en este caso– y me mete al «cuartico» de las curas. Saca un poco de alcohol del 96 –que todos sabemos que escuece más que el agua oxigenada– y me desinfecta la herida. Luego me pone un poco de algodón y una tirita y listo. Cuando me ha parado la hemorragia, otra vez al agua. Y he de confesar que algunas veces, sólo algunas, salíamos al «Poli» a jugar a «futbito». Te ponían el cuño y ale, a jugar a la «fresca». Todos sin camiseta para hacernos los machotes y pillábamos unas «sudás» que a más de uno le podía haber dado algo. Cuando ya estaba bien y teníamos mucho calor, de nuevo vuelta a la piscina y a por el último baño refrescante.
Va cayendo la tarde, se hacen las 19h y empezamos a ver los movimientos que menos nos gustan. José Enrique empieza a sacar las boyas porque en breve vienen los de natación. Y eso significa que tememos que salir de la piscina. Obedientemente lo hacemos, aunque siempre hay algún «grasiosico» que intenta burlar las órdenes y cuando no lo ven, se vuelve a tirar al agua.
También vemos aparecer sobre esas horas a un personaje que nos llama mucho la atención. Lleva como una gorra de marinero, unas gafas enormes, barba grisácea y una pipa en la boca. Es Pepe «Pipa», el que se encarga del mantenimiento de la piscina y de echarle los productos adecuados para que se mantenga durante todo el verano. Es un hombre serio y concienzudo y que se toma muy a pecho su trabajo. Es metódico hasta decir basta, pero siempre tiene una palabra amable para las «chiquillas» y los «chiquillos».
Y una vez recogemos, comienza el ritual de vuelta a casa. Después de una tarde de auténtico desgaste, vamos al bar a por un polo. Como tampoco es que la paga sea la leche, nos da para un Popeye de limón (25 pesetas) o, como mucho, para un Calippo de lima limón (55 pesetas). Y con el polo en la mano, regresamos. Nos vamos despidiendo por el camino, pero quedamos en una hora en la Plaza de Layana de abajo o en el Planell para echar lo que queda de tarde. Mi ritual al volver es ir por la Calle San Luis, seguir por la Calle Doctor Juan López, entrar a ver a mis abuelos Pedro y Carmen a la carpintería y subirme a merendar a casa. Y la merienda, como no, bocadillo de nocilla, mientras veía los dibujos o alguna serie. Luego, una ducha. Y a salir con las amigas y amigos. Y así eran mis tardes de verano.
Y para terminar, un último inciso. El motivo de mi artículo es la reciente reapertura de la reformada piscina municipal. Sin duda un espacio espléndido para disfrutar en familia o con los amigos. Considero que el Ayuntamiento ha hecho una gran labor y ha puesto en el siglo XXI una piscina que lleva con nosotros y en el mismo sitio toda la vida. Desde su inauguración a principios de los años 60, hasta hoy. Sin duda uno de los lugares con más historias y recuerdos. Aquí, os he ofrecido el mío.
Luis Vallés Cusí
Periodista
Grandísimo artículo,me siento muy reflejado, conforme iba leyendo pensaba que era yo jaja,muy bonito relato Luis,de las auténticas tardes de verano en Buñol,sobre todo ai,en la piscina ,el poli «juando» al fútbol sin camiseta,grandes detalles que marcan la diferencia.
Enhorabuena por el artículo