Y ahora, cómo no, Cataluña

dominical catalanes

Cuando comencé la Universidad, me presentaron a Jon, oriundo de Getxo. Era poeta, filósofo, grafitero, pelotari, cantautor; estudiaba a la vez sociología, psicología, ciencias políticas y derecho; era miembro de tres grupos de debate, dos de literatura y uno de cine. Y lo más importante: era el bajista guapérrimo de un grupo de música alternativa. Con dos cojones. Nunca se fijó en mí hasta que un día leyó una crítica que hice sobre una película de Julio Medem en la que abajo, mi apellido, estaba escrito con K. No sé si fue el error de imprenta o lo bien que hablé de Vacas, pero al día siguiente estaba en un concierto de txalaparta, descubriendo el sabor a metal del piercing que adornaba su lengua y cambiando mi “au” por su “agur”. La relación fracasó tanto como una paella de txistorra. Y es que por morir de amor no hay que matar la identidad propia, algo que defendemos hasta el extremo más fuera que dentro. Y si no, revisemos todos esos viajes en los que pese a deslumbrarnos ante lo foráneo, lo nuestro siempre nos parecerá mejor. Y esta película es sobre todo, muy nuestra.

Ocho apellidos vascos (Emilio Martínez Lázaro, 2014) supuso el mayor éxito en la taquilla del cine español en una época en la que los espectadores buscan en las salas de proyección algo con lo que disfrutar, evadirse y llorar…a carcajadas. En este tipo de cine lo bueno es reírse de uno mismo y lo mejor, hacerlo comparándose con el de al lado. No puedo dejar de mencionar la precursora, Bienvenidos al Norte (Dani Boon, 2008), donde el protagonista se traslada por castigo desde la capital francesa a la parte más alta del país galo. El desconocimiento de otro idioma diluyó la esencia de un sinfín de bromas que sólo podríamos entender con lo que nosotros en los 90 convertimos en una práctica habitual: contar chistes de Lepe. Y es que crear humor siempre ha sido uno de nuestros mayores talentos y mejores refugios. Así, los guionistas de Ocho apellidos vascos entendieron que la atracción de los polos opuestos podría garantizar un mismo éxito en una nueva entrega. El txacolí deja paso al cava para brindar por los más de 1.809.490 espectadores que han visto Ocho apellidos catalanes desde su estreno, el 20 de noviembre. Y mi único temor ante la pantalla en blanco, en una sala repleta de gente, se confunde con el olor a palomitas: ¿será igual de buena que la primera? Noventa y nueve minutos después, ya tengo la respuesta apoyada en varios fundamentos.

La inclusión de un tercer pilar en la relación vasca-andaluza, es el mediático asunto catalán que nos brinda la oportunidad de, por una parte, enmarcar una situación actual en la que cada uno tenemos una opinión propia, convirtiéndonos en cómplices de las vivencias de los personajes que se van incorporando al elenco; por otra, el magnífico disfrute de una de las grandes damas de la comedia como es Rosa María Sardá, cuya Roser, bien podríamos identificarla con ella misma. Cada gesto, palabra o caída de ojos es un envite que Carmen Machí (Merche) acepta recoger, dando una réplica a la altura, convirtiéndolas en las indudables matriarcas de la historia.

En cuanto a los papeles protagonistas, Dani Rovira (Rafa), demuestra que no es fortuito su ascenso a las alturas. Sabe trasladar con una interpretación igual de entregada, la nueva aportación que el argumento le exige. Por el contrario, su partenaire Clara Lago (Amaia), repite su posición de eje conductor, que si en Argoitia servía de pretexto para las disputas cómicas entre Koldo y Rafa, en Soronells provoca una alianza de los antiguos enemigos frente a una misma causa común encarnada en la figura de Pau (Berto Romero), un artista hipster que al más puro estilo Good Bye, Lennin! (Wolfgang Becker, 2003) recrea una ¿ficticia? Cataluña independiente para gozo de su anciana abuela.

Como broche de un reparto que es la esencia de la película, un mago de la escena: venerado por sus papeles en Airbag, Tierra, También la Lluvia o Los Sin Nombre, Karra Elejalde , es el alma del film. Su Koldo, rudo, típico y tópico , ahora más suavizado por exigencias del guion, permite identificar una personalidad marcada que va a la deriva cuando de relaciones afectivas se trata. Su noviazgo con Merche ( Txiqui, para él) , su incapacidad para demostrar ternura y su continúo fracaso en el vínculo paterno-filial, proporcionan distintos escenarios en los que dar rienda suelta a sus manifestaciones radicales.

Las segundas partes nunca igualan a sus predecesoras. Quien quiera descubrir algo nuevo, puede que se equivoque de sala, pues nunca se recupera una primera impresión en la copia. Sin embargo regala la comedia de ver reacciones que reconoces como propias, pues ya sea en euskera, catalán, mallorquín, valenciano, gallego, castellano, manchego o andaluz, cuando nos enfadamos y revelamos los instintos más primarios, la lengua madre es la que nos delata. Que no hay mayor placer que sacar pecho cuando nos tocan lo nuestro. Y si podemos hacerlo con palabrotas y gestos, nos da más gusto. Irónico pues que a eso se le llame “tyipical spanish”.

Marga Cort Todoli.

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  1. Bien por esta nueva revista. La seguiré a partir de ahora. Mucha suerte

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