Diario de un viajero-Leyendas de Buñol: El espíritu del agua

El espíritu del agua. Una tarde en los Peñones.

Corría la década de los años 60, mi infancia, unos años llenos de felicidad y, en nuestro caso, de comunión con el paisaje y la vida.

Era una tarde plena y blanca de finales de Julio, el hombre había pisado la luna ese mismo mes, pero a nosotros nos parecía tan lejano que no lo entendíamos, cosa de los americanos, decíamos. A nosotros nos interesaba ir a los Peñones, o a la piscina, también ir a pescar y, en suma, hacernos protagonistas en tan hermoso óleo de la vida. Los cuerpos mojados y frescos en la tarde, de vuelta a casa a por la merienda. Pero algo nos iba a ocurrir aquel día que nos dejó paralizados y extraños. A la altura del Parque de San Luis, los tres, entre risas y alguna que otra barbaridad, vimos que se nos acercaba un hombre alto con sombrero y camisa blanca; su porte esbelto y aristocrático nos sorprendió. Se acercó y dijo: –Hola chicos, venís de la Jarra, de bañaros, ¿no? Nadie contestó a una pregunta tan evidente y los tres nos quedamos quietos a ver lo que quería. 

–¿Queréis que os invite a una Mirinda? Vamos, venid al Bar. –dijo él con voz segura y fuerte– No os asustéis, sólo quiero contaros una historia, un cuento, pero real, que pasó de donde venís. Venga, acompañadme. 

Olía bien a colonia fresca y su ropa era muy moderna para la época. Nadie, desde luego, dudó de irse, pues con la Mirinda de naranja y las papas estábamos en la gloria.

– Bueno, pues voy a empezar –dijo, y contó la siguiente historia…

Hace muchos años un chico que os doblaba la edad veraneaba en este pueblo. Le gustaba mucho venir a nadar a los Peñones, pues tampoco había más lugares donde bañarse, la verdad, pero él todo el verano estaba ahí. Una tarde, después de meterse varias veces y hacer un poco el gamberro con sus amigos, se durmió y nadie le avisó. Sus amigos se marcharon y él, cuando despertó, estaba tumbado sobre una piedra enorme, encima de La Jarra, pero se había hecho de noche y no lo dudó, cogió la poca ropa que llevaba y salió de allí. El agua del charco era color verde y transparente a la luz de la hermosa noche de verano, su sonido metálico y musical embriagaba y la dulzura de mil aromas en la oscuridad le detuvieron.

Sin saber porqué se dio la vuelta sobre sus pasos y volvió al charco, que, como sabéis, es circular y tiene una potente cascada todo el año… Oía que le llamaban, su nombre sonaba como una nota musical, suave y lejana. Una vez en el charco, en la orilla, miraba al fondo, pues parecía que la voz venía de allí. El agua era ahora densa y oscura y la cascada un sinfín de pareidolias que daban miedo. La brisa de la noche de verano comenzaba a aparecer y su nombre se disipaba entre las plantas y ramas de los árboles. Como no era miedoso, se marchó sin darle mas importancia y se fue a su casa esperándole una buena reprimenda.

Como todos los días, volvió a ese pequeño paraíso del agua, tan cercano a su domicilio, siempre la misma rutina veraniega que tanto amaba.

Ese día, después de comer, fue y esperó que se hiciese de noche para acercarse a La Jarra y ver si ocurría lo mismo que el día anterior. Cuando los grillos empezaron a aparecer con sus dos notas infinitas, clik-cickk, y el cielo se cubrió de luces, estrellas y oscuridad en azul, centró su mirada de nuevo en el centro del agua del pequeño lago. Ahora su nombre no se oía, pero sí unos sonidos huecos y extraños entre las rocas de aquel sitio. Ante su asombro, con el bañador mojado y sus cabellos casi erizados, vio un marmóreo niño en tonos blancos bajo el agua que ahora sí le llamaba y le incitaba con la mano a que bajase con él. Ahora con una gran dulzura le susurraba: –Luis, Luis, baja conmigo, estoy aquí tan sólo… Luis, Luis…  Y se perdían las palabras en el chasquido del agua.

Aquel niño parecido a una estatua se movía por el agua como un pez entre los ramajes del fondo, la noche ahora se había vuelto cerrada y sin salida.  Luis no sentía miedo, al contario, quería salvarle, sacarlo de allí, tal era el magnetismo de aquel espíritu. Volvió a su casa, ya cambiado para siempre. Sus padres, preocupados, le preguntaban qué le ocurría y él no contestaba, solo volvía día tras día a los Peñones.

–¿Y qué pasó? – dijimos todos a la vez ante el silencio que se hizo.

Pues que, un día, ya en septiembre, se habían acabado las fiestas del pueblo, fue al charco, y ya no se supo más de él. Así de sencillo.

La Mirinda se acabó y el fresco comenzaba a ulular entre nuestras cabezas. Un escalofrío me segó la espalda, y se hizo un gran silencio. El parque de San Luis desierto auguraba algo raro, el hombre pasó de la sonrisa a la seriedad, apretaba la boca y se le formaba una o en forma de óvalo y sus ojos se tornaron blancos.

–¿Queréis acompañarme a La Jarra esta noche?… –dijo con una voz del más allá, con eco, con terror.

Y sus manos se volvieron escamosas y sus cabellos se mojaban, se humedecían.

Sin más aviso salimos como quien ve al diablo, y no paramos hasta la plaza. A lo lejos se escuchaban sus gritos y voces –El niño os espera, el niño os esperaaaaa…

Yo siempre me he preguntado, día tras día, si el niño era él, si realmente tuvimos peligro y si nos ha tocado en algo nuestra infancia, juventud, aquel suceso, hasta ahora guardado, pues nadie habría creído a aquellos chicos de nueve años.

Lo que sí que es cierto que ya nunca volvimos a Los Peñones. 

Nota: Se escuchó el comentario de un cazador de jabalíes que una noche, siguiendo una pieza hasta Los Peñones, vio a un joven zambullirse en La Jarra y que del charco salían extrañas luces que se apagaban y encendían. Fue el Otoño del 72.

Rafael Ferrús Iranzo – Buñol histórico
rafaelferrusiranzo@gmail.com

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