Material girl

Cuando era una niña, al acabar el curso escolar, mis padres me llevaban a una juguetería de la ciudad con el escaparate más fabuloso del mundo. Todo lo que amaba en mi infancia, estaba allí custodiado: peluches, muñecos, juegos de mesa, juegos electrónicos, hombrecillos pequeños que encajaban en piezas y un largo etcétera.

Recorrías el suelo de madera sin apenas atender donde pisabas hasta que por fin, al final del pasillo subiendo las escaleras, estaban ellas: las Barbie. Recuerdo perfectamente la sensación que me inundaba al identificar las cajas alargadas y de color fucsia, todas expuestas en decenas de estantes, como la mayor y mejor de las recompensas por haberme esforzado durante el año. La magia del momento se ensombrecía al escuchar la frase de mi madre sentenciando un «solo puedes escoger una, ¿eh?». Menudo dilema, porque elegir inevitablemente conllevaba descartar. Me sumía en un mar de indecisión porque no sabía cuál llevarme conmigo. Las cogía, las miraba, evaluaba sus distintos out fits y hasta intentaba (ingenuamente) reconocer rasgos distintos entre sus rostros, algo imposible en aquel producto en serie de una línea de producción identica en la década de los 80. Acababa por saturarme y, embriagada de tantas posibilidades, me decidía normalmente por la primera que había visto. Disfrutaba tanto peinándola, comprándole ropa de alta costura, intercambiando zapatitos de cristal con mis amigas o simplemente luciéndola en el recreo junto con otras de su especie, que era feliz porque ella era en realidad todo lo que CREÍA que DEBÍA ser de mayor: guapa, delgada, rubia… y pechugona.

Varios veranos después y, movida por descubrimientos cinéfilos, tuve claro desde el principio qué Barbie iba a elegir ese año. Mi madre, aliviada por no tener que esperar horas a que me decidiera, sonrió agradecida y expectante, y supuso que algunas amiguitas ya me habrían hablado de la que había determinado iba a ser mi nueva adquisición. Entramos en Moñacos (así se llamaba la tienda) y directamente fui en su búsqueda. Sin embargo, no la veía. Miraba en todas las cajas y no encontraba lo que quería. Mi madre, extrañada, me preguntó si sabía cómo se llamaba y me apremió para que se lo dijera a la encargada, que muy amablemente se agacho a la altura de mis ojos y me pidió más información: –¿Cómo es la Barbie que quieres, cariño? –Me preguntó. Mirándola fijamente respondí con seguridad: «Una que tenga los pies en el suelo». Creo que nunca he escuchado reír tanto a mi madre como en ese momento.

Obviamente mi juego de palabras atendía a razones de practicidad sin mas pretensiones. Había descubierto que si quería ser una Goonie (Richard Donner, 1885) tenía que montar en bicicleta y que, haciéndolo de puntillas, era imposible pedalear hacia la búsqueda de ningún tesoro. Mi madre me cogió de la mano y le preguntó a la dependienta donde estaban los walkie talkie y así Fisher Price entro en mi vida, desbancando un poquito a Mattel.

Cuando se estrenó Barbie (Greta Gerwin, 2023) lo hizo precedida de una gran campaña publicitaria bajo el amparo de la marca de su creador. La reacción no se hizo esperar: logos personalizados, camisetas de Inditex, reediciones de la propia muñeca… A casi todas nosotras nos hipnotizó la idea de descubrir una versión de nuestra infancia y compartirla con la generación siguiente siendo ya adultas. Y me pregunté: ¿acaso es entonces malo seguir sintiendo esa fascinación por ella? Para mí, Barbie era un momento de disfrute con mis amigas. Recuerdo con absoluta felicidad juntarnos en casa de una compañera que las tenía todas y lanzarnos en picado a querer ser cada una un minuto y otra al siguiente. La cumpleañera acababa harta porque las tenía demasiado vistas y se precipitaba a querer soplar las velas porque veía que ese iba a ser su único momento de protagonismo en toda la tarde. Ideábamos historias, viajes a destinos que solo habíamos escuchado en conversaciones adultas y sorteábamos quién conducía el coche o se convertía en la propietaria de la gran mansión. Únicamente caíamos en que estaba Ken cuando alguna recordaba que podíamos desvestirlo para ver qué había debajo. Pienso firmemente que ahí, en la habitación de juegos de Alicia, se fraguaba algo más importante que un juego de niñas: un anhelo de compartir emociones y de querer crecer juntas.

De la película ya se ha hablado tanto que sólo quedaba ver si el público coincidía con los académicos y, a las puertas de los Oscar, la polémica queda servida: gran parte de la opinión pública considera que Margot Robbie y Greta Gerwig, productoras ambas de la peli, deberían haber sido nominadas en las categoría de mejor actriz protagonista y Mejor Directora. Sin embargo, la película compite en categorías tan importantes como Mejor Película, Mejor actriz de reparto (America Ferrera), Mejor actor de reparto (Ryan Gosling) y Mejor Guion adaptado. ¿Por qué entonces el revuelo? ¿Qué más dará si ya tienen muchas nominaciones? ¿Por qué parece siempre que falte algo si ya tienen mucho? Porque sin ellas, queridos, nada hubiera sido posible. Porque la película ha traspasado la pantalla y se ha convertido en una reivindicación de nosotras para nosotras. Sin más.

En la última escena, Barbie quiere ser real. No perfecta, ni un tipo exclusivo de mujer, pero tampoco quiere ser la rara, quiere avanzar aun a riesgo de caer, porque la vida, como ella misma descubre, es cambiante. Y para aceptar los cambios debemos ser valientes. Pero aún más importante, debemos serlo juntos. No hay que matar a los Ken del mundo, ni tampoco queremos hacerlo. Las madres de hijos no están pensando en eso. Ni las novias. Ni las hermanas. Simplemente queremos alzar la voz para que se pueda escucharnos juntos.

En la última ceremonia de los Goya, Sigourney Weaver emocionó con la mención en su discurso a la mujer que la doblaba al castellano. Visibilizó una profesión, pero también el rostro, la trayectoria y el trabajo de una mujer a quien muy pocos conocian. Y lo hizo desde la gratitud, humildad, pero, sobre todo, desde la sororidad. Porque ella también ha jugado con el cambio en cada uno de los personajes que ha decidido regalarnos, ha matado aliens, ha protegido gorilas, ha vivido peligrosamente y hasta convivido con fantasmas, nos ha hecho llorar, padecer y reír reivindicando ser muchas mujeres con una misma voz. Y esa voz ha sido… la de otra mujer. 

Con 12 años deje de ir a Moñacos. Cambié las muñecas por cámaras de fotos con flases desechables, micrófonos con grabadoras, magnetofones y una máquina de escribir con la que comencé a inventar nuevas realidades en las que poder descubrirme. No guardo nada de aquello porque, por el uso, desapareció y fui reemplazando.

En cambio sí conservo aún mi primera Barbie, guardada con un vestido a medio hacer y una cazadora rockera, con el pelo revuelto por tantas mudanzas, con un zapato rojo y otro azul, el hueco vacío en su mano izquierda donde antes había un anillo que no intenta reponer y su sonrisa con hoyuelos. Y no veo una muñeca, veo la ilusión de una niña que disfrutaba jugando a querer ser mil Barbies, comerse el mundo, compartirlo con otras mujeres como ella y disfrutar de cada cambio. Y, por supuesto, no hay duda: tiene los pies en el suelo.

Las gafas de Sthendal
Cinéfila y bloguera

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