El problema de la luz

Desde hace tiempo, años quizás –¿3, 5, 8?–, caminar por el Castillo y el área urbana que lo circunda, acompaña o acoge, me sumía en un desasosiego extraño, no exento de cierta pena, incluso leve pero certero dolor, que yo mismo me explicaba con argumentos intelectualmente simples. 

Me dolía el éxodo poblacional de la zona, las casas deshabitadas, algunas ruinosas, la desaparición indefectible de «un mundo de ayer» que, por otra parte, yo no había conocido plenamente, sino visto de refilón en el último momento de su derrota o transformación. Con todo y con ello quienes nacimos en los remotos tiempos ya de los «25 ó 30 años de paz» que el franquismo celebraba durante casi toda la década del 60 y que sería al menos formalmente, y por fortuna, la última de su existencia, pudimos gozar de una infancia, incluso primera adolescencia, donde ese elemento urbano, humano, económico, social: «El Castillo», era el gozne, eje o bisagra del mundo que en ese momento era Buñol: el Pueblo, la Venta, el Castillo… Con todos los resortes humanos que lo urbano contiene: relaciones, situaciones, afectos, desafectos, dineros, política, religión, necesidades…

El caso es que en estos últimos años cuando caminaba, dormía, leía, sufría o gozaba por el Castillo, una sombra pesada se relacionaba conmigo, la sombra quizás de la realidad que lo embargaba: éxodo, devaluación, descampados, población desatendida, calles sucias, intervenciones públicas sin rumbo que generaban más confusión que confianza, además de otros asuntos que quedan mejor si no se nombran… Incluso lo que antes, por su condición vertebral, era zona de paso, se había convertido en zona de exclusión, en espacio al margen más empobrecido que pobre… y creo que me estoy quedando corto. A pesar de ello algunos/as vecinos/as nos empecinábamos casi a nuestro pesar en habitarlo, regarlo, barrer a veces, cuidarlo… darle el trato humano que los lugares necesitan, y más los lugares vinculados a nuestra historia personal o colectiva.

Pero la transformación en su derrota seguía inexorable hacía cierto colapso dado el desinterés en el tejido social, administrativo y político de Buñol por todo lo que el Castillo representa, representó y podría representar, y… ¿qué pasó? Pasó la metáfora perfecta para quienes tenemos cierta inclinación a vivir el mundo tal como quizás lo sea: fábula, representación o alegoría.

Lo que feamente venía deshaciéndose por la falta de luz o de luces se manifestó con una eficacia y contundencia japonesas. Antes de amanecer el día 31 de agosto del año que corre, cuando quién y quiénes organizaban o esperaban protagonizar The Tomatina party, puedo y quiero pensar, proyecto humano virtuoso, idea de futuro sólida, duradera en sus logros, espejo refulgente eje central de algo que es probable que uno no entienda, la calle Moratín –precisamente Moratín: amante de las luces más que de las sombras, afrancesado en el buen sentido del término y partidario sin duda de «La Pepa»– digo, la calle Moratín o llamada Talega, porque durante al menos 3 siglos como a una talega se entraba por donde se salía, se inmoló como los antiguos samuráis, no como ruina, pérdida o vencimiento, sino como manifestación radical de empoderamiento y presencia frente al abandono, la estulticia, la narcosis, la desatención, etc. 

Fue sin duda todo de una perfección providencial pues, susto al margen, en esta «acción» no hubo daños físicos a personas, aun cuando algunas personas desde entonces dormimos poco y velamos mucho.

Es verdad que «El hundimiento» tubo surtidos elementos que lo alentaron: el poco aprecio por la historia, la invisibilidad de la situación del barrio para el común de la ciudadanía, la ignorancia durante meses del señalamiento que los vecinos hacían a los responsables municipales de la situación que por días veían –la baranda desconchada y abierta, el firme agrietándose, las fugas de agua, el nivel quebrado, el muro aumentado su barriga…–. En fin, que la calle donde durante siglos miles de personas nacieron, amaron, vivieron, levantaron, trazaron, penaron, cantaron, murieron… humildemente además, se venía abajo.

No nos podemos alegrar de este tremendo suceso, no debemos olvidar que puso en el tablero la vida misma de los vecinos y sus haciendas, que ha sido el acontecer más grave de las últimas décadas en Buñol, que es una manifestación de errores asentados sobre errores aliñada con la desatención activa (administrativa y política) hacia los vecinos cuando se tomaban el sano interés en señalar una realidad: la del probable derrumbe de la calle que solo podía y debía atender el gobierno local.

¿Cómo podría alguien alegrarse de esta inmolación, de este anunciado y bien señalado hundimiento, de este harakiri patrimonial?

Pero, siguiendo el refranero en el asunto de que no hay mal que por bien no venga, me gustaría imaginar que dentro de 75, 80 ó 100 años, cuando la mayoría de los que ahora contamos entre los vivos estemos tranquilamente muertos, alguien en una luminosa y bien cubierta andana de una casa del Castillo, en un mundo de paz y que atravesó las dificultades que aún nos tocan y nos quedan, encuentre una caja, en ella un folletico como el que ahora sujetan tus manos y lees, y diga para sí: «pues mira, estuvo bien que aquello se cayera, porque creo que fue a partir de entonces cuando…»

En fin, el problema de la luz, la falta de luz, en suma, para ver la vida que «el Castillo» representa, representó y podría representar si se valorara, amara y actuara con perspicacia, imaginación y cierta valentía.

Fco. Ruiz
Vecino de El Castillo

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