Estos días azules y este sol de la infancia

Foto abelmartin.com

Cuentan que esto había escrito en un papelito hallado en un bolsillo de la chaqueta sucia y un tanto raída de un hombre que murió en el hotel Bougnol-Quintana, del pueblo de Colliure, en el Mediterráneo francés lindero con España. Era miércoles 22 de febrero de 1939, como martes es el 22 de febrero de este 22, ochenta y tres años después. Tenía el hombre 64 años y quienes lo vieron en los días anteriores por el pueblo –pocos días y pocos lo vieron, pues llegaron a principio de mes– podrían haber asegurado que veían a un hombre bien entrado en la ancianidad. Junto al papelito habría hebras de tabaco, papel, un chisque de mecha, algunas pesetas inútiles… Habían salido de Barcelona  un mes  atrás acosados por la derrota, los aviones y sus bombas, el frío… la hecatombe en suma. Llegaron a Francia con lo puesto y perdieron por el camino variados objetos, kilos de peso corporal y a última hora una famosa carpeta con quién sabe qué textos.

«La blasfemia forma parte de la religión popular. Desconfiad de un pueblo donde no se blasfema: lo popular allí es el ateísmo. Prohibir la blasfemia con leyes punitivas, más o menos severas, es envenenar el corazón del pueblo (…)  Mas no todo es folklore en la blasfemia, que decía mi maestro Abel Martín. En una Facultad de Teología bien organizada es imprescindible para los estudios del doctorado, naturalmente, una cátedra de Blasfemia, desempeñada, si fuera posible, por el mismo Demonio.»

Su madre Ana Ruiz, una anciana de verdad, hacía días que había perdido el rumbo y preguntaba  en el trayecto final «¿falta mucho p´a Sevilla Antonio? ¿falta mucho p´a Sevilla». Poco faltaba para Sevilla si Sevilla hubiese sido, y era como fue, el fin y cierre de los ciclos: él llegó el 22 y Ana el 25.

Las tragedias, grandes o chicas, tienen el común denominador imperturbable de ser trágicas.

Las injusticias, grandes o chicas, tienen el común denominador imperturbable de ser injustas.

Todo fue una gran epopeya personal, anónima, menor y perteneciente sin duda a la grande y colectiva. El jueves 23 unos jóvenes soldados mal uniformados de un ejército inexistente en un país extranjero (sabiendo o no quién era el difunto) portaron el féretro, desde el Bougnol-Quintana, envuelto en la bandera de un país extranjero e inexistente al encaramado cementerio de Colliure.

«Y cuando llegue el día del último viaje

y esté a partir la nave que nunca ha de tornar,

me encontraréis a bordo ligero de equipaje,

casi desnudo, como los hijos de la mar.»

Llovía y llovía y, por lo que cuentan, llovía.

«Sólo recuerdo la emoción de las cosas, y se me olvidó todo lo demás; muchas son las lagunas de mi memoria. Empleo a veces las palabras fuera de su recto sentido con conciencia de mi error».

Como un maestro zen redomado y perfecto, ecuánime en el mínimo papel de una vida que ahora refulge por su obra, partió ligero de equipaje… como los hijos de la mar.

«Cuando el mozo se hizo viejo/pensaba:
Todo es soñar,

el caballito soñado/y el caballo de verdad.

Y cuando vino la muerte,/el viejo a su corazón

preguntaba: ¿Tú eres sueño?/¡Quién sabe si despertó!»

Queda su memoria, su palabra, el trazo fugaz de su pasar, queda su soñar: en suma, queda, casi todo.

«Estos días azules  y este sol de la infancia»

Biblioteca Pública Municipal
bibliotecaspublicas.es/bunol

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