La increible historia de un soldado inglés

Arthur Wellesley (John Hoppner). https://commons.wikimedia.org

A todos los hombres, soldados y milicianos, campesinos y voluntarios que perdieron la vida en aquel junio de 1808 frente a las tropas francesas que se dirigían a la capital del Turia, Valencia, comandadas por el General francés Moncey, en el puerto de las Cabrillas, Buñol.

Una noche de verano, recién empezado éste, sería el veintitantos de junio, iba conduciendo por la carretera NIII hacia Siete Aguas, cuando a la altura del Portillo, más o menos donde está la caseta de San Cristobal, divisé una figura alta y oscura, con un sombrero como del siglo XIX y con casaca roja y camisa blanca. Como entiendo de uniformes, supe enseguida que era del ejército inglés de principios del XIX, eso es lo poco que pude ver al pasar rápido con el coche. Mi curiosidad me hizo retroceder y di la vuelta a la altura de La cabrera o Cabrillas. Cuando iba bajando hacia el Portillo, el coche empezó a vibrar y la radio se puso en marcha sola, justo en el sitio donde se encuentra San Cristobal. El auto se paró en mitad de la curva. Traté de ponerlo en arranque, pero fue imposible. Mientras, aquella figura de otra época, del pasado, iba bajando las escaleras desde la caseta donde se encontraba la figura del santo hasta mí. 

El miedo se apoderó de mí, pero pensé que la culpa era mía por ser curioso y haber dado la vuelta para presenciar aquel fantasma o lo que aquello fuese. Abrió la puerta del coche y se sentó a mi lado. Atónito, le miré y le dije, como flotando, –»¿A dónde le llevo?», pero él, sin contestar, me miró y con su mano señaló una ladera frente a nosotros. Y dijo: –ahí caí yo, ahí caí en combate abatido por fusilería francesa. Su voz era silbante y penetrante a la vez, no le miré por auténtico terror. Era de bastante altura y asomaban bajo el cilíndrico sombrero unos cabellos largos y rubios.

Su porte era sin duda de un inglés, iba vestido como he dicho antes con casaca roja, pantalón blanco y con sombrero, llevaba un sable, el cual brillaba con los reflejos de la luna llena que en el horizonte se divisaba. Sin duda, un fantasma de un soldado inglés estaba sentado a mi lado. Su uniforme estaba raído y manchado de sangre por todas partes. Se apreciaban en la camisa heridas de bala por su aspecto rojo y redondo en los hombros. Dos agujeros. –Fui pisoteado por un caballo –dijo–, además de recibir varios disparos. Mi nombre es John, John de Black. Ahora, conduce hasta donde yo te diga. Seguimos hasta la altura de donde comienza la Cabrera, unos campos extensos desde donde se divisaba hasta la Torre del telégrafo. Allí paramos y me ordenó que saliese.

–Aquí se desarrolló la batalla. Solo teníamos seis cañones, yo me incorporé al Batallón de cazadores de Fernando VII, hicimos frente a cerca de tres mil soldados franceses y cien de caballería. Cuando los voluntarios y regulares los vieron cerca de nuestras posiciones muchos huyeron en desbandada, los que quedamos sufrimos una descarga mortal de fusiles y obuses que nos arrolló. Los que huyeron fueron la mayoría aplastados por la caballería. Recibí un balazo en el hombro izquierdo y caí desmayado al mismo tiempo que un compañero. Sus entrañas al aire, su cuerpo atravesado por un trozo de metralla me salvó en aquellos momentos la vida, ya que los franceses, después de la batalla y entre el humo de las descargas, iban comprobando si alguno de nosotros vivía para rematarnos. Cuando estuvieron cerca de mí y vieron los intestinos y la sangre del que estaba encima uno de los gabachos vomitó y el otro enfurecido disparó a mi destripado compañero, con tan mala suerte que la bala atravesó mi hombro sano. Me hice el muerto hasta el anochecer, cuando los franceses ya se habían retirado de allí, dejando un campo de cadáveres y muerte, habiendo desvalijado y rematado a los moribundos. Ahora se dirigían al pueblo de Buñol, sin duda con ansia de venganza por haberles hecho frente aquí y en las Hoces del Cabriel. Estaban realmente cabreados.

Como pude me incorporé, cogí dos fusiles y un caballo herido en el ojo izquierdo que allí habían abandonado, me quité mi casaca roja y me desnudé. Allí cerca había una fuente, que después supe que se llamaba fuente de El Álamo. Me limpié las heridas y me vestí de gabacho francés. Había cogido el uniforme de un muerto, ellos tuvieron unas cincuenta bajas y nosotros sobre quinientas.  Todo era un infierno de cadáveres y olor a carne quemada. Ví un cañón partido por la mitad y fundido del calor de los obuses. En su base, dos barriles de pólvora. Los até al caballo herido, monté y cabalgué hacia el pueblo, aún más cabreado que ellos.

Cuando divisé la villa de Buñol a lo lejos ya vi columnas de humo y fuego. Como era habitual en estos invasores napoleónicos ya estaban haciendo de las suyas, matando y saqueando por pueblos y ciudades por donde pasaban sin respetar nada y ahorcando sin parar, robando aceite y agua, además de cerdos y corderos, expoliando iglesias y conventos, los muy miserables.

Entré por la parte alta del castillo, por la Torre de Homenaje, y agazapado puede ver una gran hoguera en el centro de la plaza. Allí estaban unos doscientos franceses medio borrachos celebrando sus dos victorias, ajusticiando a la pobre gente. Después me enteré que eran el alcalde y otros adinerados de la ciudad. Estaban siendo ahorcados y después les disparaban sin piedad, entre risas y gritos. El vino fluía sin parar a la luz de la lumbre. No pude más, cogí al caballo herido en el ojo, que me había traído desde Las Cabrillas y le até con dos cuerdas al lomo dos barriles de pólvora que había cogido en el campo de batalla. Mis hombros eran fuego y sangre, pero pude encender la mecha y dar un golpe al animal que, enfurecido, salió hacia la Plaza donde estaban los gabachos. La explosión fue tal que la torre tembló y a mi lado cayeron cinco franceses en pedazos. Lo siento por los dos paisanos que allí quedaban por ahorcar. Murieron más de ciento cincuenta gabachos aquella noche, pero eso no fue todo, amigo. Cuando todo el regimiento de más de tres mil soldados subieron hacia la plaza, pues estaban acampados por todo el pueblo para partir hacia Valencia y tomarla al día siguiente, aquello era un caos y creían que estaban rodeados por españoles por todos lados. Así pues, en ese caos, comencé a disparar a diestro y siniestro con los fusiles que encontraba. Mataría más de veinte.

Como iba vestido con uniforme igual que ellos, me mezclé entre el ir y venir de multitud, apagando el fuego y cogiendo los restos de sus soldados calcinados o destrozados por la tremenda explosión ya que aparte de los dos barriles de pólvora, estaban almacenados en la parte baja de la torre casi al descubierto un polvorín de armas y munición que también estalló. Pude ver al General Moncey en lo alto del Palacio de los Condes, dirigiendo el cotarro, junto la enseña francesa quemándose, lo que me alegró tanto que no lo pensé ni un segundo, cogí un fusil y lo cargué, me acerqué a él, gritándole en su idioma, –¡Cuidado general, cuidado, cúbrase, enemigo cerca!. Cuando estaba a veinte metros le descerrajé un tiro y le partí el pecho en dos. Un suboficial con un gorro ridículo y con plumas negras sacó su sable y gritaba como un cerdo. Le lancé el fusil con la bayoneta y cayó a la hoguera de la plaza. El problema es que todos se percataron de aquello, al ver atónitos que su general y el que le seguía en mando estaban ardiendo en su propia hoguera.

Y medio batallón empezaron a cargar sus fusiles contra la torre del Palacio. Escuché la primera descarga, y vi una nube gris que se acercaba a mí, pero tuve tiempo de saltar a un barranco, que después me enteré que era Borrunes. Allí caí entre ramas y agua. Me oculté en una vaca muerta que ellos habían arrojado desde el Castillo al río o riachuelo, no sé si por divertirse o porque ya no daba leche. La abrí con el machete, le saqué sus entrañas y, vomitando por lo que del animal salía, me metí dentro. Pasaron tres veces por allí y no me vieron. Lo que si hicieron fue disparar a la vaca muerta, exclamando –Merde!. Qué asco, en francés.

Al amanecer salí de aquel refugio asqueroso y, para mi sorpresa, mis heridas estaban mejor, muy secas. Pensé que sería de las tripas de la vaca, que algo tendrían que curaba. Un fuerte olor a quemado se extendía por todo el Castillo. Como pude y con el uniforme de soldado francés mojado y maloliente, me llevé las tripas de la vaca a rastras hacia la plaza donde había ocurrido lo de la explosión. Aún quedaban cientos de muertos y extremidades por toda la muralla. Mi plan era envenenar a todo el regimiento mediante estas tripas podridas. Subí hacia el castillo, todo estaba en silencio, las guardias eran de tres a tres y los depósitos estaban en las caballerizas. No tuve miedo a los centinelas que estaban custodiando el arco de entrada del puente de la Torre. Desaliñados y torpes por no haber dormido en días, vi que sus fusiles no estaban amartillados.

–¡Alto, Alto! –Gritaron casi sin voz.

Yo seguí. Al ver mi uniforme manchado y mi francés casi perfecto, descansaron. –¿Qué llevas tras de ti? –preguntaron–. Huele fatal.

–Llevo detrás de mí la prueba de la explosión de ayer. ¿Quién está al mando?

Ellos, atónitos, bajaron los fusiles y se acercaron con cara de asombro para ver aquella masa gris y viscosa. Al acercarse a las tripas de la vaca podridas, saqué mi espada y los atravesé en un plis plas. Los arrojé por el puente al barranco de Borrunes y cogí sus fusiles. Cuando entré a los depósitos de agua había otro apuntándome. Éste sí tenía el arma cargada y seguramente había oído los gritos de los de arriba cuando los atravesé.

Yo le grité: –Tranquilo, camarada, traigo víveres para el regimiento que he encontrado a las afueras, cerca del puente. Son carne de cordero y cerdo.

Él, apuntando y ya nervioso, dijo: –¿Qué llevas ahí que huele a mil demonios?

Yo le dije: –¡Ah!, esto, tranquilo, ven, acércate y míralo. Él se acercaba lentamente sin bajar el fusil. Cuando se acercó a las tripas le clavé el machete en el cuello y lo tiré a los depósitos junto a la tripas de vaca podridas. Casi vomito otra vez, tuve que taparme boca y nariz con una faja que llevaba. Pero antes de tirarlo le cogí su uniforme y me lo puse. Así salí sin problemas de allí, envenenando, debido al fuerte calor de ese día –todos bebían sin parar–, a más de mil soldados franceses y sus oficiales, como pudimos saber después. Así pues, cogí un caballo de las cuadras y me fui a Valencia a toda prisa. Eso sí, al salir me desnudé y solo llevaba los pantalones, no quería que me disparasen desde alguna montaña cercana, creyendo que era un maldito francés. 

Llegué a las afueras de Valencia casi por la tarde y hablé con un oficial del Regimiento de cazadores de Líria que se encontraba con su tropa en la Cruz de Mislata. Nuestra bandera ondeaba ese día sin cesar, como clamando victoria. Me dieron ropa de fusilero del Regimiento de la Real Compañía mientras yo le explicaba que tenía que avisar al barón de Petrés para que rápidamente se movilizase la mitad de los milicianos y regulares de Segorbe, compuesto por dos mil voluntarios y ciento cincuenta de caballería, para aplastar lo poco que quedaba del ejercito francés que se dirigía a Valencia, que ya irían por Chiva, más o menos, y no tardarían en llegar a las murallas de Valencia, quizás incluso hubiesen avisado a las tropas de Almansa con Hautier al mando, el general francés amigo del Emperador.

De todas formas era conveniente dejar parte del grueso del ejército en Valencia y sus murallas para prevenir cualquier desenlace. El arzobispo Company y otros que a mi encuentro acudieron dieron el apoyo a mi iniciativa y a pocos kilometros de Chiva cayó en masa todo lo que quedaba de los gabachos, anulando toda ambición de Napoleón sobre Valencia y su salida al Mediterraneo. La victoria fue nuestra, bueno, de los españoles.

Me condecoraron junto a Juan Bautista Moreno, llamado el Sabateret, y otros detrás de las Torres de Quart, con la medalla de la Guerra. A esta ceremonia vinieron de Madrid tres generales. Uno de ellos, el cual me abrazó efusivamente, fue Castaños. Las Torres, sí, después serían molidas a cañonazos, pero eso es otra historia en la cual yo no estaba.

Los ojos de John Black, el héroe inglés, me miraban. Bueno, no tenía ojos, las dos cuencas vacías que eran antes ojos se quedaron fijas mirándome, y me dijo: –Bueno, esta es toda mi historia, antes de morir en Waterloo junto al Duque de Wellington. 

Creo que se puso triste, aunque no sé si un fantasma tiene sentimientos como nosotros. En ese instante, antes de marcharse junto a cientos de soldados que brillaban en el campo de su muerte, en las Cabrillas, y que se iban levantando a su paso, se dio la vuelta y me dijo: –Por cierto, ¿cómo te llamas? Su porte alto y rubio, era de lider indiscutible.

Yo le dije, ya helado por lo que me estaba pasando, y sin casi habla: –Me llamo Hugo, Hugo Cazal de Black.

Y sonrió, señalando el cielo estrellado de aquel 24 de junio de 1978, ciento setenta años después, aquel héroe inglés que impidió el ataque a Valencia. Se llamaba John, John de Black.

En Las Cabrillas, Buñol, en junio 1978.

Rafael Ferrús Iranzo
Buñol histórico

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