Empiezo a escribir esta pequeña colaboración y lo primero que se me ha ocurrido es precisamente titularla “a La Luz del candil” pues es precisamente bajo esa escasa luz, que producía un rudimentario artilugio cuyos principales componentes, una mecha y aceite, donde se fraguó una sólida y apasionante afición por la caza que me ha acompañado al lo largo de toda mi vida, y que sin duda me ha deparado muchísimas satisfacciones a la vez que me ha permitido conocer a infinidad de gente buena.
Como muchísimas personas en este país mi afición viene heredada de familia, pues fue precisamente mi padre quien hizo desatar en mí la misma, al permitirme acompañarle desde bien niño a jornadas de caza y largas estancias en la “casica” de monte del “tío Riteto” en “Pardenillas”.
La mezcla del olor de la pólvora junto con la del aceite de engrase acumulado en una vieja funda de lona de la escopeta, despertaban en mí mil y una fantasía de cómo sería una jornada de caza junto a mi padre y nuestro perro setter de nombre “Norte”.
Cada vez que mi padre regresaba de caza corría a su lado para abrir su macuto y descubrir en su redecilla alguna perdiz laboriosamente cobrada a lo largo de toda una jornada de caza.
Tras el hallazgo de la pieza, casi siempre había algo, pues sin duda en aquella época la densidad de la caza en nuestros montes no tenía nada que ver con la situación actual. A esto siempre le seguía un rato de tertulia en el que mi padre me relataba como había sido el lance de la caza y lo mucho y lo bien que había trabajado nuestro perro. A cada frase de mi padre mis ojos se abrían más y más, evidenciando la infinita curiosidad que acompaña a la infancia. Fuese mi padre notario de la verdad, o exagerado como nos corresponde a los cazadores, a mí me parecía algo sencillamente maravilloso y mi único objetivo era crecer para hacerme “moso” y de esta forma poder acompañarle en algo que para mí era a la vez tan excitante como misterioso.
En una noche de otoño mi padre me preguntó:
–¿Cómo llevas la escuela?. -Sin duda él conocía la respuesta, que no era precisamente demasiado positiva dada mis escasas virtudes como estudiante.
–Bien –respondí de inmediato recelándome de que algo bueno venía detrás de esta cuestión.
–¿Te vienes a cazar mañana?. -Un rotundo sí salió de mi boca sin darle casi tiempo a mi padre a terminar la frase. Tras esto me explicó el plan que había organizado y que haría todavía más excitante mi bautizo cinegético.
El lugar elegido era Pardenillas. Solamente con nombrar este paraje de nuestro término me vienen multitud de vivencias a la mente, tanto en compañía de mi padre, como lamentablemente sin él, pero esto lo explicaré más adelante.
Como ya indiqué antes, la “casica” no era nuestra y nos la dejaba el “tío Riteto”, persona con la que mi padre tenía una sincera amistad.
Para mi asombro, no se trataba de un día de caza, ya que nos marchábamos para 8 días los dos solos –mano a mano los dos–, como afirmó mi padre con su potente voz, acorde con su considerable talla y envergadura.
Como el único vehículo que teníamos era una moto Montesa, necesitábamos otro medio de transporte para cargar el “hato”, el perro y a nosotros dos. La solución también nos la proporcionaba el “tío Riteto”: nos llevamos el carro y el macho. El viaje desde el pueblo hasta la casa de “Pardenillas” se demoraba más de 5 horas, por lo que mi padre me indicó que me acostase y que ya me despertaría él, porque debíamos madrugar. Recuerdo perfectamente que esa noche me resultó imposible dormir. La emoción y la ansiedad me impedían conciliar el sueño. Cuando a las 5 de la madrugada mi padre abrió la puerta de su habitación, yo ya estaba delante de la misma, no fuera a ser que se olvidase de mí.
No recuerdo, lógicamente, todo lo que sucedió en esos maravillosos días, pero algunas vivencias las recuerdo perfectamente. Todas las tardes entre dos luces salíamos a poner “la pará” en los “freseros” que ya habíamos seleccionado previamente. Antes de que despuntase el día siguiente salíamos a recoger los cuatro “sepos” que componían nuestra exigua “pará”. A pesar de los pocos efectivos de que disponíamos, casi todos los días caían uno o dos conejos, siendo ciertamente raro el día en el que no obteníamos recompensa.
Los días eran para mí una auténtica bendición, dedicados a cazar, a coger “baquetas” y hongos. Tras cada jornada y al llegar el anochecer al calor de la chimenea, y el chisporroteo de la leña ardiendo como la mejor música de fondo, a la pobre luz del candil, mi padre me contaba mil y una historia, la mayoría de ellas relacionadas con la caza, y a cada nuevo relato la llama de la afición se apoderaba de mí de una manera ya irreparable. Hablamos de donde iríamos a cazar al día siguiente: al corral del “Surdo”, al “Pintao”, a lo de “Retaco”, a “Cuebilla”s… a mí me daba igual, pues sin duda todo era sencillamente perfecto.
Un desgraciado accidente segó al poco tiempo la vida de mi padre, por lo que con doce años mi vida dio un terrible giro y al igual que otras muchas cosas, la caza quedó momentáneamente aparcada.
Cuando tuve la edad legal necesaria me saqué el permiso de armas y empecé a cazar con la escopeta del doce de mi padre, esa cuya mezcla de olor de pólvora y aceite tantas pasiones habían hecho surgir y que era testigo mudo de las noches de “Pardenillas”, en las que padre e hijo eran felices compartiendo pasión y afición. Tener entre mis manos esta escopeta me hacía evocar esas tertulias junto a la chimenea al lado de mi progenitor.
A luz del candil aprendí de mi padre el amor al campo, la fidelidad absoluta del perro de caza, el valor de la amistad, el sosiego, el compromiso, el valor de la palabra, pero sin duda la más valiosa de las lecciones –la recuerdo ahora casi a diario– fue su inquebrantable voluntad de ser feliz y hacer felices a todos los que le rodeaban.
Como veis, hablar de caza da para mucho y el recogimiento que produce esa tenue y rudimentaria luz hacía que la misma se convirtiese en el más potente faro sobre el que orientar la vida.
Debo a mi padre, el tío Blas el de la “Central”, la pasión por esta afición y espero que cuando llegue el momento de reencontrarnos en el más allá me espere a la ténue luz del candil para seguir con aquellas conversaciones inacabadas.
Maciste Argente Comodoro
Aficionado a la caza