Comercios de ayer y hoy. El kiosco de Gila.

Durante el verano de 1969 mi padre, el tío Venancio, empezó a madurar en su cabeza la idea de montar un kiosco en el Barrio Gila, que era también donde vivíamos. Por enfermedad había tenido que dejar su trabajo de albañil y con un dinero prestado por familiares y algún vecino echó a andar su idea. 

Como era muy mañoso, él mismo se diseñó lo que iba a ser el Kiosco de Gila, así que tras solicitar permiso al Ayuntamiento, y éste concedérselo a cambio de pagar una cantidad mensual por ocupación de la vía pública, habló con los carpinteros Hermanos Lavilla, y entre Bonifa y Octavio, ayudando él también, empezaron a darle forma al cuadrado de dos por dos metros que ocuparía aquel modesto comercio. Previamente mi padre había hablado con los diversos kioscos que había en Buñol para informarse de los proveedores del género y otros asuntos. Por fin llegó el 4 de octubre y nació el Kiosco de Gila, que abrió sus ventanas, que no puertas. Unos días antes la mesa del comedor de nuestra casa hizo de expositor con el género que se iba a vender y muchos vecinos fueron testigos de aquello.

El Barrio Gila y otras calles cercanas, con sus vecinos, al lado del campo de fútbol, y todos los partidos que se jugaban allí, a la vez también era un sitio de paso para ir a la piscina y a la Feria… Así que todo junto era un buen lugar en donde montar un kiosco para empezar a ganarse la vida, y además mi padre iba a poder seguir trabajando para sacar adelante a su familia. Su idea era que el kiosco no solo fuera para vender golosinas y baratijas propias de dicho negocio, sino que diera un servicio al barrio Gila. Así que habló con una farmacia del pueblo (la de enfrente de la Iglesia) para comprarle algunos medicamentos de los que no necesitaban receta, para venderlos allí. Puedo citar las Aspirinas, Mejoral infantil y de adultos, Okal, calmante vitaminado, tiritas, Biodramina, Cafiaspirina, Optalidón, etc. El farmacéutico le cobraba lo mismo que al público y si, por ejemplo, la compra ascendía a cien pesetas, le hacía un descuento de ocho o diez pesetas. 

El precio al que se vendían estos medicamentos era el mismo que en la farmacia. No fueron pocas las veces en que, una vez ya cerrado el kiosco, por la noche llamaban a la puerta para que les vendiera tal o cual medicamento porque alguien lo necesitaba, y mi padre bajaba, abría el kiosco y le facilitaba lo pedido. Otra cosa con la que pretendía dar servicio era con el tabaco, las cerillas, cartas, sobres y sellos, las libretas, caligrafías Rubio, bolígrafos, lápices, etc. Todo lo citado lo compraba en el estanco del «tío Galindo», en la Plaza del Castillo. El tabaco le costaba lo mismo que a cualquier persona y luego él le incrementaba 60 céntimos a un paquete de Ducados, por lo que en el kiosco costaba 12’60 pesetas, por poner un ejemplo. Como curiosidad diré que en aquella época se vendían cigarros sueltos a una peseta. No ganaba mucho con todos aquellos artículos pero él estaba muy satisfecho de poder dar ese servicio.

Al mes de estar en marcha pasó algo que le afectó muchísimo, ya que un comercio cercano (al que no citaré) presentó una denuncia en el Ayuntamiento contra el kiosco. Mi padre bajó a ver por qué lo habían denunciado, y se arregló todo, ya que no había ningún fundamento para dicha denuncia. Hasta seis veces tuvo que bajar para aclarar seis denuncias, que nunca surtían efecto, pero los disgustos que se llevó fueron monumentales. Pasados estos desagradables trances el kiosco iba echando para adelante poco a poco, lo que animó a solicitar la instalación de luz eléctrica para, ya que hasta ese momento cuando anochecía se hacía servir de un lumigás. Ya con luz eléctrica, y ampliando la licencia correspondiente, empezó a vender bebidas (algunas frías en neveras) y helados, lo que le animó también a ampliar el kiosco, que pasó de ser un cuadrado a un rectángulo (tal como se ve en la actualidad, aunque está cerrado). Allí se podían comprar muchas bebidas (leche, cerveza, agua mineral, gaseosa, refrescos, etc.), la mayoría servidas por los «repartiores» de Buñol (Paquito Panza, Hermanos Guarro, Liberato, Paquito el de la Perdiz, etc.), además de los que venían de fuera. En cuanto a los helados, eran de la marca Frigo, cuyo distribuidor en Buñol era José A. Soria, «Jalisco». También se vendía horchata y limón y café granizados. 

Aunque era él quien iba a Valencia a comprar el género había algo que puede sonar extraño hoy en día, y es que los cobradores de los coches de línea (actualmente cobran los conductores) también hacían de «ordinarios» y a veces les encargaba a ellos un determinado género de Valencia, para salir a la parada del autobús y recogerlo. Otra cosa que hizo fue solicitar un teléfono para el kiosco (fue el número 618), desde el que se conectaba con la centralita y se pedía el número al que querías llamar, pero como no iba con monedas, una vez acabada la llamada había que llamar de nuevo a la operadora para que te dijera el coste. Entre que muchas llamadas no las acababa cobrando y demás, al final el teléfono se tuvo que quitar. 

El kiosco lo llevaba él principalmente, ya que mi madre, la tía Lola, se ocupaba de la crianza de mi hermano Vicente (con apenas un año), además de las tareas de la casa, no sin dejar de echar una mano en muchas ocasiones. Yo por mi parte asistía a la escuela, aunque durante algún tiempo tuve que asistir a clases nocturnas, a causa de tener que ayudar en el negocio en alguna recaída en la enfermedad de mi padre, que era diabético. Aún sin grandes ganancias, pudo devolver el dinero que le prestaron para echar a andar y cuando la cosa empezaba a despuntar llegó la desgracia en abril de 1973. Con cuarenta y tres años mi padre falleció. Fue el Sábado Santo de la misma semana en que falleció Nino Bravo en accidente de coche, y como si quisiera ser todavía más cruel el destino, su entierro fue el día de Pascua, que era el día que con más ilusión esperaba él, ya que la venta de ese día superaba todas las expectativas, bien con el fútbol por la mañana (si lo había) y por la tarde con las pandillas yendo al Roquillo a pasturar la mona. A partir de ahí ya fue mi madre la que se tuvo que poner al frente, y yo, con apenas trece años, también. Mi hermano, con apenas cuatro años, poco podía hacer. He de decir que a los pocos años tuvimos la ayuda de mi tío Liberto (hermano de mi padre), que también nos echó una mano en el Kiosco. Yo me solía bajar a Valencia para comprar el género y volver a Buñol, primero en el tren, más tarde con una Vespa y luego ya con un coche.

HABÍA CASI DE TODO

Además de los artículos y el género ya mencionados, con la ampliación del kiosco también se iba diversificando la cantidad de cosas que allí se vendían, y había cosas que hoy en día son impensables. Así, durante muchos años vendíamos coñac, anís y cazalla, todo a granel, en aquellas garrafas de mimbre y con el litro o medio litro de plástico para medir. Estos licores los solían comprar muchas mujeres para hacer pastelicos y pastas en el horno de Patrón.

Hacer una lista de todo lo que se vendía en tan poco espacio es bastante difícil, pero quienes fuisteis clientes recordaréis que había casi de todo. Incluso cuando llegaba Reyes se vendían juguetes no muy caros e incluso algunas veces se traían por encargo. Sin querer extenderme mucho citaré las olivas a granel, variantes, pimientos en «salmorra», guindillas, banderillas, etc., sin olvidarme de las «sebollicas en vinagre», que compradas a gente de Buñol luego las preparaba mi madre. Un producto estrella del que mucha gente aún se acuerda es el «cacao pelao torrao» que también preparaba ella en el horno de la cocina, en casa. No sé ni la cantidad de kilos y kilos que habrá llegado a torrar en su vida, incluso había bandejas que ya las tenía vendidas antes de meterlas en el horno. También preparaba horchata, limón y café helado, etc. Puedo afirmar sin ninguna duda que la tía Lola, mi madre, era una mujer como todas las de aquella época, su signo de vida era la lucha continua.

Hubo un tiempo en que también vendíamos revistas, además de tebeos, y se cambiaban «novelicas del oeste», y de «amor» (Marcial Lafuente Estefanía y Corín Tellado eran los referentes). Para las revistas hablamos con Jesús Villar, el del kiosco de la Venta, y él nos facilitaba la cantidad requerida, que solía ser por encargo. Como curiosidad diré que lo que más se vendía era el Teleprograma, y el Pronto, entre otras publicaciones. Lo que nunca llegamos a vender fue periódicos, ya que esto requería un mínimo de ventas para que fuera rentable y allí no lo era. Como artículos de limpieza se vendía lejía (Alfonso, Los Tres Ramos, El Ché), Viker, etc. De alimentación se vendían muchas conservas (atún, anchoas, paté, etc.). Algo también hoy impensable era los cohetes y artículos de pirotécnica, que los comprábamos en Valencia, así como artículos de broma (polvos de estornudar, bombas fétidas, polvos pica-pica, etc), balines de copa para los rifles, etc. Ya he citado el cacao pelao que torraba mi madre, pero también se vendían tramusos, chufas, etc. Hasta se vendían caracoles, que traíamos del Mercado Central de Valencia, igual que la regalicia. Llegada la Navidad también se vendían figuras del Belén y adornos para los árboles de Navidad. Las pilas para aparatos de radio y juguetes, chocolates Lingotín, Pilín o Filiberto, Donuts, pasteles de Bimbo, etc. Como se puede apreciar, la lista de cosas que se vendían allí era interminable.

APÚNTAMELO: LA LIBRETA DEL «FIAO»

Hubo un tiempo no muy lejano en que se compraba «al fíao», es decir, que ya se pagaría más adelante, y que no requería avales ni documentación alguna. Simplemente se apuntaba la cantidad de la compra en una libreta y a final de semana o de mes se sacaba la cuenta y se cobraba, aunque a veces no era así y te tocaba ir con la libreta a la casa de quien no había pasado a liquidar la deuda. Sólo puedo añadir que pasé vergüenza muchas veces al ir a cobrar mientras que la persona deudora estaba tan tranquila y me decía «dile a tu madre que ya pasaré a pagar». Son cosas de una época. He de reconocer que un negocio de ese tipo, y que además abría todos los días del año, es muy esclavo, por lo que yo opté por buscar otra profesión. Fui un tiempo peón de albañil y luego ya trabajé de cartero contratado un verano en Buñol. Estudié y aprobé las oposiciones y ese ha sido mi oficio, del que estoy muy orgulloso, hasta mi jubilación. Mi hermano Vicente después de muchos años de trabajar en el kiosco también optó por trabajar en una empresa en Buñol, con lo que nos alejamos de dicho negocio familiar, con cierto disgusto por parte de mi madre, que en 1992 lo traspasó y acabó su vida de kiosquera. Aunque en muchos momentos de mi juventud el kiosco me cortó la normal evolución como la de cualquier joven, la que más se volcó allí fue mi madre, la tía Lola, que se dejó literalmente la salud para sacar adelante su familia.

ABRIR EL KIOSCO SOLO POR FUERA

Puede parecer extraña la anterior frase pero tiene su explicación. En 2019 se me ofreció la posibilidad de participar en el Festival «De par en part» en Buñol para exponer fotografías u otra actividad. Yo quise que el Kiosco de Gila volviera a ser protagonista por unos días y, tras pedir permiso para ello, lo que hicimos fue empapelar por fuera todo el kiosco con fotografías, tanto del Barrio Gila como de vecinos, de cosas que se vendían allí, incluso con viñetas de humor del gran Miguel Gila. Además, ese sábado hicimos una «charrá» para los vecinos y la gente que quiso asistir, en la que rememoramos muchos momentos del Barrio y del Kiosco de Gila, como se puede ver en alguna foto. Quise acabar el acto con una «torrá de cacaos», pero ya me dijeron algunos vecinos que los que hacía la Tía Lola estaban mejor. Para mí fue muy entrañable, al igual que para todos los visitantes y participantes.

Y esta ha sido la historia de un comercio muy emblemático de la historia de un barrio y de un pueblo. Dedico este artículo a mi padre, el tío Venancio, y a mi madre, la tía Lola (los del Kiosco de Gila), que este año hace cincuenta, y diez años respectivamente que nos dejaron. Va por ellos.

Venanci Ferrer Tarín
Ex-quiosquero del barrio Gila

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