Cuentos y relatos de Buñol: el mentor

Este relato es ficticio. Solo con él quiero hacer un emotivo homenaje a esos profesores, mejor dicho, maestros, maestros nacionales, que con sus vidas y su esfuerzo nos hicieron amar la EGB… y todo lo que ello conllevaba… Unos años de cambio y modernización de nuestro país, de nuestra querida infancia y adolescencia que ellos guiaron…

A Don Jaime Cañigral, mi profesor de EGB de lengua y castellano, de Alborache, que me abrió al extenso mundo de la literatura. Por su vocación, por su trabajo y entusiasmo que tanto hicieron mella en mí…

Dos fechas:

PRIMERA FECHA

Recuerdo la primera fecha, en una tarde de otoño, en el Colegio San Luis, en octavo de la EGB. Ese día dábamos literatura castellana. La tarde caía en cerros grises y secos desde la inmensa Castilla, las ventanas de la clase irradiaban un futuro lejano sobre nuestra inocente juventud; la sierra azul al fondo, la sierra Martés, estaba pintada de lilas y morados colores de acuarela; nuestros inertes cuerpos con un numero que nos identificaba, y una nación frente a nosotros por crecer y desarrollarse. Esa tarde leíamos a Antonio Machado y, en concreto, el poema Un Loco.

“Es una tarde mustia y desabrida

de un otoño sin frutos, en la tierra estéril y raída,

donde la sombra de un centauro yerra.

Por un camino en la árida llanura,

Entre álamos marchitos, a solas con su sombra y su locura

Va el loco, hablando a agritos…“

Y mientras leíamos este famoso poema del gran Machado, una lágrima me caía, entre tanta fuerza lírica, tanto poder, sensibilidad y amor… mis ojos se perdían en áridas llanuras castellanas, en sombríos paisajes de nuestra querida España.  Y allí estaba, el mentor, leyendo los poemas que tanto nos valdrían. El mentor, esa persona que nos marca en la vida, que nos lanza un dardo de fuego y nos traspasa el alma, y en voz baja susurra en nuestros oídos… tu alma se encamina a la poesía, a la literatura y al espíritu, a otros… tú amarás el deporte y la vida, tú querrás amar y amarás la naturaleza y te harás un gran biólogo, tu amaras el cuerpo humano y curarás como lo hizo el de Galilea… El mentor, ese ángel enviado por nuestros seres queridos desde el otro lado.

La tarde caía lenta y desabrida, los azules inundaban el ocaso naranja. Habían pasado muchos años desde aquella tarde machadiana. Lo ví bajo el Ángel del Silencio, nada más entrar, bajo esa inerte estatua viva y enorme, en el cementerio de nuestra querida Villa. Era víspera de todos los Santos y visitaba seguramente a sus seres queridos. El mentor me aguardaba para saludarme bajo aquel imponente guardián del silencio.

Yo, todavía estudiando, él estaba en un colegio de Valencia. Al estrecharle la mano, un frío repentino me caló hasta el último de mis miembros, y mis ojos se humedecieron de alegría y del paso del tiempo. Le abracé mientras todo mi ser  lloraba de alegría y de paz. El hombre que me hizo ver otro mundo estaba ante mí y yo le quería mucho. El mentor, ahora enviado por quizás un ser superior, me aguardaba para nuevas instrucciones.

–Me alegro de verte, querido Rafael. El tiempo nos ha resuelto en este lugar tan poematizado por ti, tú siempre tan romántico y becqueriano. 

Y después añadió…

–No temas al futuro si los caminos se bifurcan y no te conocen.  Ven, mira este Ángel del Silencio, esta escultura de ocaso y piedra,  mira su rostro pétreo pero que en realidad tú sabes que está vivo, ¿no? Observa sus dedos, como nos manda callar y como sus alas se mueven en este fin único y verdadero. Analiza sus ropajes, mira como se mueven al son del viento y sus dedos largos y hermosos nos dan ordenes concretas… Así será tu vida, querido alumno. Los años, los minutos, tus escritos, están prefijados en alguien que tu no conoces pero que ansías, tus seres queridos me visitan y preguntan por ti. Mira la tarde infinita y llora al son del crepúsculo porque es unitario… crearás un libro que será uno y para ti eterno, que llevarás bajo tu brazo el día del fin. Y este mismo Ángel te llevará y comprenderás lo que nunca escribiste…

Atónito le miraba, le escuchaba, a tan sabio mentor, y hablamos hasta el anochecer entre cipreses y tumbas. Cuando nos despedimos en la puerta del cementerio, me dijo:

–Ah, hay otra fecha en que nos volveremos a ver. Cuando menos te lo esperes, querido Rafael, allí estaré a tu lado porque será la última en que nos veamos.

Y recitando los primeros versos de El loco de Machado, se despidió.

SEGUNDA FECHA:

Aparqué el coche en la puerta de la ermita románica de tan hermosa villa. Fue este verano cuando el calor ya había cesado y la tarde  daba sus respiros frescos, era Castilla y su clima extremo y cruel. Los pájaros daban vueltas sin cesar en torno al tejado de la iglesia. Abrí la puerta y entré, me senté en un banco mientras una ráfaga de viento me erizó el cabello. Mis ojos se centraron en una pequeña ventana en el fondo de la capilla. Me llamó la atención la hermosa luz naranja que entraba por ella y se dirigía al crucifijo central. Allí, Jesus crucificado me miraba con amor y serenidad desde su cruz. 

Me levanté y me dispuse a hacer fotos con el móvil. El conjunto románico me inundaba y mi alma dio un vuelco ante tanta belleza soriana. La luz de la ventanita, ahora lila, según el crepúsculo cambiaba, me alegró tanto que fui hasta ella. Jesús crucificado me sonreía y yo le besé los pies. En ese momento escuché una voz desde atrás que me sobresaltó.

–Él siempre te quiso y te quiere, es el mayor mentor que existe y ha existido, querido Rafael.

Mi corazón dio un vuelco, era él. Reconocí su voz hueca y a la vez dulce. Temía volverme, mi corazón iba a estallar de un momento a otro. Pero mi vista se dirigió hacia la ventanilla y al grueso arco de la bóveda. La luz, ahora azul intensa, me dio voz y valor para reprimir mi primer susto. Estaba igual, pero con cabello blanco como la nieve y su tez más morena.

–Dios mío. ¿Cómo supo que estaba en la Soria machadiana, como lo supo? –insistí– No puede ser…

Él rió, y con su mirada color miel se acercó a mí y me abrazó fuertemente. De nuevo, un escalofrío paralizó mi cuerpo ya de por sí asustado.

–No temas, querido pupilo, yo siempre estuve contigo, aunque no lo supieses, detrás de tu libro, de tu novela, de tus hijos… Soy parte de ti, un personaje que entró en tu vida para no salir jamás.

La ermita románica con un atavismo que me helaba la sangre, la tarde cayendo como un meteorito sobre mis cincuenta y pico años, mi mentor hablándome sin parar, yo, mareándome en el devenir del tiempo…

–Estoy de paso por esta hermosa capital de Machado y su obra, he visitado el Duero y San Juan, y te busqué por el Monte de Animas sin encontrarte. Te busqué en la Laguna Negra y en San Saturio. Oh, Rafael, temí no volver a verte, hasta que se me ocurrió visitar esta vieja ermita que tanto visitaban Becquer y su hermano. 

–Es tan… tan… Soria. No puedo explicarlo.

–Ya lo sé, Rafael, ya lo sé. También has escrito mucho sobre tu querido pueblo, sobre sus paisajes y ocasos, sobre su historia y sus gentes.  Esto nunca se olvidará , es como un homenaje a la belleza y al espíritu. Volarás como un ave, algún día sobre él, y serás un ser libre y espiritual. Serás materia y le verás a Él. Él murió por nosotros y ahora está ahí, sonriendo de vernos juntos. Es el mejor mentor, acógete a él, a mí me queda poco. 

En ese instante el viento ululaba entre la mampostería de la vieja ermita y el día iba cayendo entre sombras y voces.

–Ahora me voy.  De nuevo nos veremos… pero será de otra forma.

–Pero… si apenas hemos hablado –le dije yo balbuceando.

–Él me espera y es tarde. Tengo que marchar. Y nunca olvides, querido amigo, que los caminos se bifurcan en la tarde gris y cenicienta, pero nunca estarás solo aunque lo creas, siempre hay alguien que te cuida.

Y se dirigió hacia la puerta de la ermita, y tras una luz lila y dorada, despareció.

Y me quedé allí parado en medio del altar frente a la puerta y a Cristo, conteniendo borbotones de lágrimas y caí de rodillas, en el suelo frío del atrio, sin comprender quizás nada.

Sin saber que una nueva etapa comenzaba, y varias luces blancas me rodearon, en la tarde soriana, y pude ver como la puerta se abría y me invitaba a salir, como la noche ya encendida me señalaba unos caminos que ahora se bifurcaban, y las luces blancas me seguían por orden de mi mentor y yo sabía quienes eran, y lloraba de felicidad por ver a mis seres queridos entre aquellas sendas sorianas y  supe que esta vida no era el fin, sino el principio, mientras ellos me sonreían entre las ramas de viejos olmos y paisajes de Castilla.

Al maestro nacional, de la EGB, al mentor, nosotros los alumnos les damos las gracias. Hasta siempre.

Rafael Ferrús Iranzo
Buñol histórico

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