El rincón más hermoso de España. Buñol, la Suiza valenciana.

Artículo extraído íntegramente del periódico La Hormiga de Oro, de fecha 8 de enero de 1931, aportado por Flora Rubio Galarza. La Hormiga de Oro fue una revista editada en Barcelona entre 1884 y 1936, escrita en castellano. Su fundador fue Luis María de Llauder y era de ideología católica y carlista. Esta empresa reunía, además de la propia revista, una librería (que estuvo abierta hasta 2015)​ y una imprenta. Cesó su publicación en 1936, tras el estallido de la Guerra Civil Española.

EL RINCÓN MÁS HERMOSO DE ESPAÑA. 

A cuarenta quilómetros de la ciudad del Turia, orilla a la carretera general de Madrid, en la línea del ferrocarril de Utiel, entre Chiva Requena, asienta sus reales Buñol. Pero Buñol, no obstante las cualidades de su emplazamiento, ni es Valencia ni es Castilla. Posee una personalidad clara, definida, inconfundible, y para su natural orgullo no precisa participar de la una ni de la otra. Saludémoslo, pues, como al espacio ideal de lo extraordinario. Aquí, la naturaleza fué tan pródiga en dones que nada hay en el ancho solar de la Península que pueda asemejarse al valle sosegado y poético en cuyo regazo fué construída la bella población. 

Para arribar a Buñol hay que salvar insuperables obstáculos. Después de Requena, el tren desciende hacia Valencia por túneles gigantescos, a través de insondables precipicios; atraviesa valles, desfiladeros; horada montañas; juega al escondite con la carretera que, en la divisoria de los reinos de Aragón y Castilla, salva en zig-zag el puerto de las Cabrillas, y mientras el viajero se va apercibiendo de la sensación de reciedumbre, de hosca violencia que en el paisaje impera, penetra en Buñol, que es como una tea que ardiese en mitad del grandioso anfiteatro salpicado de viejos castillos que jalonan los montes Serretilla, Quixal, Jorge, Solana y Malacara. Desde su recinto cordial y acogedor, encastilladas sobre sus redondas cumbres, Yátova, Macastre, Alborache y Turis, cierran con broche de oro el horizonte azul, como si el mundo entero acabase allí. Y, efectivamente, allí terminaba moral y políticamente para los habitantes del antiguo condado bautizado hoy con el ampuloso nombre de «La Suiza Valenciana», de la que Valencia ha hecho el principal motivo de su jornada estival veraniega. 

Desde la estación del ferrocarril, a cuyo regazo ha nacido el pintoresco y salutífero barrio de Las Ventas, hasta el núcleo de la población, hay más de un quilómetro de distancia. Bajamos la empinada cuesta y antes de penetrar en la importante calle del Cid, nos detenemos ya en el Paseo de Borrunes donde, bajo los árboles centenarios, una pintoresca fuente canta noche y día el poema lírico de su fecundidad. 

En la calle del Cid, corazón de la hermosa Villa, está emplazado el Ayuntamiento y la iglesia parroquial. Aquél, de reciente construcción, aunque de gran buque y agradable aspecto, artísticamente, no nos interesa; no así la iglesia, de orden corintio, claustral, con cúpula y crucero, valiosas pinturas e interesantes imágenes de Vergara y Esteve Bonet. Se construyó durante el reinado de Carlos III y fue objeto, por parte de las hordas bonapartistas, de toda suerte de profanaciones y tropelías. 

Pero… salgamos al campo, el alma de Buñol, con todos sus poderosos encantos, no hay que buscarla por las calles del pueblo, antes bien, en sus verdes rinconadas, en su famosísima Hoya, en el rincón de San Luis, en sus huertas, en sus fuentes, en sus lagos, en sus montañas, en sus ríos… 

Como sitios pintorescos por excelencia, pueden mencionarse los Baños de la Jarra, la Cueva de las Palomas, en cuyo regazo tiene su nacimiento el río Juanes; las fuentes del Ciprés y de la Estrella, las orillas del río Buñol, salpicadas de viejos y patriarcales molinos que mueven importantes fábricas de papel; la Cueva de las Maravillas; la fuente del Turche con cascada de treinta metros de altura, gigantesca gruta y lago de aguas en remanso, sobre las que se balancean los cisnes; el cauce del río Juanes; la carretera de Macastre y de Millares; el túnel y puente de Roquillo, cuya bravura y majestad suspenden el ánimo y cautivan, y, sobre todo, el puente natural de Carcalín, fenómeno geológico de inmemorial antigüedad que forma bajo su regazo un antro subterráneo y tenebroso que ocupa un lago sostenido por incesantes filtraciones. 

Pero tanto como el presente vale el pasado de este paraje maravilloso y la pristina belleza de Buñol, del mismo modo que en los rincones pintorescos, en las cascadas, en las grutas, en las torrenteras y en las fuentes, supervive a través del tiempo y del espacio entre los muros del viejo castillo que fué siempre testigo de sentimentales peregrinaciones y contó siempre con el testimonio de nuestra devoción.

Bajando de Las Ventas a través de un sendero accidentado y pedregoso, el pueblo primitivo, el barrio en quien nadie para mientes, el Buñol que nadie conoce, nos va des cubriendo la augusta potencialidad de sus encantos, y desde las primeras casas del antiguo recinto militar lasta lo que ostenta en la actualidad el apropiado mote de Plaza del Castillo, pasando por dobles puentes, fosos, puertas blasoneadas, torres, almenas, todo, parece confabularse para resucitar en torno nuestro un pasado que renace a la vida por el milagro de la evocación. 

Seguimos el mismo camino que condujo a Francisco I desde el palacio de Benisanó hasta la Torre del Homenaje de este derrumbado alcázar que fue una noche su obligado retiro cuando, prisionero del César español tras la victoriosa jornada de Pavía, caminaba en dolorosa peregrinación hacia Madrid.

Venía el rey en su cerrada litera, acompañado de fuerte escolta. Noticioso de su llegado, Buñol entero acudió a recibirle. Francisco I durmió mal aquella noche. El día le sorprendió paseando por el recinto de su cámara. Cuando el alcalde de la fortaleza solicitó su regia venia para pasar a saludarle, se hizo acompañar a lo más alto de la torre, y ante el maravilloso espectáculo que desde allí se otea, emocionado, con lágrimas en los ojos, exclamó: «¡Semejante maravilla no la hay en Francia!» 

La Torre del Homenaje, que fué prisión de Francisco I, continúa en pie presidiendo el conjunto de la fortaleza que es ahora del dominio de las gentes humildes y menesterosas. El pasado y el presente se unen allí en estrecho maridaje y, junto a los cimientos romanos, a los murallones árabes, a las torres medievales, a los puentes levadizos, han ido surgiendo edificaciones, mansiones modestas, pobres albergues pintados de cal, sobre cuya blancura anacrónica reverbera la luz que habita un pueblo cuya indiosincrasia sería curiosísimo estudiar, un pueblo que, apegado a las viejas tradiciones familiares, prefirió fabricar su albergue entre las ruinas del solar de sus señores, antes que descender al llano donde ha ido aposentándose el nuevo Buñol. 

José Rico de Estasen. Buñol, diciembre 1930.

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