La trastada

Ana, resopló mientras miraba a su compañera Paula con fastidio.

–Esto es un auténtico rollazo. ¿Por qué siempre nos toca encender la estufa a nosotras dos?

–Porque la profe nos tiene manía –contestó Paula convencida–. Laura y Mª José estaban hablando más y mucho más fuerte que nosotras y sin embargo sólo se fijó en nosotras a la hora del castigo. Para no variar.

–Pues yo estoy cansada de tener que madrugar más todos los días para recoger los palos por el camino para encender la dichosa estufa antes de que lleguen todas –dijo Ana, con el ceño fruncido, mientras se esforzaban por encender la maldita estufa para que a las nueve todas comenzasen la clase calentitas.

Estaban a principios de diciembre del año 1961 y desde mediados de octubre la joven pareja de estudiantes no se había librado de la onerosa tarea que Doña Eulalia Martínez, su única profesora, les había encomendado por, según ella, haber distraído al resto de sus compañeras con sus charlas en momento de estudio. Cosa con la que tanto Ana como Paula estaban en completo desacuerdo. Según ellas, algunas de sus compañeras habían incordiado en aquellos momentos mucho más que ellas, pero la maestra al parecer tenía fijación con ellas dos a la hora de castigar y no se habían librado ni un solo día de tener que encender la estufa.

–Tengo entendido que los palos de tabaco hacen mucho humo y si están verdes más.

Ana comprendió inmediatamente la idea de su amiga y sonrió con picardía.

–Yo tengo palos de tabaco tendidos en la andana. Mañana traeré unos cuantos de los que estén más verdes.

A la mañana siguiente Ana cumplió su palabra y se presentó ante la puerta de la escuela con los palos de tabaco ya cortados y metidos en un paquete de papel, para no despertar sospechas en el conserje. Paula le guiñó un ojo y le enseñó un paquetito también de papel con un contenido que intrigó a Ana. Luego esta supo que el contenido del paquetito era un cuarto de pimienta que Paula se había traído de su casa para «su encendido especial», como así lo llamaban las dos.

Entre risas y expectación por ver lo que sucedía con su experimento, encendieron el fuego que curiosamente, pese a lo verdes que estaban los palos, prendió a la primera. Entonces Paula, experimentada en estufas, cerró un poco el tiro, aunque no del todo para que no se ahogara la llama y dejó abierta la puerta de la estufa, por lo que el humo acre y espeso empezó a salir a borbotones y a llenar la clase. Las dos cómplices salieron de allí tosiendo, cerrando la puerta tras ellas. Casi enseguida llegó Doña Eulalia con un grupo de niñas. Cuando la maestra abrió la puerta un fuerte golpe de humo se abrió paso por el dintel asustando a todos los presentes. La maestra, cerrando inmediatamente la puerta, mandó a una de las niñas a llamar al conserje. El hombre se asustó al abrir la puerta y ver tanto humo, luego se tranquilizó al no notar ni rastro de llama alguna, por lo que armándose de valor y de un pañuelo bastante limpio que sacó de su bolsillo, se decidió a entrar para abrir alguna ventana para que saliese aquel humo pesado e intenso. Luego salió corriendo y volvió a cerrar la puerta para que no se llenase de humo el resto de la escuela.

A aquellas alturas, tanto Ana como Paula estaban bastante asustadas de ver las proporciones que su trastada estaba causando. El alboroto era grande y la cosa se agravó cuando llegaron corriendo los hombres que trabajaban en una cercana fábrica de papel, los vecinos más inmediatos, y algunos hombres que faenaban en sus huertas cercanas al colegio, el cual por suerte estaba en las afueras del pueblo.  Todos los que se acercaron estaban preocupados porque al ver el humo se habían imaginado que el colegio estaba en llamas y se tranquilizaron  al ver que sólo era humo y que todas las niñas estábamos a salvo. 

Aquel día no hubo clase.

Al día siguiente, Paula y Ana se volvieron a encontrar dispuestas a encender un día más la estufa. Andaban preocupadas camino de la escuela cuando vieron a lo lejos que en la puerta de la escuela les esperaba Doña Eulalia. Se esperaban lo peor.

—No volváis a acercaros a la estufa. Alguien la encenderá a partir de ahora.

Ana y Paula esperaron un castigo que milagrosamente no les llegó. Ni siquiera tuvieron que soportar una regañina o que les pidieran una explicación sobre por qué se había producido aquel humo. Nada. No hubo ninguna reacción contra ellas. Sus compañeras no tenían ni idea de lo que había ocurrido. La única cosa chocante fue que Doña Eulalia parecía desconcertada y vulnerable cuando les informó que ya no tenían que encender más la estufa. 

Al día siguiente comenzó la clase con normalidad y Ana y Paula se llevaron la grata sorpresa de que la estufa estaba ya encendida, sin humo y aportando un grato calor que se agradecía en aquellos días de invierno. Luego corrió el comentario entre las alumnas de que Doña Eulalia había encargado a Eduardo, el conserje, que encendiese todas las estufas del colegio a cambio de una pequeña remuneración extra, cosa que él aceptó encantado.

Los comentarios sobre lo ocurrido, que no fueron nada más que algunos conatos de curiosidad por parte de algunas alumnas, cesaron pronto y ya no se volvió a comentar más sobre aquel asunto. Ana y Paula comprobaron admiradas que ya no volvieron a ser las víctimas preferentes de Doña Eulalia, la cual a partir de entonces parecía no encontrar motivos para castigarlas.

Karmen Mas Cervera
Aficionada a escribir relatos

Share This Post

Post Comment

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.