La primera vez que te vi fue bajo el arco ojival, en un concierto donde Brumario se mezclaba con el Barroco, tu frente despejada, tus ojos fijos en mí me impresionaron. Un halo de frío me sobrecogió mientras acababa la última pieza de Bach en oboe.
La segunda vez, paseando por los arrabales de la villa, muy cerca de la partida que llaman El Maset. Allí estabas como el primer día, quieto y estático como una partida de Dioses, como una persona más en la tarde de Frimario.
Esta vez me saludaste y se me heló la sangre al comprobar que no tenías pies. Mi corazón se aceleró y mis pasos se precipitaron entre matorrales y huertas abandonadas. El cielo rojo de aquel día delataba un nuevo vuelco en mi vida, acababa de conocerte y el tiempo se enclaustró como en murallas, de recuerdos y de infancias no vividas.
Me acordé de H. L. y de sus creaciones sobre-naturales, pero en este caso no eran mujeres, era un hombre de mediana edad, con un poco de melena y ropas oscuras, elegantes; de ojos, no tenía ojos, sino cuencas vacías; y su boca, no tenía boca, pero de algún sitio salía sin cesar mi nombre, mi nombre repetido varias veces en la tarde de noviembre doliente y frío.
Mi nombre es Louis, y soy francés. Estudio en la Universidad de Valencia y desde el departamento de investigación de la universidad me han enviado a esta villa de Buñol para recoger información sobre un antiguo relator de narraciones, o sea, un escritor del siglo pasado que anduvo y vivió por estas tierras. Mis jefes me piden información para novelar una extensa producción literaria sobre autores del Reino.
Apoyo la intervención francesa en este país tan atrasado y a la rama borbónica y en su nombre al Rey, pero este Reino es ingobernable. Bueno, mi trabajo era descubrir a ese famoso literato entre los paisanos de esta villa, así como de sus autoridades. Así empezó todo, buscando, investigando, hasta que me topé con él y ya mi vida cambió y no pude seguir. De hecho, creo que nunca saldré vivo de estas tierras, pues su presencia es como incesante e inesperada.
Los primeros días hablé con el alcalde de la ciudad y le pregunté a bocajarro:
– Yo he venido aquí a investigar lo que ya le dije el primer día y usted me dio permiso para seguir y me comentó que tenía las puertas abiertas… ya veo que no es así y me ha enviado un esbirro a que me siga a todas partes…
– No sé de lo que me habla. Bueno, ¿ha encontrado ya algo de nuestro literato? ¿Quién es? Dígame su nombre.
– Me temo que, aunque estuvo aquí, no sea nativo de esta ciudad, querido alcalde.
Una sombra negra, encapuchada y muy alta pasó en ese momento entre nosotros. Un frío aterrador se apoderó de la sala del ayuntamiento y el alcalde se puso blanco como la pared.
Yo, sereno, le dije: “a esto me refería…”
Salí de allí convencido de que nadie me seguía, por lo menos humano, y me incorporé a mi trabajo de detective o como quieran llamarlo. Pasé la tarde entre las murallas del castillo tratando de encontrar en aquella vieja biblioteca algún legajo que me diera pistas, pero nada. Cuando ya me iba, apareció él de nuevo. Esta vez iba como disfrazado, y su boca, o lo que fuera, no paraba de repetir mi nombre, pero esta vez añadió algo más: “sígueme, sígueme…”
Por las calles de la población, entre viejas farolas y algún bandido entre sus puertas, nos adentramos en los alrededores del río llamado Buñol.
Las hojas de los olmos se movían al compás de sus palabras. En aquella fría tarde de Frimario, mis cabellos se erizaron al ver lo que él me indicaba. Abajo, en las aguas del río, a la luz de la luna, un cadáver de hombre flotaba mientras me hablaba. Enseguida supe quien era, por sus ropajes del siglo pasado y un libro en su pecho. El cuerpo despareció entre la corriente del río y yo, asomado entre las rocas, le pregunté:
– Es él, quien busco, el literato, pero, ¿qué escribió y quien lo mató? ¿Por qué interesa tanto a la Universidad?
Con sus cabellos blancos al viento frío de la noche y sus manos alzadas, dijo:
– No es a tu Universidad, ni a tus jefes, a quien le interesa, y una voz gutural le quebró la voz..
– ¿Entonces…? –le dije yo, ya aterrado por lo desconocido. Y sacó una daga.
La noche se hacía eterna y metálica, las celosías de mi vida iban cayendo una a una, y él, con una fuerza descomunal, me arrastraba, y ahora entre cipreses y tumbas un gran ángel del silencio nos recordaba donde estábamos. Se volvió hacia mí y entramos, es decir, bajamos por unas escaleras de un frío mausoleo y allí pude ver su nombre, y una enorme tristeza se apoderó de mí, pues comprendí que aquel fantasma era a quien yo buscaba, él era el literato que relató los cien edictos sobre el crepúsculo en la villa de Buñol y sus alrededores y que nunca se encontró, y que fue asesinado y tirado su cuerpo al río por no sé qué motivo. Y le cogi de su gélida mano y bajamos hacia el Infierno y hacia su pasado, allí, bajo el cementerio y sus subterráneos.
Y bajando me susurró el nombre del libro, entre galerías y nombres, entre frío y tierra, entre caras y sombras. El libro se llamaba “Entre Crepúsculos y los cien pasadizos ocultos de la Villa de Buñol”.
Fechado en la villa de Buñol el dia de las Ánimas del mes de Brumario de 1818 de nuestro Señor.
Nota del autor: Investigado este relato, se supo que el literato aquí nombrado se llamaba o era Conde de Lassard, investigador y poeta que quedó, según dicen, fascinado por los paisajes de la villa así como sus crepúsculos y que descubrió un volumen original del gran escritor francés H.P. Louter, también aquí afincado. Los libros citados jamás aparecieron. Sus tumbas pueden verse en el cementerio antiguo. Los temas de los libros eran el mismo.
Rafael Ferrús Iranzo
Buñol histórico