Olivia

A Olivia y a su madre, Regina, las instalaron en la casa de pueblo familiar sus cuatro hermanos, todos hombres, quienes así lo decidieron. La casa era pequeña, solo dos habitaciones, lo justo para ambas. Olivia dejó su trabajo ya que, según sus hermanos, era la hija y debía encargarse de cuidar a su madre, y así lo aceptó, mientras sus hermanos se olvidaban de ellas.

La gracia y la simpatía de Olivia hizo que se ganara a sus vecinos, nunca dejaba de sonreír y se conformaba con la situación en la que vivía. Ella iba sintiéndose mayor y no tenía esperanzas ya de vivir su propia vida. Así, los días iban pasando, mientras ella disfrutaba de sus pequeñas cosas, como la sopa de verduras que tanto le gustaba de su madre, el contacto con los vecinos y su pequeño hogar.

Un día, Olivia cogió la lista de la compra y se fue al mercado. Allí se encontró con su amiga María y quedaron en verse pronto. En el mercado rescató a dos gatitos que estaban perdidos y se los llevó a su casa, donde su madre los acogió con agrado y le comentó a su hija:

–Sabes, Olivia, los gatos desde la antigüedad eran considerados Dioses, aunque ahora los matan sin compasión.

A los pocos días sonó el timbre y Olivia fue a abrir.

–María, pasa. -María entró y se sentó, llevaba unas gafas oscuras que le cubrían la cara. 

–¿No te quitas las gafas? -María se acarició su precioso pelo y negó con la cabeza. De pronto, Olivia vio como resbalaban las lágrimas por sus mejillas. Suavemente le quitó las gafas y dio un respingo hacia atrás cuando vio los ojos hinchados de su amiga, que apenas podía abrir. Olivia la abrazó mientras de los labios de María salía un lastimoso quejido.

–¿El cafre de tu marido? ¿Lo has denunciado?

–Esta es la primera vez, fui a la policía y me hicieron tantas preguntas que solo pude decir mi nombre y me fui sin denunciarlo.

–Vamos a mi habitación y me enseñas lo que te ha hecho. -Entraron en el dormitorio y María no quería mostrarle los moratones que recorrían su cuerpo.

–Venga María. -María se dejó quitar el suéter. –Canalla –dijo Olivia. 

Le dio un beso en un moratón y María se dejó acariciar por Olivia. Sin darse cuenta llegó el primer beso y grandes oleadas de placer sintieron al unísono, haciendo el amor hasta quedar exhaustas.

–Tienes que dejarlo.

–No puedo, me matará. Me lo dice continuamente.

-Tenemos que encontrar el medio. ¿Sabes, María? Los hombres son crueles, mis hermanos siempre me han tenido dominada, aquí con madre, sin ningún porvenir.

-–Porque quieres.

–Me obligan, así un día tras otro. Entre las dos podemos encontrar un medio de vivir mejor.

El marido de María encontraba a su mujer distinta, encrudeció sus palizas.

–Hasta aquí –le dijo Olivia a María–. Yo voy a hablar con mis hermanos y tú vas a dejar a tu marido. Nos vamos.

–¿Dónde vamos a ir? –le contestó María asustada.

–No importa mientras estemos juntas. O dejas a tu marido o te mata . Así que vámonos.

Olivia habló con sus hermanos para que se encargaran de su madre y ese mismo día, a las cuatro de la mañana, salían del pueblo, sin rumbo, que el coche las llevara.

Donde antes solo había nubes y lluvia, por fin lucía el sol en las vidas de Olivia y María.

Amelia Miguel Fayos
Aficionada a escribir relatos cortos

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