Me llamo Luis Planes y soy pintor procedente de la Real Academia de san Fernando de Madrid. Hacia el año 1773 fui destinado a la Villa de Buñol del Condado del mismo nombre y con el cual yo tenía cierta relación. Como decía, durante ese año tuve que realizar una serie de cuadros y murales en la Iglesia de San Pedro Apóstol de dicha localidad, concretamente en la Capilla de la Eucaristía o de la Comunión.
Asi pues, ideé para el espacio eucarístico de esta capilla una estudiada iconografía alusiva a la importancia del sacramento a través de pasajes del Antiguo y Nuevo Testamento, junto a episodios de aquellos santos, como San Pedro Pascual, el cual tuvo tanto fervor por la Santa Comunión.En la bóveda del espacio anterior al altar representé la Comunión de la Virgen por San Pedro Pascual.
En suma, la labor era ardua, y los primeros días fueron especialmente intensos. Se me olvidaba comentar mi gusto por el estilo rococó, el cual es palpable en varias escenas, sobre todo en “La recogida del Maná“, donde aparece Moisés un poco recargado tras ampulosas tiendas. Y es que nunca dejé de admirar a los grandes maestros holandeses del Barroco del siglo anterior.
Una fría tarde de enero, cuando apenas ya dejaba de haber luz en el interior de la capilla y estaba acabando la figura de Miriam al lado del profeta, escuché un ruido justo debajo de los andamios, lo que me preocupó no por miedo alguno, sino por el temor a que algún sostén del andamiaje cayese. De nuevo, un ruido como de alguien que diese saltos se oía desde donde yo estaba. La iglesia desierta, o eso por lo menos yo creía, hacía eco de varios saltos y caídas producidas sin duda por alguna persona que allí se encontraba.
–¿Hay alguien ahí?– grité, pero nadie contestó. De nuevo se hizo el silencio, y tras las ventanas ahora golpeadas por el viento y la lluvia pude ver la tarde gris y oscura que casi podía acariciar.
Bajé raudo y, una vez en el suelo, mi mirada se centró en las lúgrubes luces de las pequeñas capillas del fondo, donde pude apreciar una sombra moverse bajo el busto de San José. Con voz decidida y con cierto enfado, grité de nuevo:
– ¡Eh! ¿Quién anda ahí? No me gusta que me espíen mientras trabajo. La iglesia está cerrada hoy.
Y con paso rápido fui tras la figura que al fondo veía. En aquel momento que atravesaba, bajo los pilares cruciformes, las estancias obscuras y vacías de aquella nueva iglesia, un escalofrío me atravesó el pecho y las sienes y me paralizó por completo. En breve quedé quieto como una imagen de mis pinturas murales. Con la mirada fija en la siniestra capilla del fondo, crujieron los hierros de la entrada y una pequeña luz mortecina se iba haciendo fina y a la vez grande mientras sigilosa se acercaba a donde yo estaba.
Las luminarias eran escasas, los haces de luz de las rosetas y de las vidrieras se iban apagando, los santos que detrás se dibujaban en figuras vivientes ahora se apreciaban difusos y de colores apagados, mientras unos pasos como saltos de niño jugando se me acercaban. Quieto, mi ser y mi alma, como en red atrapado, veía ahora con nitidez la forma luminosa tomar figura de algo.
De las lámparas de plata y cobre algún angel brillaba con fantasmagórica desnudez. Yo, que siempre fui fervor creyente, ahora tenía miedo. Sí, miedo a la soledad en aquel recién construido templo. Ni siquiera un paso daba, el tiempo mudo como el Santo que me miraba con pétrea mano me señalaba. No recé, no oré en aquellos fatídicos momentos.
La figura de luz ahora amarillenta se hizo un haz humano y un hermoso niño se dirigió a mí.
No llevaba pies y su rostro era pálido como la noche de plata. El frío ahora me erizó el pelo y mi aliento se hizo una nube.
El terror se apoderó de mí, y sus ojos sin pupilas me miraban con la boca abierta en forma de o. Un sonido gutural salido de sus labios rasgaban todo mi ser.
Tuve que taparme los oidos y arrodillarme ante aquel espiritu. Su pelo rubio, su ropa de otra época, su cara tan hermosa pero deformada por la o enorme que formaba su boca.
De rodillas, en el suelo, aún pude murmurar:
– Pero… ¿Quién eres? ¿Eres un diablo, un ser del mal que has venido hasta este nuevo templo… para qué? ¿Que misión tienes…?
Se escuchaba el rechinar del viento en las bóvedas y varias veces quedamos en total oscuridad aquel ente y yo. En el sonido del aire pronunciaba su nombre sin detenerse, con un silbido atroz y agudo. Al fin trajo una vela en su mano y su tez se iluminó de blanco y pálido, cambiando su expresión una y otra vez.
Su boca cedió a la tensión y sus finos labios pronunciaron:
– Has acertado, mi misión es vagar por esta iglesia hasta el fin de los tiempos y mi hogar es su Campanario, del cual caí cuando mi padre trabajaba en su construcción. Mi padre cayó tras de mí al intentar sujetarme. Ambos perecimos en el accidente.Sígueme –Me ordenó–.
Atravesamos la sala vacía y osbscura hasta llegar a la pequeña puerta de la subida al campanario.Tras de mí dejaba las viejas capillas sumidas en la penumbra y soledad, las velas se apagaron a nuestro paso y apenas veía su halo de luz, que le cubría mientras llegábamos a la puerta. Subimos más de cien escalones por una gutural escalera de caracol. De vez en cuando unas voces se escuchaban como susurros a nuestro paso.
Al llegar a la zona donde iban las campanas, pues todavía no estaba colocadas, una ráfaga de viento y lluvia me hizo tambalear. Lo vi subido sobre el balcón del campanario. Mirándome fijamente, me dijo:
– De aquí caí. Aún no estaba el tejado del campanario y arriba no había nada más que el cielo.
Y de nuevo su rostro se tornó cruel y distante y su boca se ovaló emitiendo unos murmullos ensordecedores, unos lamentos crueles que me herían y se escuchaban a kilómetros de distancia.
– Mi misión es enseñaros mi muerte una y otra vez.
– Pero, ¿cómo te caíste? – acerté a decir–.
– Estaba con mi padre sobre un andamio, como tu cuando pintas tus barrocos murales, cuando este cedió y caí al vacío… mi padre también murió en el accidente.
– ¿Y qué tengo que ver yo?
– Tú pintaras nuestros rostros en esa capilla. Si no, morirás. En la escena que tu eligas o figura que quieras. Sea cuadro sobre madera o mural sobre pared o bóveda.
El viento ululaba en lo alto del campanario mientras a lo lejos, en las montañas de la Villa, luces fatuas adornaban el paisaje. La noche ahora despejada se volvía eterna y de hielo.
Ahora, entre los murales de la capilla, soy prisionero de este niño fantasmal. Día tras día viene a visitarme, oigo sus saltos en la cripta del fondo y hablar con alguien cuando la iglesia está vacía y cerrada. Todas las tardes me dice que de aquí no saldré vivo. No quiero volverme, pues su rostro ahora es diferente, creo que de otra persona con la que susurra.
No dejo de rezar a los santos que pinto, a los ángeles que cubren la pilastra. A San José, que lo tengo detrás, me doblego para que me libere de esta atadura, de este ser.
Sus rostros ya están pintados, de su padre y de él, no sé que más quiere de mí. Que Dios me perdone por obedecerle y pintar esto en santo lugar. Ni siquiera el agua bendita que le arrojé le hace efecto, ni las cruces que le lanzo. Al revés, ríe y agita mi andamio para que caiga.
Yo ansío pronta muerte, pues a nadie puedo contar tales atrocidades, y mi horario es siempre desde el atardecer hasta la noche bien cerrada. Ni dormir puedo entre tantos sobresaltos y gritos. Pero nunca veo a nadie, solo la luz de las velas que me iluminan y su espectral figura en el pasillo.
Riendo, me dice:
– ¿Averiguarán los feligreses donde están nuestras caras… en qué mural por ti pintado estamos… acaso será ese? –y señala hacia las bóvedas–.
Y una risa metálica y atroz devora las paredes. Y una corriente fría pasa por mi lado. Y todas las noches, una tras otra, subimos al campanario y repite lo mismo, sin cesar. Y veo sus rostros pintados sobre las paredes y tablas sobre lienzos moverse y hablar como si de una pesadilla atroz se tratase. Ya con una cruz en mi pecho pienso en el final cuando acabe la última obra. Quizás, como él, muera y caiga al vacío, desde lo alto, con mi rosario y mis pinceles.
En la villa de Buñol . XVIII. L.P.
Rafael Ferrús Iranzo
Buñol histórico