Bécquer vs Burton

Cuando tenía doce años, un libro cayó en mis manos un 20 del mes de octubre. La librera, como queriendo formar parte de una de sus leyendas, me entregó el ejemplar color vainilla y chocolate con mucha liturgia y mirándome fijamente a los ojos preguntó: «¿De lectura obligada en el colegio, niña?» «No. De lectura obligada en mi casa», contesté. E intentando dibujar una sonrisa que parecía una mueca, recibió mi billete de mil pesetas y mientras el cambio ocupaba toda la palma de su mano, agarró mi muñeca y sentenció: «Reserva El Monte de las Ánimas para el último día de este mes. Gracias por la visita». Recogí las monedas y volví a donde estaban mis padres saltando todos los peldaños de golpe. Decidí mantener en mi silencio el inquietante estruendo de sus palabras. Y las escuché de forma sonora, hasta que llegué a la página que anunciaba dicho relato. Once días después de su compra.

Las historias de miedo nunca me han parecido tan fascinantes como en mi época de adolescencia. Creo que es un hábito muy común en esa edad para todo el que degusta ese tipo de narraciones, devorarlas enfermizamente, encontrando la valentía en oscuras habitaciones en las que hallarse cara a cara con tus temores y disfrutar de su adrenalina, bajo la luz de una linterna. De hecho, los protagonistas de los guiones del género de terror suelen ser alumnos de instituto que, bien por su coraje, bien por su inconsciencia, saltan a la captura de seres de ultratumba con suéter a rayas rojas y verdes. Pero, de todas esas películas, con esos mismos doce años, otro personaje de geométrica indumentaria me fascinó locamente. Tenías que decir su nombre tres veces para que apareciera. Yo llegaba a repetirlo sólo dos. Me producía cierta zozobra imaginármelo a mi lado. Así que siempre lo preferí enfrente, mirándome desde la pantalla del salón. Y es que, Beetlejuice fue la primera flecha de un amor incondicional al gran maestro Tim Burton.

Por eso, cuando durante un viaje a ver a mi hermano en NYC vimos que había una retrospectiva del director en el MOMA, me faltó tiempo para cogerle de la mano y presentarme en la puerta. Era la primera vez que podía entrar en su mundo y formar parte de él. Eduardo, con su piel de porcelana rasgada a causa de su inacabado cuerpo, presidía todo un universo mágicamente oscuro. Un hueco en el tronco de un árbol por el que caer hasta el País de las Maravillas. Y lo disfruté al máximo. O, al menos, hasta que el conejo blanco asomó las orejas con su impertinente reloj. Lloré amargamente el final del trayecto lamentándome no poder repetir pese a mis intentos de detener el tiempo, hasta bien entrada la noche.

Ese mismo año, estrenando el otoño, en un momento de creatividad y euforia, una idea brillante de mis amigos encendió la llama de la discusión. «¿Y si celebramos Halloween?» Escuché versiones contrapuestas para esa noche: los que defendían Los Difuntos frente a los que preferían los trucos o trato. Cada argumento era tan lógico como irrefutable. A ambos lados del tablero. Pero esta vez no guardé silencio. No salté los peldaños. No esperé a ver qué ocurría. La idea de Tim Burton y encarnar a los personajes salió de mi boca tan fácilmente como entran los «huesitos de santo». No me centré en si la fiesta tenía un origen forastero o si con su celebración matábamos de nuevo al joven Alonso. Simplemente observé que una noche, la de Difuntos, debemos disfrutarla como vivos. Y que, si no fue tan fría como para asar castañas a la lumbre de algún rincón empedrado, podríamos vivirla con un divertido encuentro. Y así lo hicimos, en casa de una amiga. Vestidos de muertos de cine, más pálidos que la luna que dibujamos en una pared, las historias de miedo iban turnándose entre nosotros. 

Cómo no, acabaron de la mejor de las maneras: con la leyenda de aquellos que «dicen que después de acaecido este suceso, un cazador extraviado que pasó la noche de difuntos sin poder salir del Monte de las Ánimas, y que al otro día, antes de morir, pudo contar lo que viera, refirió cosas horribles. Entre otras, asegura que vio a los esqueletos de los antiguos templarios y de los nobles de Soria enterrados en el atrio de la capilla levantarse al punto de la oración con un estrépito horrible, y, caballeros sobre osamentas de corceles, perseguir como a una fiera a una mujer hermosa, pálida y desmelenada, que con los pies desnudos y sangrientos, y arrojando gritos de horror, daba vueltas alrededor de la tumba de Alonso.»

Quizás, si Burton la escuchara, nos brindaría una nueva entrega. Feliz noche… de Miedo.

Las gafas de Sthendal
Cinéfila y bloguera

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