Cuentos y leyendas de Buñol. Los desertores.

29 de agosto de 1939. Belchite (Zaragoza). El Ejército Popular asedia la población. Zaragoza es el objetivo.

Los dos tuvieron la misma idea, dejarían sus ropas y parte de su cabello, rapado con machete, manchados de sangre, sobre los cientos de cadáveres que allí se amontonaban. Así las sospechas de deserción serían más ambiguas, y pensarían que los cuerpos de Miguel, apodado El gamo y Juan, apodado El gacela, habrían sido esparcidos por las paredes o zanjas del campo de batalla debido al intenso fuego de los morteros. Estaban en Belchite, aquello era una locura y los dos estaban en aquel lugar de muerte y asedio.

Los dos huyeron a la misma hora, sin saber que sus destinos se iban a cruzar. Miguel, El gamo, llamado así por su velocidad en carrera, cosa que le salvó de una muerte segura al atravesar las trincheras republicanas y dejar varios muertos de granada. Las balas le silbaban, pero su rapidez era tal que era difícil apuntar y disparar a aquel loco que zigzagueaba entre las zanjas dejando a su paso varios muertos. Era de Toledo y se había enrolado en el ejército sublevado en su ciudad natal. Sus padres pertenecían, al igual que él, a la Falange. Cursaba estudios de ingeniero cuando estalló la guerra y no dudó ni un instante en partir hacia el frente. En el colegio siempre había destacado en las competiciones, habiendo conseguido varias medallas.

Juan El gacela era un caso parecido, pero en el bando republicano. Era de Buñol (valencia), siendo esta zona republicana. Era agrimensor, y su rapidez al correr siempre llamó la atención a todos. También, como a Miguel, esta velocidad la salvó la vida en varias ocasiones, saltando y corriendo entre las murallas de Belchite, casi entrando y ametrallando sobre todo en el flanco oeste de la calle Mayor del pueblo. Hizo estragos entre los italianos y los soldados más expuestos, causando varias bajas. Perdió un lóbulo de oreja al calcular mal un salto sobre un nido de ametralladoras, cayendo encima de los asustados italianos, que fueron masacrados a bayonetazos, todo en un plis plas.

Ahí te quedas, Belchite, menuda carnicería. Y, viendo el sinsentido de esa guerra inútil, Miguel El gamo cogió su fusil Tigre de calibre 11 mm. y puso pies en polvorosa. Tuvo la precaución de dejar su identificación, que introdujo en un charco, y la dejó encima de su casco, también manchado de sangre. Aquello, pensó, era una operación militar fraticida. Miró, torció por la esquina de la Iglesia y salió como alma que lleva el diablo por la parte Sur hacia Lécera, bordeando toda la sierra. Un oficial, que lo vio huir, le disparó varias veces, pero no pudo alcanzarlo y en poco tiempo estuvo jadeando bajo una encina de las tierras aragonesas, oyendo el estruendo de los cañonazos a lo lejos y los aviones rusos Tupolev SB escupiendo bombas sobre Belchite. Aquello era terrible. Decidió salir, ahora que los aviones estaban enfrascados sobre la ciudad, pero fue un error. Atravesó una llanura de girasoles a toda prisa. Sus piernas eran como hélices, pero se topó con un Polikarpov I-15 que volaba muy bajo. Salió de la nada, de entre las montañas, e iba directo hacia el campanario del pueblo donde había un puesto de morteros. Pero le vio. Y fue a por Miguel, no se inmutó, casi podía ver al piloto que ya empezaba a disparar su ametralladora. Le apuntó y le partió el pecho con un tiro certero mientras el avión se dirigía hacia él dando curvas en el aire. Tuvo la suerte de que pudo saltar sobre un chopo y haciendo una pirueta se colgó de una rama mientras el Polikarpov se estrellaba contra el viejo árbol, provocando un aparatoso incendio.

Juan El gacela iba retrocediendo poco a poco mientras los morteros y sus compañeros avanzaban hacia las murallas del pueblo. Había dejado el casco y el chaquetón manchados de sangre, se levantó y marchó en sentido contrario a la batalla. Los que lo vieron huir fue lo último que vieron, pues una granada enemiga los eliminó. Corrió y corrió ocultándose entre dos tanques T26 que casi lo atropellan. Su idea era ir hacia el sur, rodear Teruel y bajar hasta Sagunto y de allí a su Valencia querida, a su pueblo. Ya veía a sus seres queridos esperándole cerca del Portillo a la entrada de Buñol.

Pero Juan El gacela no contaba con una escuadra de cuatromilicianos que estaban rezagados atendiendo a un herido.

–Eh, ¿dónde vas? –Le gritó uno de ellos, que llevaba un gorro frigio con la bandera republicana.

–Voy a por munición al otro pueblo –dijo Juan. Me lo ordena el teniente.

No les dio tiempo a reaccionar, otro T26 pasó, aplastando a uno de ellos por error, y Juan salió como una gacela herida. Le vieron correr y correr. Y se dijeron: otro traidor que huye. En la lejanía ya se veía un punto desaparecer mientras Belchite ardía y sus calles eran un manojo de civiles y soldados muertos.

La noche se les echó encima como una ola del océano. No se enteraron, ni Miguel ni Juan sabían que iban en caminos paralelos hacia el Sur. Miguel había decidido ir hacia Valencia, donde tenía familia, aunque sabía lo difícil que lo tenía, pues era zona republicana. Su plan era, cuando estuviese cerca, entrar por algún pueblo y cambiarse de ropa, como de pastor, pensó, o de comerciante. Era un buen plan.

El Mauser M1916 de Juan estaba helado. Lo cogió y lo limpió a fondo, pues sabía que era su seguro de vida. Además, tenía que comer cazando algo, algún conejo o jabalí. Ojalá esto no lo hubiese pensado jamás. Se despertó. Todavía estaba claro oscuro y la guerra la recordaba como algo lejano pero presente. A lo lejos pudo ver una franja de humo.

Lo primero que vio fue su rifle apoyado en el olmo y después escuchó un gruñido, después un fuerte golpe que le abrió las entrañas. Trató de coger el Mauser pero otro jabalí, seguramente la hembra, lo desplazó de un golpe y los dos jabalís le empujaban y clavaban sus colmillos mientras lo pisoteaban. Estaban realmente furiosos, pues las crías estaban cerca.

Notaba su sangre que le caía por las piernas y algo muy fuerte que le aplastaba. Cogió su machete como pudo y se lo clavó a la hembra, que era más pequeña que el macho. Se lo clavó en el ojo, y le dio tiempo a cargar el rifle y matar a los dos. Aún con su cuerpo maltrecho y lleno de heridas, en pecho y espalda, pudo arrastrase hasta un arroyo cercano, donde se lavó. Apenas podía moverse. Llevaba cortes por todo el cuerpo.

Miguel, que no había parado en toda la noche, ahora corriendo, ahora andando, llegó cerca de las cinco de la mañana a Utrillas. Vio el pueblo de lejos, y aprovechó la poca luz del día para entrar y ver si comía algo. Pero la cosa era otra. Pudo observar de lejos una hoguera, se acercó y divisó otra escuadra de milicianos a la orilla del fuego. Estaban en la retaguardia. El problema es que en el interior del patio había unos veinte milicianos más fuertemente armados, fumando y preparados para salir en breve hacia Belchite.

Sin pensarlo, se deslizó por el pajar, y se introdujo en la camioneta. En su remolque, dos morteros y obuses. Estaban las llaves puestas. Como una bala, salió rompiendo la puerta del corral, mientras le disparaban por todos lados. Cuando estaba sobre un kilometro de distancia, frenó, sacó los morteros y los cargó, se fue acercando por la parte norte del corral mientras dos milicianos le seguían en otra camioneta. Cargó el mortero y el pajar y el corral saltaron por los aires. Antes de subirse a la camioneta pudo deshacerse de los que le seguían. No fue difícil, paró el camión en la carretera, bajó y les disparó. Así, pudo seguir con el camión cargado de fusiles y dos morteros hasta Teruel, atravesando caminos y pistas forestales.

Juan que, herido, ya no podía avanzar, se sentó al borde de la carretera. Al poco un camión repleto de milicianos y milicianas que iban a Belchite lo recogió. A las dos horas ya estaba otra vez entre cañonazos y gritos. Había vuelto al infierno, a una guerra sin esperanza y sin aliento, donde los muertos en ambos bandos ya eran miles.

En la enfermería le curaron como pudieron. Un capitán ordenó:

–Este hombre está fatal, no creo que dure mucho, que se lo lleven a Valencia. Por lo menos, que lo entierren en nuestra zona. Llévenselo.

Miguel El gamo se desnudó y se colocó un sayal, un casco del ejército popular y se fue para Teruel. En un puente cerca de Sarrión voló por los aires, por culpa de una mina. Cayó al río y medio muerto lo sacaron tropas de las brigadas internacionales que aguardaban en el puente al bando nacional. Se lo llevaron a Valencia, al hospital.

–Por lo menos, que lo entierren en zona republicana, dijo un canadiense mientras le hacía un torniquete. Va a morir como un héroe. ¿A qué regimiento perteneces?

Miguel dijo entre un borbotón de sangre:

–A las del General Walter –y se desmayó. 

Aunque no era cierto, fue muy cierto, pues Walter era general republicano.

En el hospital Escuela de la Cruz Roja en Valencia curaron a Juan El gacela y Miguel El gamo. Por casualidades de la vida estaban uno al lado del otro, los dos como soldados de la república caídos y heridos. Dos meses después, una mañana de enero, la luz entraba y se deshacía por las ventanas, provocando un haz, un arcoiris. Juan, sentado en la cama, miró a Miguel. Se levantó y lo abrazó, pues cada uno había contado su pasado al otro. A Miguel le daba lo mismo, ya no iba a mentir más.

–Qué absurda guerra, hermano. Cuánta muerte inútil.

–¿Crees que me fusilarán? –Dijo. Hubo un silencio atroz.

–No voy a contar nada, Miguel. Tú eres mi amigo. Además, no saben quiénes somos. ¿Lo sabes tú? –Y le miró fijamente.

–Somos… Somos los desertores.

Todavía faltaban más de dos años para que finalizase la guerra. 

Rafael Ferrús Iranzo
Buñol histórico

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