Desiderata de verano

Con la Noche de San Juan, las poblaciones costeras celebramos la confirmación del solsticio de verano encendiendo hogueras a la orilla del mar. El ritual pagano consiste en quemar lo malo o lo viejo, saltar el fuego en señal de buena suerte y protección y adentrar los pies en el mar para dar comienzo a todo lo bueno que está por llegar. Al menos así me lo han trasmitido y así me gusta «pensarlo». 

De pequeña, siempre deseaba algo cuando saltaba la hoguera. También cerraba los ojos, confirmando lo inconsciente que he sido desde temprana edad. Y estaba convencida de que funcionaba porque siempre pedía lo mismo: que ese verano me pasara algo que me hiciera feliz. Así daba más margen al sino para poder tener éxito. Mis pretensiones iban desde una bicicleta heredada, encontrar un chiringuito donde vendieran polos de regaliz (estoy convencida de que existían) o, ya de adolescente, un beso con sabor a sal del guapo de turno. Hoy en día si saltase sería porque quiero demostrarme que aún tengo agilidad, justificar todo un invierno renegando de mis jornadas de flexiones y sentadillas y mi único deseo sería confiar en haber medido bien la distancia. Con los ojos bien abiertos, por supuesto.

Y es que los veranos tienen esencia de after sun infantil y nostalgia de risas inocentes. A los «cuarenta y» el período estival es otra cosa: jornada continua, terrazas con amigos, alguna escapada, sol y mar con cabeza cubierta e invertir tiempo en mis tres pasiones favoritas: libros, pelis y música en directo. 

Los libros son para mí una ventana al mundo, una posibilidad, como decía Almudena Grandes, de vivir vidas más interesantes que la propia y, como Rosa Montero escribía en uno de sus últimos artículos, fortalecen el músculo del cerebro igual que cuando ejercitas los del cuerpo trabajando la fuerza. En una sociedad que exige inmediatez, pararnos a reflexionar es casi imposible. Tenemos que contestar rápido, pedir rápido, comer rápido y hablar en audios que desvirtúan la finalidad de una conversación real: la interacción del diálogo. Por eso leer es también para mí un acto necesario donde bajar revoluciones y apagar el cortisol. En definitiva, como el deporte, leer debe ser innegociable. 

En cuanto al cine, la manera más actual de consumirlo es a través de series o miniseries en plataformas de pago que lanzan verdaderas obras maestras que poder ver desde el sofá. Sin embargo, volvemos a tener esa sensación de estrés constante cuando al finalizar un capítulo sólo quieres saltar al siguiente, olvidando lo que las series de antes nos ofrecían con la expectación de cada capítulo semanal: la ilusión de saber esperar y el momento de la continuación casi casi como un premio a la paciencia. Como cinéfila defiendo «la Gran Pantalla» porque cuando se apagan las luces y sólo ilumina el proyector vuelvo a sentirme ajena a la insoportable exigencia de un whassapp en visto o de un reloj que mide tiempos con alarmas. Pero, en verano, además , se trasladan las filmotecas al aire libre, proyectando sesiones que intercalan clásicos con reestrenos.

Es muy habitual que literatura y cine vayan cada vez más unidos de la mano porque a falta de guiones, buenas son las versiones. Igual que las series acuden a nuestra crónica más negra, también Hollywood utiliza best sellers para poder facturar. Pero, ¿qué pasa cuando un escritor además de producir novelas, es un apasionado del cine capaz de colarse en su realización? Pues que se llama Paul Auster. 

Cuando el pasado mes de abril escuché la noticia de su fallecimiento, sentí que mi mundo estaba haciéndose un poco más pequeño. Me fui corriendo a la estantería y saqué cada libro suyo que tenía desde mi época de universitaria. Los abracé como si quisiera reconfortarlos por haberse quedado huérfanos: la Trilogía de Nueva York, Brooklyn Follies, El libro de las Ilusiones, La Noche del Oráculo… se me caían de las manos formando una alfombra amarilla, el color de las encuadernaciones de Anagrama, editorial con que publicaba y me vi abriendo cada uno y repasando las fechas de su adquisición o las dedicatorias por ser un regalo. Luego me fui a mis inmortales cinematográficos y vi que conservaba el DVD de una de sus películas, Smoke, asi que decidí hacer un pequeño homenaje volviendo a verla. Me deleité con cada dialogo, cada imagen, pausada y tranquila. De repente volví a saborear la esencia de ese cine que se construía con serenidad y armonía. Volví a ser mi yo de los veinte años y sentí nostalgia de aquella época en la que el tiempo parecía pasar más despacio y los veranos eran más largos. Auster tenía una devoción increíble por el azar. En sus historias nada es casual y todo pasa por algo que determina los hechos de la siguiente historia. Su magia residía en esa capacidad de conectar historias dentro de otras historias y mantener al lector/espectador como único testigo de todo lo que sucede: que los personajes se creen libres de decidir, pero en realidad todo lo mueve el destino.

Al volver a dejar los libros en su estante, un papel cayó del interior de uno de ellos y se balanceo hasta el suelo. No sé de cuál de todos procedía, así que no pude comprobar la fecha. Ajado por el paso del tiempo venía una parte de un artículo dedicado al autor y, al darle la vuelta, pude atisbar una fracción de un anuncio de un concierto de Bruce Springteen. No me moví. No sé cuánto tiempo estuve congelada ni como salí del trance. Pero la madrugada del pasado 30 de abril, se detuvo el tiempo.

Mi tercera pasión es la música en directo. Desde que Michael Jackson murió, me prometí a mis misma que, dentro de mis posibilidades, no me perdería conciertos en lo que el sacrificio económico me valiera la pena. Las endorfinas que a muchas personas les provoca descubrir exóticos destinos, a mí me lo otorga la experiencia de un concierto. La espera desde que compras la entrada meses antes, la ilusión con que sigues noticias de la gira, la proximidad del mail de la compañía donde compraste la entrada anunciando su inminente llegada y por fin, el día del evento.

En noviembre del año pasado salió la noticia de que venía el Boss. Me perdí la ronda de venta de entradas pero al comprobar la demanda, decidieron ampliar a un día más y asi consegui el primer paso para cumplir un deseo. Han sido siete meses de ilusión, de repetir hasta la saciedad las letras de sus canciones y de seguir cada movimiento del ARTISTA por redes sociales y programas de Rock. 

Así, el pasado lunes 17 de junio, a las 21.15 horas, un estadio entero se volcó ante los acordes de la guitarra de uno de los grandes. A sus 74 años, junto a The E Street Band, sin artificio alguno, tocó durante tres horas bajo la luna de Madrid grandes clásicos que coreábamos al unísono. Menuda lección contra el edadismo. Menuda lección a favor de las ganas. Menuda noche mágica. Su canción final, con únicamente Bruce sobre el escenario, vino precedida del archiconocido «Twist and shout» y ahí más de 50.000 personas bailamos a la felicidad… y quise parar el tiempo.

Hacerse mayor y ver como cada verano se entierran miedos distintos y se desean propósitos diferentes no nos aleja mucho de nuestros veranos infantiles. Este San Juan no salí de noche porque ya me sienta mejor el tardeo, así que no salté ninguna hoguera. Pensaba en si por dejar de hacerlo no podría premiarme la magia. Y entonces miré hacia la estantería donde estaban los libros de Auster. Cogí mi entrada impresa del concierto y la reemplace por el trozo de periódico viejo. Cambié un deseo, por un sueño cumplido. Tal vez sea casualidad o tal vez sea el destino. Como uno de sus personajes diría, eso depende de lo que quieras creer.

Así que voy a creer que pasados veinte años consigo hacer posibles mis sueños y que, aunque todo esté escrito, sólo Auster lo verá desde el cielo. Por lo que, si tengo que cerrar los ojos y pensar en mis deseos para el verano, seguiré pidiendo lo mismo: cualquier cosa que me haga feliz. Escribir, por ejemplo.

Las gafas de Sthendal
Cinéfila y bloguera

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