En homenaje a la Torre Telégrafo Óptico alto del Portillo Buñol y al libro La Torre Olvidada de Mateo Pérez.
«Nunca en aquella villa, o ciudad, que llamaban la Ciudad del Viento, imaginé que ocurrirían tales sucesos, misterios y terrores que helarían nuestras entrañas, y que siempre sucedían en el mismo mes, en el mes de brumario. Espero amigos lectores que cuando pasen por esta villa estén preparados, como yo lo estuve en aquel otoño de 1915, cuando en Europa la Gran Guerra asolaba todo el continente…»
Me llamo Gustave Le Pont y soy de origen francés por parte de padre. Mi madre es española, concretamente de la capital del Turia. Me he criado en colegios franceses de alto nivel, y me licencié en Medicina. No debo ocultar que pertenecemos a una familia por parte de mi padre de origen noble, que la revolución no pudo extirpar. Por parte de madre, procede de un pueblo llamado Buñol. Aunque antes he enumerado que proviene de Valencia, ella nació en la «villa del viento», como la llama ella cariñosamente. De pequeña marchó a Valencia, pues su padre era funcionario del reino.
Una vez explicados mis orígenes, y con mis veinticinco años y preparado para ejercer como médico muy pronto, debo decir que estoy en la flor de la vida, aunque sí debo apuntar que mi espíritu y mi conciencia siempre han estado con el país galo, admirando a los grandes héroes de la nación, como Napoleón. En casa siempre hablamos francés, al igual que vivimos nuestras costumbres como allá: comidas, ropa, modales… Procedemos de una nación como ninguna y estoy orgulloso de ella, pero hay un problema o una cuestión: me enamoré de una mujer española. Quizás este hecho cambió mi vida, e instalarme en este país.
Considero que este país está, ahora en 1915, muy alejado de Europa, incluso de la Gran Guerra contra el Imperio Alemán, y muy alejado de todo, atrasado hasta el cansancio, sin una Ilustración, diría medieval en sus orígenes absolutistas y arcaicos, necesita de ayuda moderna para integrase en Europa.
Bueno, vayamos al asunto de mi novia, se llama Lucinda, no diré nada más, solo que es bella y audaz como ninguna, de origen también español como mi madre, de importante familia burguesa valenciana, cuyos negocios son extensos, qué más puedo pedir. Sí, casarme pronto e instalarme de médico en Valencia, abriré mi consulta en una calle céntrica, eso no es problema, mi suegro ya me ha confirmado que no me preocupe.
Como ya he dicho, mi suegra es de un pueblo de la provincia valenciana llamado Buñol, que dista de la capital a unos cuarenta kilómetros, famoso por sus montañas y collados, así como por sus aguas y fuentes. Bueno, mi suegra habla maravillas de este lugar y de su infancia en él.
Y allí partimos a pasar el treinta y uno de octubre, sábado, y uno de noviembre, domingo. Mi suegra quería visitar en el cementerio de esa localidad a sus antepasados, en especial a sus padres. Nos alojaríamos en la posada, cerca del Camino Real. Viajaríamos en el auto de mi suegro, un Elizalde Tipo 20, un vehículo con motores de entre 15 y 29 cv. Cada vez que subía en él pensaba cuando podría conducirlo, pero poco a poco, todo llegaría.
EN LA POSADA DE BUÑOL.
Aparcamos cerca de la posada. Ellos llevaban demasiado equipaje, pensé, total para dos días. La vieja posada, casa de postas del siglo XVII, fue un importante sitio de paso para las personas y carruajes que iban desde Valencia a Madrid, ya que el Camino Real pasaba cerca de ella. Un lugar acogedor y de grandes dimensiones, con portones para dar cabida a diligencias y caballos. Ahora era un lugar que acogía gentes de la capital que venían a descansar y tomar las aguas de las fuentes de la villa.
Después de instalarnos en la posada fuimos a pasear por las cercanías, por las calles que llamaban Las Ventas, aunque la tarde se puso fea, con un fuerte viento helado que aullaba en la lejanía, entre rojas nubes visibles entre los cerros del Camino Real.
–¿Qué os extraña, jóvenes? –dijo mi suegra– Estamos en «Todos los Santos», es tiempo de esta época de brumario.
–Así es –aseveró mi suegro afirmando lo dicho por ella. Y a paso ligero nos marchamos a la Posada donde una excelente chimenea con dos columnillas góticas nos aguardaba.
DESPUÉS DE LA COMIDA EN LA POSADA
El fuego de la chimenea, pues era un día frío, exhalaba suspiros de muerte. Se acercaba la «Noche de Difuntos» y todas las almas perdidas en el ocaso de esta ciudad querían mostrar sus rostros en un arco de misterio y terror, del cual yo nunca sospeché, pero sí mi amada y querida Lucinda, nunca lo sabré. Serían las tres de la tarde o tres y media cuando Lucinda, dijo:
–Gustave, querido, sabes, me han dicho que cerca de aquí hay setas, que aquí llaman, los muy tontos, robellones, que podemos ir en auto, está sobre tres kilómetros hacia Madrid, por esta carretera.
No sé si fue por el tono malicioso con el cual pronunció estas palabras o por las fechas en que nos encontrábamos, o por el ambiente espectral de aquella posada. Algo, algo pasó que me heló la sangre ante tal disparatada proposición.
–Mira, mis padres están en casa de unos conocidos, cojamos el coche y vayamos a la Torre, así me han explicado que se llama el sitio de los robellones –y una sonrisa extraña iluminó su bello rostro–. Venga Gustave, que está aquí al lado, y además sé donde tiene las llaves papá, que dicen que están muy buenos, no quiero estar aquí toda la tarde sin hacer nada.
No sé si me convenció por su bella sonrisa o por la tentación de conducir el Elizalde, tan nuevo y potente.
–No tiene pérdida, verán una torre en la ladera de la montaña en forma de triángulo –nos dijo un empleado de la posada.
Llegamos por la carretera cerca del lugar que le habían explicado, aparcamos en la falda de la montaña. A lo lejos, casi en la cima, se divisaba la Torre. De forma cuadrada, ocre, parecía vigilar todo el Camino Real. La tarde ululaba en llantos apagados de vidas anteriores, quizás también buscando algo. Lo noté en el ambiente, pude apreciar entre estos sonidos palabras en francés, gritos, ecos de sables lejanos, incluso como cañonazos… fueron unos segundos. Aquella zona, estaba seguro, había sido escenario de alguna batalla, lo presentía, una intuición que a los franceses se nos daba muy bien, y por eso éramos ganadores.
–Vamos, Gustave, ¿qué haces ahí parado?, coge las cestas y el machete, que lo vamos a llenar de setas, ¡qué divertido!
Pero cuando comenzamos a avanzar por la montaña, a través de una pista de tierra, Lucinda se iba agotando. Decidí atajar, pues ella quería alcanzar la Torre a toda costa, por un sendero, el cual nos condujo a una explanada. Allí nos separamos y comenzó a gritar:
–¡Mira, mira, cuántos robellones!
Me extrañó que aquella chica de ciudad que apenas había pisado monte ni piedras se desenvolviese como una gacela por aquellos riscos y sendas, y además encontrase los preciados níscalos. Níscalos, los conocía, los había estudiado en la Facultad, su nombre Lactarius deliciosus siempre me había llamado la atención, pues cuántas setas venenosas habrían, ¿y si nos equivocásemos?
–Lucinda, ten cuidado, no cojas setas venenosas.
–Calla, hombre, que me los han enseñado en la posada, e incluso los he comido, serás tonto.
La noche iba avanzando entre los pinos como un cazador gigante y oscuro que no admitiese intrusos, y eso consiguió. Quería que nos fuésemos de su coto, con la Torre incluida,sin verla, sin tocarla.
LA TORRE TELÉGRAFO
Iba oscureciendo, las nubes grises nos advertían del peligro, había que irse con o sin níscalos.
–Lucinda, está oscureciendo y es «Noche de Difuntos» –grité.
Debo decir que soy bastante incrédulo en estos temas, pero esta noche en especial causa en mí respeto y algo de temor, pues en mi familia este tema fue siempre como tapizado de misterio, de un misterio que provenía de nuestros antepasados, los cuales eran creyentes hasta la médula, y en casa, como otras costumbres, esta noche era especial, era la noche de nuestros ancestros, queramos o no.
–Yo no me voy sin ver la Torre y si puedo, entrar, tú haz lo quieras.
No había remedio, su tozudez era incapaz de sobrepasar, nos dirigimos hacia la Torre. Entre las sombras de los pinos centenarios y las rocas que brillaban con las últimas luces apareció aquella mole de piedra y ladrillos. Imponente, se alzaba en el descampado. Tras nosotros, la carretera, como un gusano metálico y grueso, se perdía en el horizonte castellano, sin vehículo alguno, sin tráfico, pues era la «Noche de Difuntos». La tocó, la abrazó, y le habló.
–Mira, qué bonita es, tan cuadrada y esbelta. Tú que sabes de historia y rollos de esos, ¿qué era, una torre mora o acaso cristiana? –decía como una niña con una muñeca nueva.
–No, es una torre telegráfica, mejor dicho, un telégrafo óptico de las últimas décadas del siglo pasado, que se utilizaba para comunicarse entre ellos hasta Madrid, mensajes encriptados…
Ella se quedó en silencio mirando el telégrafo, después a mí. No era ella, se lo puedo asegurar, sus ojos se tornaron celestes, después oscuros, blancos, cosa que me sobresaltó. Su mirada fija no se apartaba de mí. Atrás, la Torre parecía su refugio. Cogió la cesta de níscalos y desapareció entre la maleza, como un ciervo herido, como un rayo en la noche tormentosa. Mientras huía como de mí, iba murmurando alguna canción triste, quizás una balada. Me esperaba en el coche, totalmente normal. Ya de noche, llegamos a la posada.
–Seguro que mi padre se enfada por lo del coche –y empezó a reírse como una chiquilla.
DESPUÉS DE LA CENA EN LA POSADA
El viento era nuestro acompañante. Una y otra vez, topaba contra las ventanas del comedor de la posada. Las sombras que emitían las llamas del fuego de la chimenea no eran normales, alargadas y azules, tendrían que ser oscuras, formaban parejas de seres y monstruos, o eso me parecía. La cabeza de jabalí, los ojos de cristal del jabalí disecado, sobre la pared del salón donde nos encontrábamos, parecían tener vida. Daba la impresión de que nos requería para averiguar quien le disparó y le partió la cabeza, quería su sangre, venganza, lo vi en sus ojos en movimiento. Una ventanita de la terraza se abrió de golpe. En ese momento Lucinda, que estaba a mi lado, muy seria, sin hablar desde que dejamos la cena en el comedor, tocó mi pierna, apretándola.
–Gustave, sabes, tengo algo que decirte muy grave, atiende y no me interrumpas.
Todavía no acostumbrado a sus sustos, la mujer, que iba a ser mi esposa en la primavera, dijo:
–¿Te acuerdas del anillo de pedida, de compromiso, tan bonito y grueso, oro puro?
Me quedé en shock. Sin aliento. Un escalofrío me laceró espalda y piernas.
–Pues lo he perdido, sí, y creo que ha sido por la Torre, en el telégrafo, estoy segura. Tendrás que ir a buscarlo, por favor –y unas falsas lágrimas corrieron por su mejilla.
No hacía falta nada más. Como se suele decir, la suerte estaba echada, era mi sino. Quizás tuve la culpa de buscar a alguien de mi posición, tan refinada y a la vez tan alocada, sin miedo. Ahora quería probarme y si no iba seguro que me dejaba, seguro. Además, todavía no entiendo por qué llevaba el anillo en una excursión improvisada.
–Toma las llaves del Elizalde. Ve –su mirada en blanco me dejó helado, ¿acaso sería otra en ella o es que esta noche sí era especial de verdad y la habíamos vulnerado con nuestra frivolidad? Un castigo sin lugar a dudas por tanta osadía y falta de espiritualidad. Almas en pena nos acechan, pensé. Luego partí. Fui a la Torre, pisando fuerte el acelerador. Estaba cerca, muy cerca, y a la vez muy lejos. Ya divisiba la Torre, tan siniestra en el lado congruente del triángulo que formaba la montaña, y sobre este lado izquierdo, justo en la mitad exacta, el telégrafo, la Torre, ahí, esperándome.
EL FINAL
Gustave aparcó el coche. Subió aprisa hacia la Torre. La luna iluminaba bastante el camino y no había pérdida, el viento seguía soplando fuerte, las luces de la ciudad se divisaban a lo lejos, y él la llamó «La Ciudad del Viento». Tenía razón su madre, era una villa extraña. Avanzó todo lo que pudo, seguro de que encontraría el anillo, más le valía. Al entrar al solar donde se encontraba la Torre, un silbido agudo le traspasó el cerebro, después un atronado ruido de galopes y metales. Él siguió con su cometido y se tiró de golpe a la base de la Torre en busca del anillo. El polvo le ahogaba, estaba como enloquecido. Los ruidos seguían en el entorno. Dejó de buscar. Entre los pinos, desde la Torre, iban bajando espectros, por llamarlo de alguna forma, de soldados con sus trajes azules raídos y quemados, sables en mano, otros con machetes, sin rostro alguno, brillando sus huesos bajo la luz de la luna, plateada. La Torre se iluminó intensamente, era el final. Lo arrastraron hacia el interior de la Torre, los caballos negros de los soldados lo pisotearon, las bayonetas oxidadas lo atravesaron, la sangre mojó el anillo y la tierra…
-Aquí lo tienes Lucinda, el anillo… –gritaba.
Lucinda estaba tranquila en su cama, pensando en lo cobarde que era Gustave. Era «Noche de Difuntos», la única noche en que ellos salían afuera. Allí mismo estaban sepultados, cerca de la Torre, no debieron ser molestados, nunca. Allí fue donde los fusilaron.
Rafael Ferrús Iranzo
Buñol es misterio. La ciudad del viento.