
Allá por los años veinte del siglo XIX llega a Granada el escritor norteamericano Washington Irving, fruto de cuya estancia serían los célebres Cuentos de la Alhambra. Según podemos leer en los mismos, el viajero se encuentra con un lugar tan cautivador como ruinoso, habitado por una «comunidad harapienta». Lo que fue un gran palacio se había convertido en «cobijo de mendigos».
Esta descripción no difiere sustancialmente de la que, más de un siglo después, expondrá en su Topografía Médica de Buñol Facundo Tomás y Martí quien, refiriéndose al castillo, afirma que «después del año 1835 (…) fue casa de gitanos y mendigos, se habilitó para cárcel. Se cedió para familias pobres que en él han construido las viviendas».
En todo caso, la vieja construcción feudal fue reconvirtiéndose en un barrio vivo.
Seguramente, cualquier habitante de Buñol con un mínimo de conocimiento de la historia local pueda recordar la pasada fama de las y los viejos «castillejos», estigmatizados como «malisiosos» y pendencieros, cuando no acusados de cosas más graves. En todo caso, tras la similitud –en términos de proceso histórico– entre los monumentos mencionados, aparece una gran diferencia: para constituirla como patrimonio cultural moderno, la Alhambra fue forzosamente despoblada, lo que no dejó de ser un acto de violencia para sus habitantes. Sin embargo, el castillo de Buñol sólo se ha despoblado en buena medida recientemente: la dejadez institucional y la falta de servicios han obligado a gran parte de su población a desplazarse a nuevas zonas del pueblo, en busca de condiciones de vida más cómodas. Pero, aunque el deterioro del castillo es evidente y en ocasiones ha tenido consecuencias dramáticas, una simple comparación del estado de éste con otros de la comarca permite deducir que fue precisamente su poblamiento el que lo mantuvo en pie.
El caso es que, desde hace tiempo, el castillo de Buñol ha experimentado una nueva y fundamental mutación, al ser considerado Bien de Interés Cultural en el Inventario de la Dirección General de Patrimonio de la Generalitat Valenciana, en el que, además, aparece el «Núcleo Histórico Tradicional Barrio del Castillo» como Bien de Relevancia Local. Es decir, si de castillo medieval pasó a ser barrio de clases subalternas, ahora se ha convertido en patrimonio cultural, algo que obligatoriamente debemos cuidar. Y, a decir verdad, la situación del principal monumento de la comarca es muy grave, ya que a las pérdidas sufridas a través del tiempo se suman nuevas amenazas.
Al respecto, hay que recordar que, según se señala en el artículo 20 de la Ley 4/1998, de 11 de junio, del Patrimonio Cultural Valenciano, «los bienes inmuebles incluidos en el Inventario General del Patrimonio Cultural Valenciano no podrán derribarse, total o parcialmente, mientras esté en vigor su inscripción en el Inventario.» La misma Ley establece, previamente, que el propietario de un bien inscrito en dicho Inventario tiene la obligación de conservarlo y «mantener la integridad de su valor cultural» (artículo 18). Tal conservación debe tener, además, un carácter preventivo: es evidente que, aquí, el Ayuntamiento lleva décadas fallando. Pero ahora se incide en el error con especial gravedad, pues lo que se pretende es el derribo de casas en el interior del recinto. Y esto es algo que repercute mucho más allá de lo meramente arquitectónico: el sociólogo francés Maurice Halbwachs nos enseñó cómo cualquier memoria colectiva necesita materializarse en piedras, en monumentos, en espacios semantizados y plenamente reconocibles por la comunidad, que se convierten así en lugares cargados de sentido. Es así como el espacio inscribe el tiempo en su seno. Y, dicho sea de paso, es por eso por lo que, en tantos conflictos armados, la destrucción de los monumentos del enemigo tiene un carácter memoricida.
En Buñol ya se han hecho desmanes con el patrimonio cultural: por ejemplo, sepultar bajo cemento los lavaderos fue condenar al olvido a generaciones de mujeres para los que éstos eran, además de un espacio de duro trabajo, un lugar de sociabilidad privilegiado.
La memoria no es cuestión de nostalgia: debe servir para ayudarnos a no reincidir en los errores del pasado. Así, la gestión del patrimonio cultural debe realizarse de manera participativa, sin dejarla en manos estrictamente técnicas ni sujeta a vaivenes políticos. Y de ninguna manera se debiera actuar sobre él en contra de los intereses de los locales. Nos jugamos mucho en ello: la memoria de los muertos de tantas generaciones que han habitado este barrio no sólo nutre la identidad local, sino que va unida a una mayor justicia social, que se plasma de manera espacial, en un territorio concreto. Y esta justicia espacial debiera ser un objetivo al pensar el patrimonio cultural, que debe servir como instrumento democrático que nutra nuestra memoria colectiva, construyendo un vínculo comunitario con el pasado que sirva para mejorar las condiciones del presente. Por eso es fundamental conservar –y mejorar– íntegro el castillo. Lo que implica no olvidar que sus habitantes son parte indispensable del mismo.
Pedro García Pilán
Doctor en Sociología U.V.
Instituto de Estudios
Comarcales de La Hoya de Buñol-Chiva