Aquella mañana de abril el pueblo estaba raro, la gente había madrugado más de lo habitual, la panadería de Juan estaba a rebosar de personas haciendo cola, al igual que la de Ruperto, en la calle el Cid. La Iglesia también abierta a esa hora, las seis de la mañana, era excepcional. De los cinco o seis coches que había en la villa, ya habían pasado cinco por la plaza, llenos de chicos y mayores, con sus banderas y sus camisetas de color blanco. Buñol era una fiesta, todos estaban en marcha para recibir, a las nueve, al Forastero.
Los más pequeños se miraban entre ellos, disfrazados de buñoleros, preguntándose qué día era hoy, si no era domingo ni San Luis, ni siquiera Pascuas. Uno dijo a otro, que estaba apoyado en la puerta de la farmacia, es jueves, es abril.
El Puente Nuevo, engalanado con colores diversos y primaverales, como el verde claro y el blanco, dominaban la estampa de la mañana. A un lado y otro las calles, repletas de gente y de ruido, reflejaban un espectáculo surrealista y extraño para un día laborable de la semana. Las autoridades y los profesores de los colegios, los empresarios y los obreros, todos, esperaban el ansiado día, la llegada del espectáculo, de saltarse un día laborable a un día festivo por todo lo alto sin saber muy bien porqué. Llega a las nueve, llega a las nueve, se oía por toda la calle nueva y parte de calle el Cid. Uno se atrevió a preguntar, ¿pero quién llega, es el Forastero? Sí, claro, el Forastero, que no te enteras…
Si nos preguntamos quien es el Forastero, no podríamos responder. Su pregunta, clara y rotunda, no tendría ni sujeto ni predicado. Es como un ente, un ser que se disuelve en las mentes de las gentes. En estos años sesenta de seiscientos y viajes a la luna, este pueblo lo celebra hoy. Al principio se creyó que era un invento americano, tipo plan Marshall, y durante los primeros años se esperaban coches Dodge entrar por la villa y parar en San Luis a comer paella, pero llegaron Seat mil quinientos negros con hombres de traje oscuro y sombreros grises que llevaban pistolas, aunque no se viesen. Pasaban a toda velocidad y nunca paraban hasta desaparecer por el Monte la Cruz hacia Yátova.
–¿Crees que este primer jueves de abril, día del Forastero, se celebra en todos los pueblos de España? –dijo un empresario a otro.
–No, he llamado al Gobernador Civil que, como sabes, es mi primo, y no saben de lo que hablamos, y encima se reían a carcajadas. El Forastero, serán pueblerinos, decían riéndose los de Valencia, así que así estamos.
–Tú sabes que aquí sólo han pasado, a nivel oficial, los de los Seat negros y, desde los años que conozco esta fiesta, han pasado hasta jabalíes montados por chiquillos sin rostro, motos sin conductor, bueno, con algo transparente y blanquecino que las conducía, yo creo que eran espíritus, no me digas que no, y cuando llegaron los moros, con sus caras tapadas y espadas desenvainadas, amenazantes, en caballos desde Tánger. Y bueno, de todo hemos visto, Fermín, de todo, esto es un misterio, y grande, oye, ¿quién será este mecenas que nos manda esta fiesta y que gracias a él no se trabaja?, dime.
Pero no hubo tiempo de contestar. Se hizo el silencio y los empresarios callaron. Eran las nueve menos cinco, el Forastero tenía que llegar, y no en Seat 1500, sino en caballo, así se lo dijeron a los entendidos, pero la gente agolpada en las calles principales y tomando Coca Cola los que podían, esperaban lo inesperado.
Año tras año, en ese primer jueves de abril, alguien ajeno al pueblo, no nacido en él, mandaba sus mensajes. Una vez envió un carruaje negro con dos mujeres enlutadas que no se inmutaron en todo el trayecto y que desaparecieron cerca de la curva de la Jarra, la primera que viene al dejar San Luis. Alguien aquel año dijo que reconoció a una de ellas, que era la que vivía en Valencia, que se fue de chiquilla y se marchó a la Universidad de Medicina, pero no se acordó de su nombre, aunque si de su mote. La gente comenzó a aplaudir como todos los años lo hacían cuando la sorpresa entraba por la calle la Violeta hacia el Puente, pero ese año nadie aplaudió ni gritó, se hizo silencio, y lo que parecía un cortejo ferial se convirtió en eso, en un paseo fúnebre, donde el olor a muerte se esparció por todo el pueblo. Incluso alguno que rezagado se quedó en San Luis dijo haber visto como las dos mujeres bajaron del carruaje y marchar a pie hasta las Ventas. Otros, que al llegar a la curva antes mencionada, y lo juran, pues estaban en la carretera el Cuco, vieron como desaparecían caballos, carruaje y mujeres, pero nadie se atrevió a nombrar qué pasó con el ataúd.
Otro año, que llovía suavemente, el Forastero envió un mensaje claro y abierto, pues fue la época de la Guerra Fría, en que tanto miedo se pasó, y se escuchó un estruendo como de carcasa lejana, y dos Jeep llegaron a toda velocidad casi rozando a la gente. Los conducían dos soldados del ejército, y dos capitanes. Algunos que estuvieron bien cerca decían que eran cuatro maniquíes, pero nadie les creyó, argumentaron que no se movían, que como robots se dirigían a toda velocidad, máquinas. De verdad, hombre, que casi los toco al pasar cerca de mí, en la carnicería. Que no se inmutaban y en uno de ellos en su cuello habían dos tornillos.
Pero este año, qué sucedería este año, tan emblemático. 1969, se acababa la década, el mundo estaba diferente y la gente esperaba lo máximo en sus mentes de villa renombrada y elegida por el Forastero, a quien nadie conocía ni había visto nunca, por lo menos aquí. Algunos decían que era descendiente del Conde, y que en una fecha determinada, el 1 de agosto, veían a un hombre engalanado, como de otra época, visitar el Castillo, como de siglo XVI, y alojarse en su Torre Mayor, pero siempre al atardecer. ¿Sería ese hombre como de otro siglo ya pasado y olvidado, sería el Forastero, que venía a Buñol, al Castillo, a recordar a un antepasado enterrado en la cripta que hay bajo la Iglesia de El Salvador, que ahora es biblioteca? Su figura alta, su capa al viento de poniente, sus largos cabellos y algo que brillaba y que se podía apreciar desde todo el pueblo hacía aún más misteriosa la figura del Forastero.
Otros apostaban a que era un indiano, natural de aquí, que había hecho plata en el Orinoco y en la Costa de Méjico y que, en agradecimiento, traía esta fiesta al pueblo. Pero muchos les replicaban, si es tan rico, ¿por qué no da algo para la villa?, que hace falta… mucha falta, que se deje de fiestas y nos dé dinero para arreglar calles y el río. Y también las huertas, que hay sequía. Pero los más listos sabían que no era ese el caso, eso se daba en el Norte y Galicia. Otros, pensaban que era una treta gubernamental para la distracción popular, y que todo venía de arriba, pues los Seat negros, coches oficiales, daban mucho que pensar, y no te digo los trajeados de negro, imitando a James Bond, pero lo hacían muy mal, malos actores, policías disfrazados, quizás de Madrid, y con rostros, blanquecinos, muy extraños, la verdad, parecían no tener sangre ni ojos, muy raro.
Pero todos se equivocaban. Ya eran las nueve, y también se hicieron las nueve y cuarto, y las diez, y la gente se ponía nerviosa, y la calle principal, como un río sin agua, estaba ese año diferente. Sólo las gentes, agolpadas a un lado y otro, esperaban en un silencio roto por aves que surcaban el cielo gris buñolero, quizás también esperando algo. Bandadas de palomos de colores pasaban atolondrados por la calle del Puente Nuevo a toda velocidad. Algunos dijeron, ¿será este año esto?, pues vaya fiasco, yo soy colombaire y lo veo todos los días.
Comenzó a llover y después a diluviar, y la gente corría entre charcos y gritos. La calle se anegó. Algunos valientes esperaron hasta las once pero no apareció nada ni nadie desde la Violeta. La desilusión se apoderó de todos, seguramente habría muerto, decían algunos, y ya nunca mandaría más sorpresas ese primer jueves de abril. El Forastero habría fallecido después de veintipico años de sorpresas y sobresaltos que nadie supo explicar de dónde provenían, ni tampoco se habían preocupado de averiguarlo. Era ya una tradición, una fiesta más del calendario, pero la más esperada, un soplo de misterio y un enigma que ningún otro pueblo tenía, pues debido a la expectación se había difundido por la comarca la noticia, mas los de otros pueblos nunca se acercaron, ya que vieron algo extraño y anormal, sin patrono o santo, ese festejo que los de Buñol llamaban el Forastero.
Conscientes del error de no haber indagado más en ese enigmático personaje que les mandaba, como en cabalgata de feria y fiestas anuales, un mensaje en forma de coches negros, carruajes, jeeps, incluso una avioneta amarilla que circuló sin problemas hasta San Luis, u otro año, siempre en parejas, dos hombres o mujeres vestidos de metal plateado que se deslizaban por el suelo sin tocarlo. Muchos se asustaron y se marcharon, pues decían que no era un disfraz, sino su propia piel metálica, y sus rostros de ángeles, que a algunos inspiraban terror y a otros paz, mucha paz. Esos ojos inmóviles en caras plateadas que miraban sin mirar dieron mucho que hablar, pues muchos dijeron que esas caras las habían visto en algún sitio, seguro. Se podría enumerar año tras año, cada uno diferente. Este, este, ¿sería el último? Nadie lo sabía y habría que esperar al siguiente, no había otra solución, esperar.
Esa misma noche, jueves, primero de abril, con poca luz, a las nueve, circulando por la Nacional 3 a la altura de San Cristóbal, un extraño coche paró en la cuneta. Su color metálico, sus grandes ruedas, cristales tintados, un Aston Martin, lleno de luces como un barracón de feria… Salió un hombre vestido de blanco con sombrero también blanco. Parecía taparse el rostro, llevaba chófer que, mirando asustado, no se inmutó. El hombre se apoyó en la barandilla de la escalinata del santo, apretó las manos en el frío y mojado hierro, mientras miraba el pueblo allá abajo, dormido y triste, esperando al próximo año, al Forastero, pero decepcionados por este año al haberse quedado sin desfile, sin fiesta, sin nada, sin saber el porqué, cuando ningún año había fallado el Forastero. Le caía una lágrima sobre su rostro desfigurado y terrible. Se limpió con un pañuelo de sed también blanco y miró al chófer, el cual, aterrado, asintió. Todavía no se había acostumbrado a esa cara, cara de cera.
–Salgamos, ya es tarde –dijo con una voz hueca y a la vez aguda, y apretó el hierro de la escalinata más fuerte, casi doblándolo–. ¡Todavía no sé por qué este pueblo me llama el Forastero, en vez de Hombre de Cera!
Y una carcajada cruel y espectral se esparció por todo el Roquillo hasta llegar al mismo pueblo. Curiosamente, algunos la escucharon y comprendieron la triste realidad y el futuro que les aguardaba de terror y misterio. Se santiguaron y cerraron los ojos. La fiesta empezaba ahora. El coche salió por la NIII a toda velocidad, dejando un halo siniestro y luminoso. Dentro, el Hombre de Cera preparaba su plan mientras reía sin parar. El Forastero, qué torpes, qué torpes… si supieran quien soy y lo que preparo no dormirían más.
Al pasar por Venta L’Home miró por la ventanilla. Las luces naranjas del restaurante, los chopos balanceándose, los aullidos del interior, la mujer de la ventana de arriba del bar también. (continuará)
Rafael Ferrús Iranzo
Buñol es misterio