
Con todo mi Amor y deseos de una preciosa Navidad, tengo el gusto de regalaros el primer capítulo de mi nueva novela, ya vuestra, EL SECRETO CIFRADO, Editorial Sargantana. Ha sido un viaje lleno de personajes que amo, emociones intensas y muchas horas de trabajo. La historia comienza el Día de Navidad. Espero que disfrutéis esta primera mirada al mundo que he creado y que os quedéis con ganas de leer más. ¡Feliz diciembre y feliz Navidad!
Isaac Newton
Inglaterra, 1642. Lincolnshire
«La aldea de Woolsthorpe, en el corazón de las Midlands orientales, había amanecido sepultada bajo un manto inmaculado de nieve el día de Navidad. El invierno estaba siendo muy duro, aunque ello no afectaba en absoluto a las numerosas ovejas que apaciblemente se movían por los exteriores de la granja donde vivían los Ayscough. No en vano, tenían fama de ser las ovejas que producían el más pesado abrigo polar por su larga y brillante fibra, mayor que cualquier otra raza ovina del mundo. La raza Lincoln, a la que pertenecían, había empezado a exportarse a otras partes del mundo, pues su versátil vellón era demandado cada vez más por las hilanderías y los fabricantes de tejidos. El condado de Lincoln presumía de ser el mejor considerado al respecto y de gozar de una economía que permitía una vida más cómoda para los campesinos y las numerosas granjas y fincas señoriales que poblaban sus tierras amenazadas constantemente por la peste y, en el último año, por una guerra civil entre los monárquicos, seguidores de Carlos I de Inglaterra, y los parlamentaristas, que disputaban sobre cómo debían gobernar el país, más que quién debía gobernarlo. Con todo, a la aldea de Woolsthorpe apenas había llegado la guerra ni la peste. Sus habitantes seguían viviendo su día a día de forma habitual, trabajando duro desde que despuntaba el alba hasta que llegaba la oscuridad —que en esa época del año solía ser muy pronto tras pasar el mediodía— y respetando sus valores puritanos de sobriedad, excluyendo imágenes, velas, celebraciones de festividades tradicionales que violaran sus principios regulares de la adoración y el estudio privado de la Biblia, en el que ponían mayor énfasis, pues su ulterior deseo era que todos alcanzasen la educación y la ilustración necesaria para que fuesen capaces de leer el libro sagrado por sí mismos.
Woolsthorpe, por lo tanto, al igual que las aldeas vecinas, era una comunidad tranquila a la que, a pesar de todo, le acompañaba un halo sutil de tristeza y recelo. Recelo, temor a esa peste maldita que tras tres siglos seguía mortificando Europa entera. Y tristeza por esa incipiente guerra que iba siendo cada vez más virulenta y que, poco a poco, sin ser conscientes de ello, iba socavando los cimientos de su fe inquebrantable en el único Dios verdadero, y fortaleciendo la creencia de que el fin del mundo era inminente.
—¡Hannah!, ¿te encuentras bien?
Hannah había dejado caer la Biblia que llevaba en las manos. El sonido del impacto sobre el suelo alarmó a la señora Ayscough. En los últimos días, cualquier cosa que su hija hiciera acaparaba toda su atención. El embarazo de Hannah estaba muy avanzado y, aunque para sus cálculos aún faltaba más de un mes para el alumbramiento, el estado de ánimo de su hija la tenía muy preocupada. La aflicción, la pena profunda, la melancolía que, tras la repentina y reciente muerte de su esposo, se había adueñado de ella hasta el punto de parecer enajenada, ausente de este mundo, sin el menor interés por la criatura que llevaba en sus entrañas, había generado en el matrimonio Ayscough ansiedad, un estado de tensión continuo ante el peligro inminente que corría su hija si no cambiaba de actitud, y ante la inseguridad de ser o no capaces de atenderla adecuadamente. Un estado de tensión que se había extendido a sus dos fieles sirvientes: Jacobo y Mildred Paddington. Era un matrimonio humilde, sin hijos, de mediana edad que se ocupaba de todo: tanto daba que fueran los apriscos y el ganado, cultivar patatas, remolachas o coliflores en el huerto, limpiar el gallinero y recoger los huevos, replegar y almacenar los cereales en el granero…, como la limpieza de la casa, el ventilado de las sábanas y la ropa o la preparación de la comida y el peinado de las señoras. Claro está, contaban con la ayuda puntual de los braceros de la aldea cuando se trataba de coger la cosecha de avena y centeno o cuando, llegado el momento, tenían que esquilar las ovejas y los carneros en un tiempo récord para que no se estropearan sus valiosos vellones. Del mismo modo, atendían a los señores de la casa, ocupados la mayor parte de su tiempo en la oración y en el seguimiento y la defensa de una rigidez moral extrema, como marcaba su doctrina religiosa, cuando algún asunto de importancia se instalaba en sus vidas.
—¿Ha llamado la señora? —preguntó Mildred con su acento de campesina iletrada cuando irrumpió en la sala.
Había oído un ruido extraño mientras preparaba en la cocina masa para cocer pan. No había sabido distinguirlo. Solo sabía con certeza que provenía de allí, y ella, ante la duda, y ante ese estado de tensión contagiado, decidió acudir de inmediato.
—No, Mildred. Gracias.
La señora Ayscough todavía esperaba anhelante una respuesta de su hija.
Cierto era que el ambiente que se respiraba en la granja no acompañaba demasiado a la recuperación del estado de ánimo de Hannah. En todas las granjas vecinas celebraban la Navidad con alegría. Sin embargo, en la de los Ayscough, el luto cubría hasta las paredes de piedra caliza gris enmohecida a capricho. El color negro lo impregnaba todo: lazos negros sobre los cuadros, sobre las puertas, las ventanas, los asideros de la alacena, los cierres de los baúles…; negros sus jubones de lana gruesa, sus faldas de paño hasta los pies, sus medias, sus gorros, sus crespinas y sus delantales, sus largas y holgadas blusas del interior… Todo negro, hasta los pendientes que llevaba Hannah confeccionados con los negros cabellos de su difunto esposo y que ella, de vez en cuando, acariciaba como lo hacía cuando él estaba junto a ella. Aquellos momentos íntimos en los que él apoyaba la cabeza sobre su vientre y ella deslizaba los dedos entre sus ensortijados cabellos negros aproximándole todavía más como para fundirse los tres en uno en esos momentos ardientes de pasión y sobre todo de amor. Sí. Amor. Auténtico amor. Aunque había sido un matrimonio convenido, no tardó en inflamarse el amor entre la joven Hannah y su esposo a pesar de que este le doblaba la edad. Amor que creció en el momento que supieron que iban a ser padres. No era de extrañar, por tanto, que Hannah, ante el impacto de esa muerte repentina e inesperada, hubiese sido presa de una compunción que la llevaba al arrepentimiento constante de cualquier cosa que hubiese hecho a lo largo de su joven vida en desacuerdo con la voluntad de Dios. ¿Por qué, si no, hubiese Dios enviado esa desgracia a su vida? Algo debía de haber hecho mal, pero, por más que intentaba buscar un motivo, no lo hallaba. No lo hallaba en su interior, su corazón no encontraba argumento alguno que lo justificara, aunque su mente inquisidora sospechara, por la estricta y puritana educación religiosa recibida, que la forma en que entregaba su cuerpo a su esposo cuando estaban a solas, siempre oculto bajo una larga camisola con una abertura del tamaño y forma de una pera —bordada austera y minuciosamente con el fin de evitar hilachas—, a la altura del pubis para facilitar la penetración, estaba guiada por el demonio. Sí. El demonio. Pues ella sentía placer y ello era inmoral y pecado. Una mujer no debía sentirlo.
—¡Aggg!… ¡Ayyy! ¡Ayyy!
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Emi Zanón Simón
Escritora