Nadie sabe nada

Por extraño que parezca y no como en los cuadros surreales: esto es una peseta.

Una peseta de los tiempos pesados y remotos, ahora que los tiempos son ligeros, líquidos incluso, pretéritos antes de pasar, cervantinamente veloces como el viento o más. Todo es antiguo recién acontece y acontecido: inexistente, la memoria se tambalea y… la peseta venía al hilo de cuando en tiempos remotos y pesados, protohistoria ya, Enrique Pachita, que vendía arenica de fregar como forma de sustento, no aceptaba como pago más pesetas que las de papel, pues no resultaban fiables a su entender las de metal. Entonces los libros eran bienes escasos y costosos y quienes tenían la herramienta y la afición por la lectura por las calles de Méndez Núñez, Moratín o Talega, Lope, Alpujarras, Gravina, Castaños, Quevedo… la Sartén más que comprarlos (un libro en piel o cartoné podía costar allá por los 40, lo que una semana de comida para tres) los arrendaban en la Plaza, en el kiosco del Polero, después (en el extremo de sacar tiempo entre la urdimbre de tareas que hombres y mujeres realizaban en los días y las noches) los leían buscando la luz diurna, pues la eléctrica, si elegían la noche para ello, era tan costosa que utilizarla para leer se convertía en un lujo extremo, incluso inviable. ¿Qué leerían las pocas personas que lo hacían en las tarde de agosto cuando refrescaba y aún había luz suficiente para ello? Literatura de consumo: «La duquesa Inés», «Siempre amanece», «Jinete negro», «Los forajidos»… y quizás algunos libros proscritos que el tiempo se ha llevado, como se ha llevado las faldas de antaño o las fajas para hombres desriñonados por el trabajo. Los vencejos pasaban y pasaban exactamente igual que ahora pasan, anidaban en los huecos de La Torre exactamente igual que ahora anidan y al contrario que las golondrinas de Bécquer estos sí han vuelto y vuelto y volviendo seguirán, ya nadie lee a las puertas de las casas en Quevedo Empecinado, Moratín, Alpujarras… y el Castillo, como entorno urbano, sigue en un bochornoso deterioro: como derrumbándose a cámara lenta, que da exacta señal del interés Público por la historia que nos sustenta. Alguna tarde hemos visto leer libros de antaño por el gusto, testimonio o viaje en el tiempo, en la calle Talega a Paco Tobillos. 

Enrique Pachita, que cobraba en pesetas de papel, no leía, amén de la escasez de libros, porque era completamente analfabeto. Quizás tuviese la suerte como en las Ventas del Quijote de escuchar lo que alguien leía para un corro: literatura de cordel o fragmentos prohibidos de Blasco Ibáñez, cuyos libros se escondían en las andanas. Leer en solitud o para otros en las tardes frescas de agosto en el espeso espacio urbano del Castillo bien ruidoso de niños, blasfemias, risas, ayes o suspiros, leer en un espacio urbano bien surtido de poderosos olores: cuadras, fritos, guisos, boñigas, letrinas o carbón, en un espeso espacio humano donde la muerte, la vida, el rencor, la solidaridad, el sexo o el amor andaban por doquier, era además de un lujo una acción de “libertad condicionada” en los años de la Victoria, años y Victoria que se iban amontonando sobre las cargadas espaldas de todas aquellas gentes a quienes tanto debemos y a quienes hemos radicalmente olvidado por la ingratitud, la desmemoria o peor la ignorancia: nadie sabe nada, los escasos habitantes actuales del Castillo, descontando a los ya ancianos resistentes, no solamente desconocen todo acontecer anterior sino que andan con sus telefonitos escalando desde las más altas cumbres del progreso las más altas cimas de la mezquindad. Podemos imaginar aquellos días, aquellas personas… leer aquellos libros, avivar la memoria, leer la vida, sentir el tiempo. Conocer el hilo del cual formamos trenza o… lanzarnos a la nada, una afición por otra parte muy común en los tiempos que corren, veloces como el viento.

Biblioteca Municipal
bibliotecabuñol.es

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