Una historia de Pascua

Segundo día de Pascua. Hora de comer. Estoy muerto de hambre por que por la mañana nos hemos dedicado a limpiar el local que estaba hecho unos zorros. La noche anterior se alargó la cosa y aquello a la mañana siguiente estaba para pegarle un buen “metío”.

Además, como nuestro local –que ese año era el del padre de mi amiga Silvia– estaba al lado de la cooperativa de La Venta, quedaba muy lejos de mi casa y yo todavía no tenía el carné de la moto o ese día no estaba para cogerla y me había pegado un “pateo” de categoría.

El caso es que llegué a casa con mucha “ganica” de comer y de descansar un rato, pero a la que me di cuenta era la hora de ponerme el “hato pascuero”. Esto consistía en: vaqueros nuevos de Mayoral de Voro Casero, jersey del Complet Rosa y zapatillas “Kelme” de mi tía Finín. Una vez vestido, cogía la merienda –aún con la gachamiga en la boca– y me iba. Habíamos quedado a las 16:15 h. en la Plaza Layana, pero en la parte de abajo. ¡A las 16:15 h.!, ¿pero estamos locos? Si acabábamos de comer, ¿cómo nos íbamos a poner a merendar? En fin. Yo con mi puntualidad característica, no llegaba nunca a tiempo y tenía que coger a mi cuadrilla cuando ya iban casi por el puente del “Hortelano”. Y es que claro, antes tenía que ir a “Machaco” a comprar la “milocha” que esa tarde iba a surcar los cielos, aunque por veinte duros tampoco esperábamos milagros.

Ah, que no sé si lo había dicho, ese día se va a la Cueva Turche, aunque tradicionalmente se comenzó yendo a “El Ciprés”. Una vez cogía a mi cuadrilla, ya casi sin aliento, nos metíamos precisamente por el camino de arriba de “El Ciprés” y nos dirigíamos a la parte alta de la Cueva Turche. La primera parte del camino era bastante agradable. Pero una vez llegabas al tramo más complejo –el que correspondía a las sendas de la parte alta de la Cueva Turche– una serie de ramas, aliagas y carrascas se interponían en tu camino y en muchas ocasiones te dejaban algún regalo en la espinilla, que te duraba algunos días. Una vez llegabas al sitio, intentabas plantar el culo en una de las rocas irregulares que había y sacabas la merienda. La merienda se componía de: bocadillo de besugo con olivas, “longanisica” de Pascua del “Pajarillo”, mona del “Chavalín” y cantimplora con “Coca-Cola desventeá” (porque yo hasta bien mayor era de cantimplora, como marcaban los cánones pascueros).

A la hora que llegábamos, que eran como las 17 h., era imposible que la “gachamiga” me hubiese hecho la digestión, pero como a esas edades te comes a “Cristo por los pies”, pues había que merendar. La verdad es que era un momento agradable. Mientras escuchabas el sonido del agua caer al charco desde la parte de arriba de la “Cueva Turche”, uno le esclafaba el huevo a mi amiga Noemí, que a pesar de ser “pequeñica” tenía una frente perfecta para cascarle los huevos duros. Otro, normalmente el “grandaso” de mi amigo Jaime, intentaba volar la “milocha”, aunque allí no había terreno para correr y coger impulso. Eso era una tarea digna de pilotos expertos, por eso la mayor parte de las veces la cometa acababa cayéndose al agua o se quedaba en algún “arbolico” enganchada y ya no la podíamos recuperar. Muchos otros, después de la merienda se encargaban del noble oficio de “haser el brutico”. Normalmente eran Manolo, “Rafi” y “Periñón”, que como practicaban en el “atajo” de la Calle Ernesto Jiménez, se dedicaban a tirar “pedrolos” al agua para ver cuanto salpicaban y si se rompían. Y había otro sector de la cuadrilla que se dedicaba a lo que viene siendo el cotilleo. Muchos y muchas desgranábamos con todo lujo de detalles lo que había pasado en la noche anterior o hablábamos de qué “chicón o chicona” nos hacía gracia. Porque ya se sabe, en Pascuas, en plena primavera… Pues eso. Que el amor estaba en el aire.

Una vez completadas nuestras tareas, cumplíamos con la tradición de bajar hasta el charco de la “Cueva Turche”. Allí, nos hacíamos la foto de rigor, veíamos a nuestros padres, que andaban danzando por allí y también tirábamos piedras al charco. Pero no lo hacíamos de cualquier manera. Lo hacíamos con las piedras planas y jugábamos a ver quien era el que más saltos de rana lograba con su piedra. Una vez hecho el “borregonsico”, contemplábamos absortos cómo caía el agua en aquel paraje maravilloso –eso lo digo ahora porque cuando eres más joven no eres consciente de que estás ante una de las joyas naturales de nuestro pueblo– y nos íbamos, por la carretera hasta el punto de partida de nuestra marcha, la Plaza Layana de abajo.

Una vez allí, algunos subían a “Machaco” a por unas pelotas de plástico de “Súpertele” y seguíamos haciendo el “borregonsico”. Comenzando por el “arreplegón” –que se acababa pronto porque había un árbol en la plaza que “punchaba” todos los balones–, pasando por el “arranca cebollas” y terminando con el “churro va”.

Y así terminábamos la tarde. Sin duda era la tarde que más me gustaba, porque si acudir al “Roquillo” tenía su encanto, para mí, caminar hasta la Cueva Turche, era algo especial. De hecho, es mi rincón favorito del pueblo. Siempre que bajo a Buñol, si puedo, me escapo, aunque solo sea un rato para contemplar el mejor paraje que tenemos en el pueblo. Me da mucha paz, mucha tranquilidad y me da la sensación de que el tiempo no ha pasado. Algo allí permanece inmutable. Supongo que será su encanto. Sigo sintiéndome niño cuando vuelvo allí.

A mi cuadrilla de amigas y amigos.

Luis Vallés Cusí
Periodista

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