Buñoleras valientes del pasado: María Carrión Carrión 1872-1958

Mi abuela, María Carrión Carrión («la tía Sarriera»), nació en Minglanilla (Cuenca) en 1872, pero se sentía buñolera total y presumía de ello. Desde su niñez vivió en Buñol, donde permaneció hasta su fallecimiento en 1958. Su historia se asemeja mucho a un guión cinematográfico. Y es que, como suele decirse, en muchas ocasiones la realidad supera a la ficción. Intentaré narrar esa realidad mediante una pequeña semblanza de su vida.

El arranque de la historia de María es un tanto rocambolesco. Era hija de Fernando Carrión y Josefa Carrión, naturales de Dos Aguas. Cuando tenía tres años, su padre es dado por muerto en la guerra de Cuba y Josefa, su madre, que no andaba bien de salud y con problemas económicos, decide ceder los cuidados de su hija a los consortes Antonio Lahuerta e Isabel Carrión, que vivían en la casa cuartel de Benimodo (Valencia), ya que Antonio era guardia civil. Isabel era hermana del fallecido y tenían un hijo de seis años llamado Francisco. 

Josefa, la madre de María, vuelve a casarse y al poco tiempo ocurre algo insólito. Un día, mientras realizaba tareas domésticas, llaman a la puerta y al abrirla aparece Fernando. Al intentar abrazar a su «viuda», esta se desvanece y muere de un infarto. 

Mientras tanto María, con doce años, sigue viviendo con sus tíos y su primo, perfectamente integrada como una hija más, instalados ahora en la casa cuartel de la Guardia Civil de Buñol, que es el nuevo destino de Antonio. Con el tiempo los primos se enamoran y en 1892 se casan en Buñol, cuando María tiene veinte años y Francisco veintitrés. 

Curiosamente María sabía valenciano, lengua que hablaba a la perfección por su estancia en Benimodo, pero que sólo utilizaba para dichos y refranes de dicha lengua. En aquella época es posible que fuese la única en Buñol que sabía valenciano, aunque su lenguaje, expresiones y dichos eran absolutamente buñoleros.  

Corriendo el tiempo María tiene que cuidar de sus tres «padres», ya ancianos y achacosos: el padre biológico, el segundo marido de su madre y su tío Antonio, que fue quien la crió –entonces no había residencias–. Obviamente, en aquella época sólo uno de los tres, el guardia civil, percibía una pensión. 

Mi abuela, con la que me unía un vínculo muy especial, fue una persona muy importante en mi vida y de ella guardo entrañables recuerdos. Era una mujer de mucho carácter, emprendedora e independiente. Se ganaba la vida trabajando el esparto como los ángeles y trenzando pleita, con la que hacía capazos y sarrias (de ahí su apodo). Vendía carbón en su casa y también a domicilio, transportándolo en un «burrico», que alguien le prestaba a cambio de carbón. Yo la acompañaba a veces y me encantaba ayudarle en las pesadas de carbón con su balanza romana. Ella contaba el dinero en duros o en reales y los traducía a pesetas o viceversa, con una velocidad increíble. Cuando llegaban las fiestas, ponía un puesto de chucherías y baratijas en la feria –una «paraica», decía ella–. Era una emprendedora todoterreno y hasta su muerte nunca dependió económicamente de ningún hijo. Y eso lo tenía muy a gala.

Yo tenía con ella una complicidad que se traducía en una relación muy intuitiva y especial. Era su nieto preferido y eso saltaba a la vista  –«mi Juanico», decía–. Solía hacerle, de buena gana, cualquier recado que me pedía o ir a por agua a la Fuente de las Cuatro Esquinas (la más cercana a casa). Incluso, a veces, me pedía que le rascara la espalda. Por supuesto que esos servicios me aportaban no pocas prebendas y privilegios. «¿Quieres una pesetica?» –decía metiéndose la mano en su faldriquera–. Obviamente nunca le decía que no. Ahora que soy abuelo entiendo y valoro, en su justa medida, la magia de aquella relación. 

María era generosa con todo el que la necesitaba. En la época difícil de postguerra, sacó de algún apuro económico a mis padres. En cierta ocasión, cedió el nicho donde reposaba su marido, –«la casica del sementerio», decía ella– para sepultar a un «abatico» (un bebé) porque sus padres no podían costeárselo. Allí reposan ella, su marido, el «abatico» y un nieto que murió con 18 años, mucho antes que ella. Otro detalle de su generosidad fue su colaboración en la construcción de los cines de ambas sociedades musicales. Primero fue el Montecarlo, de los «Feos». Les dijo: «perricas no tengo pa daros, solo tengo mis manos y voy a haseros dose capasos de pleita pa las obras». Alguien le mostró su extrañeza por su ayuda a los «Feos», siendo ella «litrera y riñiora» –había entonces una rivalidad muy visceral entre los seguidores de ambas bandas– a lo que ella respondió: «¡pos claro!, una dosenica pa los Feos y otra dosenica que daré a los Litros cuando lo nesesiten; tos son de Buñol». Y así lo hizo, cuando algún tiempo después, los «Litros» iniciaron las obras de su cine, el Palacio de la Música.

Esta era, a grandes rasgos, María la «Sarriera», mi abuela, que en gloria esté. 

A mi abuela María, que tanto me quiso y la quise. In memoriam.

Juan Simón Lahuerta
Buñolerómano

 

Como complemento a mi artículo, adjunto un trabajo del año 2012 que resume, en clave poética, la semblanza de esta buñolera valiente. La autora es mi hermana Fina Simón, la nieta más pequeña de María, y lo titula «TUS MANOS». 

¿Qué tenían tus manos, abuela,
que estaba enamorada de ellas?
Eran para mí especiales,
candorosas, magistrales. 

Tus manos, abuela…
Tejían como nadie la pleita
con admirable destreza
dejándome boquiabierta.

Capazos, sarrias, esteras
eran tú pan de cada día
para dar de comer
a los tres hijos que tenías.

Tus manos, abuela…
llenaban la sarria de carbón
que con un burrico vendías
recorriendo las calles de Buñol.

Abuela María, María la Sarriera
Qué grande era tu valía.
Nunca te vi cansada ni vencida.
Todo en ti era armonía.
En el portal de tu casa
desarrollabas el oficio
y con habilidad asombrosa
terminabas a veces la tarea
quedando encerrada en ella.

Ruiseñor de los albores
entre el pueblo y la Torreta
con tus manos en oro esculpidas
libraste la batalla de la vida
constante, permanente y altruista.

Cuántas veces me he preguntado
¿Cómo tus manos, abuela,
de trazo fino y delicado
realizaban tan dura tarea?

Ágiles y poderosas
gaviotas blancas volando
en el bello marco dorado
del Buñol de aquellos años
¡¡Así, mi abuela querida!!
¡¡Eran para mí tus manos!!

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