Concursos

La competición está arraigada en las costumbres del ser humano como pocas, en prácticamente todas (salvo honrosas y pequeñas excepciones) las culturas humanas. Esto es algo totalmente normal, sobre todo cuando la valía del o de la aspirante pueda ser algo cuantificable de manera exacta, por ejemplo: en las carreras, levantar pesos o levantar cosas, y entre cientos de disciplinas más donde se pueda dilucidar un ganador o ganadora de manera clara.

El problema, a mi entender, se da en todas aquellas materias donde no se puede cuantificar el resultado de una manera concreta, ya que nos encontraríamos con un enorme componente abstracto, o sea, en las Artes. Si nos introducimos en el deprimente mundo de los concursos musicales, que es de lo que voy a tratar, es imposible cuantificar una cifra exacta para calificar una interpretación musical, y más en concursos de grandes agrupaciones, con repertorios distintos. Todo lo que salga de ahí será, de alguna manera, inexacto.

En nuestro entorno buñolero hemos participado en todo tipo de concursos (recuerden aquellas ediciones del «Concurso Rock», no faltos de polémica en sus «fallos»), o toda índole de certámenes musicales (en el caso de las bandas). También recuerdo concursos de cortometrajes, el de charangas, de pintura, etc.

Y, ¿cuál es el problema? Ninguno, a priori, ya que a los concursos se inscriben las agrupaciones o artistas de manera voluntaria. Por lo tanto, el que no quiera picarse, que no coma ajos.

Pero bien es cierto que, de manera sistemática, tras cada concurso hay dos tipos de manifestaciones sociales: la de los ganadores, que suele traducirse en festejos, cánticos, y sublimación del compañerismo avalado por un premio. En los peores casos, y no por ello poco habituales, la humillación y mofa sobre el/los oponente/s. Por otra parte está el efecto mayoritario, la manifestación del/los que pierden (que al fin y al cabo son gente que han preparado el concurso con la misma unión, entereza, disciplina, sacrificio, dedicación, ensayos, mejora, etc, que los designados como ganadores), que suele traducirse en emociones nada sanas, como la frustración, la sensación de atropello, el ninguneo, la falta de aprecio al esfuerzo realizado (seguramente titánico), y, en el peor de los casos, el odio y el deseo de resarcirse, que hace que la bola de la mala leche empiece a girar y a agrandarse hasta el infinito.

En Buñol, pueblo con dos bandas, siempre se ha dicho (y se sigue diciendo) que la «rivalidad» entre estas dos bandas ha hecho que ambas crezcan y que hayan llegado a niveles altísimos dentro del mundo de las bandas amateurs. En mi opinión, esto puede que fuera verdad, pero si todavía lo es, lo es en muy menor medida. Las bandas no son sus músicos, son quienes las dirigen a nivel social, y claramente sin músicos no habría banda, pero no son los músicos los que toman decisiones (generalmente), los que deciden las derivas «ideológicas» de las bandas, o mejor dicho, las Sociedades, ni las que tocan los interruptores socio-políticos que tanto ayudan a ganar tan ansiados concursos.  En este maremágnum que trasciende a lo artístico, las y los músicos hacen lo que se espera de ellos, música.

Quizá en los tiempos de Matusalén, cuando las bandas eran más pequeñas, la rivalidad de quedar por encima de la otra fuera un acicate para que subiera el nivel, pero a día de hoy, con la sociedad actual, no veo a ningún chaval o chavala estudiándose a muerte un papel para un certamen, azuzado por el deseo de y la mala sangre de la humillación de los oponentes. Lo veo, pero con otras motivaciones más sanas.

El tema es que, después de los concursos pasan cosas malas a nivel artístico. En primer lugar, la mayoría de ganadores, tras el «espejismo» (donde se ha tirado de músicos muy «prós» en perjuicio de la base cotidiana), pasa que los «prós» desaparecen y los que no han podido participar pues no tienen las «ganas» que requieren de ellos quienes dirigen lo social. También se suele dar una cierta laxitud en eventos de la siguiente temporada.

Los que pierden –injustamente, a su modo de ver, y el de muchos, porque a veces, en los concursos, canta por soleares el hecho de que el premio no se ha dado exclusivamente por cuestiones artísticas cuantificables (cosa que, además, no existe)–, caen en la ira, amplificada por infinito a través de las redes sociales, esgrimiendo una serie de argumentos perfectamente válidos (porque esto es abstracto, aquí todo vale) donde se mancilla a la institución organizadora y a todo ente o ser sintiente que se ponga por delante, desde la irracionalidad más atroz, la misma con la que las y los ganadores defienden su supremacía, avalada por un tribunal que «vaya usted a saber»…

Conclusión, ninguna. A mi entender, los concursos en las artes generan más cosas negativas que positivas. Siempre está el consuelo de hacer un gran trabajo, ensayar a lo bestia (si te dejan tocar, claro). Lo que sí que me haría feliz como buñolero tras el concurso que se avecina (que cuando salga este artículo ya habrá sucedido) sería que el ganador no humille al perdedor, que no estamos en los años 40 del siglo XX. ¿O sí?…

Enrique Hernández Pérez
Postgrado en Músicas Populares y Otras Músicas

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